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[Pedro Emilio Coll (Caracas, 1872-1947) fue uno de los más destacados escritores del modernismo venezolano. Ensayista y narrador, autor del célebre relato «El diente roto». La pieza que publicamos apareció originalmente en El Constitucional, periódico de Caracas, el 9 de agosto de 1905. (Recogido luego en Pedro Emilio Coll, Caracas, Academia Venezolana de la Lengua, 1966, pp. 276-282)
Cuando hace algunos años leí el libro Les Déracinés, con que iniciaba su autor, Mauricio Barrés, la serie que titula De la energía nacional, ocurriome un caso singular: a medida que veía deslizarse a través de sus páginas la historia de los jóvenes loreneses desarraigados de su región y sufriendo en su trasplantación bajo el cielo de París la pérdida de sus mejores instintos, veía desarrollarse paralelamente en mi imaginación la historia, aún no escrita, de algún joven que, en mi país, arranca la fuerza centrífuga de Caracas al suelo de las provincias venezolanas. Comprendía, desde luego, las diferencias de lugar: allá caían en el loco torbellino de una gran ciudad, aquí en una como agua sin oleaje, cual hojas desprendidas del árbol natal y prestas a la descomposición; diferencias visibles había entre unos y otros, por causas del medio intelectual en que evolucionan, pero en el fondo los tipos que Barrés pinta de mano maestra no son excepcionales entre nosotros.
“Para comodidad del lector” (y para la mía propia), daré un nombre al joven compatriota cuya figura fraternal me acompañaba durante la lectura, y cuya vida imaginaria, brevemente relatada, pienso que no dejará de ser instructiva para los que, en la calma de los pueblos del interior, meditan la dirección que deben dar a su existencia.
I
Quincenalmente, en la pequeña ciudad asoleada y mediterránea, el posta detenía la mula de ojos tristes y lamentables cascos enlodados, que traía la correspondencia de Caracas, y después de refrescar la garganta en la pulpería con una copa de aguardiente teñido con el verde aromático de la hierbabuena, continuaba su viaje por el camino árido y tortuoso, acompañando su soledad con la monotonía de silbidos que traducían la desolación de la llanura; mientras Domingo, el hijo del más rico propietario del lugar, rompía con manos febriles las fajas de los periódicos de la Metrópoli, que eran como una voz tumultuosa en el silencio provisional.
Terminaba sus estudios preparatorios y ya descuidaba las faenas de la hacienda, para aspirar el perfume de las revistas literarias de Caracas, a su vez emponzoñadas por el aliento de exóticas literaturas.
En su leer constante, la pueril vanidad del padre creía encontrar una precoz inteligencia, y el amor asustadizo de la madre, una peligrosa distracción. Sus hermanas, entretanto, hallan mal vestidos a sus antiguos novios, al compararlos con el elegante ingeniero que vino a montar la nueva maquinaria del trapiche. Adviérteles una amiga zahorí que es casado, y alguna de ellas exclama, en un rapto de apasionado romanticismo y escogiendo la primera comparación que tiene a la vista:
‒¡No, no, es soltero como… la Luna!
Todos viven en familia, pero aislado cada uno en sus propios sueños sin constituir la célula primordial de la sociedad.
¡Con qué melancólica sensualidad contempla Domingo los panoramas caraqueños que reproduce El Cojo Ilustrado! Su mente lo coloca ya conquistando el bulevar y en los nocturnos bailes del Puente de Hierro, que conoce por los relatos exagerados de los que regresan llenos de lascivas imaginaciones.
Los venenos finamente disueltos en prosas y poemas, sin oponerle un sentido exacto de las realidades, lo aíslan del grupo social a que pertenece. Ignora el método de extraer la esencia de belleza latente en la trivialidad de la vida cotidiana.
Al fin, los impulsos disociadores triunfan, auxiliados por el orgullo paterno, que quiere decorar el encalado de su sala con un diploma de doctor. Las ropas del futuro estudiante están en el baúl, que al cerrarse parece ahogar un buen olor campesino. Y al echar la llave, con un golpe seco, la madre siente lágrimas en sus pupilas y mira con angustia y con rabia hacia lejos, hacia Caracas…
Al amanecer, Domingo no escucha ya las campanas de su pueblo.
II
La casa de pensionista donde se aloja es una jaula de pájaros, que como él volaron de los musgosos campanarios hacia las torres de la Universidad; adolescentes que esperan con impaciencia la pensión mensual. La variedad de rostros denota la variedad de razas que entran a formar la colectividad nacional: el cráneo largo, herencia del abuelo conquistador, y el cráneo ancho del descendiente del aborigen vencido, fraternizan en la improvisada asociación estudiantil; pero a veces, por unanimidad, crúzanse miradas de odio entre unos y otros.
La primera noche de Domingo ha sido de pavor; su compañero de cuarto cursa primer año de medicina y tiene sobre su mesa fémures y calaveras. Sus vellos se irisan al divisar en la oscuridad la blanca penumbra del cráneo pelado. Mas pronto perderá el miedo atávico a los muertos, de tanto ver a su compañero silbar valses en una tibia, que coloca bajo sus gruesos labios a guisa de guarura indígena.
No abunda la comida, pero sí la oculta burla al descubrir a la patrona quincuagenaria encariñada de algún colegial barbilampiño. El paludismo los hace temblar con frecuencia en sus duros lechos, y Domingo cuida con cariño fraterno al amigo de ayer conocido, en el cuarto donde una desteñida fotografía se ve apenas entre frascos y ungüentos mal olientes. En el balancear de las hamacas, cantan dulces aires nostálgicos, cual si las cuatro cuerdas del instrumento los ataran aún al paisaje familiar.
III
Penoso es el comienzo del bachillerato para el espíritu desorientado de Domingo. La sequedad de las reglas algebraicas se imponía a aquella vaguedad indefinida que encontraba expresada en la literatura de su época; los axiomas científicos obligábanlo a concretar su pensamiento en cosas definidas, y no en las ideas esbozadas por los “intelectuales” de su país. Dolíale pensar y no sentir libremente. En breve experimentó el hastío de los libros de clase, y el deseo de poner en versos su íntimo malestar, por el que se cree semejante a sus más célebres contemporáneos.
El lenguaje universitario de los profesores sonaba extrañadamente en sus oídos. Indeciso, no sabía qué carrera elegir. Deteníase en las puertas de las diferentes cátedras, en solicitud de una vocación definida. Las matemáticas parecíanle vulgares; en el curso de Derecho, los que interpretan a los comentadores extranjeros de leyes aún no asimiladas por la masa popular, parecíanle hablar de asuntos que jamás le interesarían; los experimentos químicos del laboratorio, el colorear inesperado de los reactivos, la ebullición de los líquidos, la descomposición de los metales, halagando su vista, decidiéronlo a estudiar más tarde Ciencias Naturales y Medicina, como le aconsejaba también su compañero de cuarto, siempre regocijado cuando presenciaba una operación en el Hospital Vargas: “Es un lindo caso de hepatitis supurada; o, es una bella amputación de la pierna!”.
Salía de las clases con la frente fatigada y sin comprender la lección del maestro. Solo en los corredores, en las horas de receso, escuchaba, de boca de los estudiantes, palabras que tocaban hondamente la raíz de sus deseos: contaban sus aventuras juveniles. Sí, necesitaba amar, necesitaba una mujer. Todos ellos tenían novias.
IV
A nadie conocía en la capital, fuera de las personas de la casa de pensionistas y algunos camaradas de Universidad. La incógnita ambicionada era bien distinta de la que había amado en los joropos y fiestas de su pueblo; el concepto de la mujer había cambiado por completo desde su llegada a Caracas; era la muñeca locuaz y preciosamente ataviada la que deseaba estrechar contra su pecho. Recordaba con recóndita vergüenza el sencillo peinado y el busto sin corset de sus hermanas; a menudo olvidaba escribir a su casa por mandar periódicos que, con envarados figurines, anuncian la moda de París, que Caracas sabe copiar en seguida.
Recorrió las calles en su vaga ansiedad amorosa. La misma admiración que le causaban las señoritas de los barrios centrales, le daba un gesto huraño e indiferente al pasar cerca de ellas: el objeto estaba demasiado alto e inalcanzable. ¡Más tarde quizá!… En los barrios bajos de la ciudad hay también bellezas desconocidas, que detrás de las celosías esperan igualmente al soñado amante. Así fue como, en sus apartadas correrías, Domingo, víctima de la comedia sentimental, conoció a Juliana. Otra desarraigada como él.
Desarraigada un mediodía de cosecha, bajo el bucaral de la hacienda, por la sórdida astucia de la vieja ocupada en lanzar carne trigueña y fresca al fuego concupiscente de la ciudad. Creyó venir como aya de niños ricos, según el engaño de la celestina, y se encontró bañada en la frescura de las sedas, con ligas vistosas y medias negras entre los brazos de un catador de doncellas. En la embriaguez de los primeros días de vicio se sintió feliz. Cuando Domingo la conoció, no quedaba de la muchacha del campo sino una ruidosa alegría montaraz, que brotaba sanamente de sus labios pintados como rústicas aguas entre flores artificiales.
Se amaron con furia animal, se unieron como dos motas de la misma tierra, hasta que Juliana huyó tras los alamares de un coronel. Y Domingo ya no buscó la novia ideal, sino los amores fáciles, convencido de “la corrupción de Caracas”, que los mismos desarraigados contribuyen a formar.
Si al menos publicaran sus versos; pero los periódicos se los rechazan, y supone que obstinadamente quieren cerrar el paso a los talentos provinciales.
V
¡Cuántos años han pasado desde que Domingo oyó por última vez las campanas de su pueblo! Su padre, engañado por los mayordomos, dejó en las garras de la usura sus verdes tablones de cañas de azúcar, y ha vuelto con el cabello cano al mostrador donde, en el tiempo de los cabellos negros, comenzó a reunir laboriosamente su fortuna. Su madre ha muerto, y recuerda el día de la carta enlutada y de la fatal noticia, en que secos estuvieron su corazón y sus ojos, hasta que al amanecer, espantado de sí mismo, buscó el retrato en el fondo el baúl, y lo besó hasta romper en llanto…
Pero al fin va a graduarse. Se acerca el momento en que va a obtener el título doctoral, mas ya no habrá casa solariega donde fijarlo como una bandera de triunfo.
El día del examen vacila sin cesar y está a punto de ser reprobado. Y cuando todo cesa, cae en un sueño profundo, en el que ve a su pueblo extenuado por la guerra y la fiebre, con sus recuas taciturnas, su plazuela donde pacen las vacas la tostada hierba, sus ventanas cerradas tras los toscos balaustres de la época colonial, su pueblo moribundo que de día parece que va a evaporarse en el sol, y en las sombras parece que va a ser devorado por la noche, dejando como solo recuerdo la mancha blanquecina del cementerio sobre la áspera tierra roja de la colina.
Al despertar, su suerte está decidida: comprende que de antemano es un fracasado en su profesión, un vencido en la lucha con los más aptos; pero, sin embargo, resuelto está a que nunca escuchen otra vez sus oídos las campanas de su pueblo. Es un desarraigado. ¿Sus raíces en el aire se convertirán en tentáculos de pulpo, y se asirán desesperadamente al cuerpo social para alimentarse con sangre, ya que no pueden nutrirse con jugo de la tierra?
VI
No es posible predecir la historia futura de Domingo; porque si es verdad que muchos de sus semejantes conviértense en parásitos sociales, otros adquieren el carácter y las aptitudes que hubieran acaso quedado aletargadas e inactivas en la modorra provincial. No pocos de los que han dado mayor gloria a Venezuela e influido en los destinos de la República, fueron en sus comienzos desarraigados. Aún más, en la historia del mundo cuéntanse ejemplos de la creación de poderosas naciones, como los Estados Unidos, por el esfuerzo gigantesco y paciente de los desarraigados de Europa.
El peligro de que hay que precaverse, cuando se va a sufrir la influencia de un medio superior al que no estamos acostumbrados, está en los elementos mórbidos y destructores que sutilmente flotan a medida que ascendemos en la escala de la civilización; a ellos debemos oponer, a manera de profilaxia moral, las fuertes virtudes de una rígida educación, la claridad y disciplina de las ideas, la vigilancia de sí mismo. Peligroso es no haber puesto a los veinticinco años, como Domingo, las sólidas bases sobre las que ha de elevarse el edificio de la vida por venir.
Existe desde luengos años, por múltiples causas, una aglomeración de energías inteligentes, centralizadas en la capital, que se neutralizan mutuamente sin producir un fecundo resultado efectivo, y que esparcidas en sus respectivas regiones hubieran establecido centros de cultura dondequiera y creado en torno a ellas una bien entendida y verdadera federación. Sería como un armonioso canto de voces innumerables que ascenderían de las pequeñas patrias regionales y que juntas formarían el himno de la Patria grande, de la Patria de todos.
Pedro Emilio Coll
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