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El 6 de abril de 1814, ante la presión de sus mariscales –Ney y Lefebvre–, Napoleón firmó lo que sería su primera abdicación. El desastre de la invasión a Rusia era demasiado pesado como para que el águila levantara el vuelo, al menos eso era lo que pensaban los aliados, reunidos en esa grave ocasión en el gran salón de Versalles. De acuerdo con los términos del tratado, al emperador se le permitiría mantener su título; se le otorgaría la soberanía de la isla italiana de Elba, y a María Luisa, su esposa y princesa austríaca, se le concedería el ducado de Parma. Napoleón estuvo hasta el 20 de abril como prisionero en la magnífica residencia de Luis XIV, abandonado por mariscales y ministros, con la excepción del fiel Caulaincourt. Incluso su viejo valet, Constant, y su mameluco, Roustam, optaron por dejar al antiguo amo. La delicada salud de María Luisa y las presiones de los vencedores impidieron su encuentro con el emperador. “La vida se ha vuelto intolerable”, le confesaría a Caulaincourt en medio de la depresión, estado de ánimo que comenzaría a superar con su llegada a Elba el 4 de mayo del mismo año. En el ambiente mediterráneo de sus orígenes corsos, en medio de la luz que es la misma de Toscana, instaló una corte en miniatura con la ayuda de su hermana, la cosmopolita Pauline –casada con un Borghese e inmortalizada desnuda por Canova–, y su madre. Setecientos voluntarios de la vieja Guardia Imperial estaban a cargo de la seguridad. Como todo lo de su creador, la pequeña corte sería la más efímera. Menos de un año después de su llegada a la isla Elba, se fugaría y desembarcaría en Golfe-Juan, cerca de Antibes, el 1 de marzo de 1815.
Lo que sigue es una de las más grandes aventuras político-militares de todos los tiempos. Evitando la ruta del Ródano y una Provenza reaccionaria y hostil, Napoleón, siguiendo la ruta de las montañas que conocía desde su triunfante invasión a Italia en su juventud, llegaría a las puertas de Grenoble con un puñado de hombres que no serían necesarios. Ante la recobrada popularidad, las puertas de la ciudad se le rindieron, y más tarde, la importante plaza de Lyon. El 20 de marzo, veinte días después del desembarco en Antibes, el Rey de las Violetas sería aclamado en Tullerías:
La flor de los reyes era el virginal, inaccesible lirio. La violeta es una
flor humilde y valerosa, con las mismas virtudes del anónimo
pueblo. Casi escondida, florece a la sombra de los grandes árboles,
con modesta y temeraria dignidad, antes que las otras flores y saluda la estación,
la flor del emperador… Era el día que precede a la primavera, un día lluvioso
y parecía que el pueblo mismo la trajera de los suburbios a la ciudad de piedra.
La proeza de Bonaparte haría escribir a Balzac años después: “¿Ha habido alguna vez un hombre que ganara un imperio apenas agitando su sombrero?” Desde la exitosa jornada de Antibes, hasta la trágica derrota de Waterloo, transcurrieron los famosos “Cien Días”, que es como la historia conoce la gesta. El 20 de marzo, Napoleón fue restituido en el poder por el fiel ejército y un pueblo entusiasta, y un día antes había huido el impopular Luis XVIII:
El viejo rey huyó acosado por el peso de una gran sombra, la poderosa
sombra del emperador, quien desde hacía veinte jornadas avanzaba
hacia la capital. La dignidad de Napoleón era diferente a la del rey
por nacimiento: era la dignidad del poder. Había adquirido y conquistado su corona no heredada… Había atemorizado, aterrado y detenido por mucho tiempo a los grandes de la tierra y por esto los pobres lo consideraban como alguien que los había reivindicado… Lo querían porque parecía uno de ellos y, sin embargo, era más grande. Lo tenían como un ejemplo.
Sobre estos tres meses y algo más, no ha dejado de escribirse y publicarse en los últimos doscientos años. Cientos de títulos que seguramente han tratado de explicar lo inexplicable, por carecer de toda lógica. Lo irracional, el mito, el inconsciente colectivo, los siglos de humillación, el desprecio por la dignidad humana, la necesidad de una figura paterna menos distante e intolerante que la de las dinastías reinantes y el triunfo de la intuición sobre la razón en el país inventor de la racionalidad moderna son factores que no se pueden precisar con el instrumental precario de la historia tradicional. Tal vez por esto sea la más útil de las aproximaciones la que le dedica Joseph Roth con su absolutamente imprescindible y bellamente escrita ficción, Die hundert Tage (Los cien días), de donde hemos extraído los fragmentos traducidos de la edición italiana (Adelphi).
Roth, dueño de una de las prosas más admirables –por su precisión y musicalidad– del alemán moderno, fue un especialista en imperios y emperadores. En especial, en su decadencia y desaparición. Fue súbdito de uno de ellos, llegando incluso a perder país y pasaporte por su colapso. Pasó de ser un ciudadano del secular imperio Austro-Húngaro, a ser un extranjero en todas partes después de la derrota de 1918. Moriría tempranamente en París –la segunda patria de todos, al menos en tiempos de Victor-Hugo–, en 1939, poco antes de que otras ambiciones imperiales –las de Hitler, un austríaco como él– comenzaran con la persecución y genocidio a la que estuvo antes sometida la geografía, pero sin exterminios colectivos, por Napoleón. Los cien días es la novela napoleónica de Roth. Dedicó lo mejor de su producción novelística a su propio emperador –el austro-húngaro Francisco José–, especialmente La marcha Radetzky, considerada por la crítica germana como una de las diez mejores novelas escritas en alemán en el siglo XX. El conmovedor Napoleón de Los cien días parecer ser un retrato del propio Roth: solitario, indeciso, acosado por sus fantasmas, perseguido y condenado fatalmente a morir joven en un país extraño. Roth, en Francia, en 1939, alcoholizado; Bonaparte, en la isla inglesa de Santa Helena, en 1821, aparentemente envenenado por sus captores ingleses.
De acuerdo con la ficción de Roth, Napoleón, siempre admirado y admirador de las mujeres, se aproximó al final de sus cien días rodeado de tres influyentes presencias femeninas. Su madre, que fue determinante en su escape (“Tienes que salir de esta isla a encontrarte con tu destino”), a la cual Roth concede una entrevista memorable:
Te veo quizá por última vez, pobre hijo mío. Rezo a Dios para que
me sobrevivas. Nunca, o muy raramente, he temblado por tu vida.
Pero en este momento, sin embargo, tengo miedo. Y no te puedo
ayudar porque el poderoso eres tú. Tampoco te puedo aconsejar
porque tú eres el inteligente. Ahora sólo puedo rezar por ti… Lloro
de orgullo, hijo mío. Dios te bendiga, Dios bendiga a mi emperador.
Las otras dos figuras femeninas forman parte de la novela. Una es Verónica Casimiri, lavandera de palacio y adivina, a quien Napoleón conoció en condiciones igualmente comprometidas y respeta sus vaticinios. La entrevista entre ambos es menos cordial que la anterior, pero de una intensidad agobiante:
Verónica finalmente se atrevió a alzar los ojos. Vio el rostro de cera
del emperador; y, sobre aquel rostro petrificado, una sonrisa petrificada,
el cadáver de una sonrisa. Fijó los ojos en el emperador. Su mirada
era lejana y parecía atravesarlo y contemplar el mundo o tal vez
la tumba donde la querida emperatriz Josefina se descomponía.
Después de mentirle al emperador, se retira del castillo no sin antes advertirles a sus fieles guardias: “Que Dios nos ayude a todos… especialmente a él”.
A la tercera de las mujeres en el relato, Roth le dedica tanto espacio como a Napoleón. Se trata de uno de sus grandes personajes, digno de una novela o una obra de teatro temprana de Goethe. Como la Margarita del Fausto, Angelina Pietri es una joven para quien la esencia de la existencia es la fidelidad al ser amado. En este caso, el sujeto de su devoción a toda prueba no es otro que el mismo Napoleón, quien apenas se ha dado cuenta de su existencia:
En todo el país y en el mundo entero las mujeres estaban enamoradas
del emperador. Angelina, sin embargo, pensaba que amar al emperador
era un arte particular y misterioso; por su parte se sentía comprometida
con él, el hombre más grande de todos los tiempos. Vivía dentro
de ella. No importa lo grande que fuera, siempre habría espacio para
él en su pequeño corazón, que se había agrandado para acogerlo
en todo el esplendor de su majestuosa persona.
El amor de Angelina incluirá ofrecer la vida de su hijo de catorce años para la gloria mayor del destino de su emperador. La descripción de la caída y muerte del joven granadero recuerda las páginas dedicadas, en Guerra y Paz, al encuentro entre el malherido príncipe Andrei y Napoleón. La suerte de Angelina no será mejor. “Amor constante” hasta el final, morirá a manos de la turba monárquica en la cara de los cuales comenzó a gritar sus últimas palabras antes de ser linchada: “Vive l’empereur”.
Los cien días de Roth, y los de Napoleón, terminan con los días de confinamiento en el espléndido castillo de Malmaison, antes de embarcarse rumbo al exilio final en Santa Helena en la nave inglesa Bellérophon, comanda por el capitán Maitland, quien escribió con acierto sobre los días de navegación. No es improbable que la caprichosa inmortalidad prefiera al Napoleón de Joseph Roth que al de historiadores y cronistas. No sería la primera vez; el único Julio César que vale la pena conocer es el de Shakespeare.
Alejandro Oliveros
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