Perspectivas

Paul Auster y su fotogenia

Fotografía de J.P.GANDUL | EFE

05/05/2024

«¿Tú crees que Paul Auster sería tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?», fue la cuestión que me planteó Batirtze (suponía yo que de manera espontánea) cuando, según lo acordado, nos encontramos en la librería Noctua para después ir a tomar café en el Arábica. Sostenía un ejemplar de La invención de la soledad, publicado por Anagrama, contemplando el retrato de la solapa con aparente añoranza. Pensé que no se trataba de alguien lanzando preguntas etéreas o tratando de hacerse la interesante. Acababa de ser admitida en el doctorado de filosofía en Princeton y no requería de grandes esfuerzos para salirse del molde. Por aquellos días andaba en los preparativos para marcharse de Los Palos Grandes.

«No lo sé», fue lo único que atiné a responder antes de agregar: «De lo que sí estoy seguro es de que siempre tengo el mismo inconveniente con sus libros: soy incapaz de soltarlos; me absorben al punto de que cualquier otra lectura me resulta prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado o llevar la ropa a la lavandería».

No tengo duda de que mencioné el supermercado y la lavandería porque el primer libro de Auster que leí fue Leviathan, cuando era becario en NYU. Que Batirtze estuviese a punto de irse a la universidad hizo que, sin quererlo, me remontara a aquella época ya no tan cercana.

Salimos del local luego de que ella pagó el libro.

Alrededor de dos años más tarde, cuando ya me había mudado a Lima, me dirigí al Virrey para encontrarme con una amiga a la que no veía desde hacía muchos años y que, por una increíble coincidencia, estaba en el mismo doctorado y además se había hecho íntima de Batirtze. Llegué algunos minutos antes y comencé a recorrer las estanterías para hacer tiempo. Mi teléfono timbró casi de inmediato. Era Rosa ‒mi amiga‒, explicándome que estaba en el café de al lado porque prefería visitar la librería después de comerse algo.

El cambio de planes no me molestó.

De nuevo en la calle creí reconocer en el rostro de un peatón cualquiera el de un antiguo compañero de NYU, un joven vasco que, hasta donde tenía noticia, se había quedado en Nueva York. Él también me reconoció. Nos saludamos sobre la marcha. Logramos decirnos lo que cada uno estaba haciendo (él estaba en esa calle de Lima por cuestiones de trabajo) e incluso intercambiar tarjetas de presentación.

Años atrás, cuando comencé a leer a Paul Auster, quedé deslumbrado con el tratamiento que da a la casualidad atribuyéndole la capacidad de revelarnos el sentido más profundo de nuestra existencia. Pienso que a partir de un encuentro como el mío con Iñaki ‒mi colega vasco‒ él podría escribir una novela.

Terminé de recorrer los escasos metros que separaban el café de la librería y por fin pude ver a Rosa, ocupando una de las mesas exteriores. Despegó los labios de su vaso de cerveza para recibirme con una sonrisa. Tomé asiento y antes de iniciar nuestra charla ‒podíamos conversar de cualquier tema; ella no tenía la actitud elitista que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida‒ me percaté de que un ejemplar de La invención de la soledad reposaba sobre la mesa.

«Es un escritor estupendo», trató de explicarme al percibir mi evidente asombro: «El libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira la fotografía del autor. Es guapo, ¿no?».

Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de Baumgartner y soy consciente de que, una vez más, no podré despegarme de esta novela. Concluyo entonces que no es producto de la casualidad que uno siempre termine atrapado por las novelas de Paul Auster.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo