Conversación sobre lo inútil
Luis Pérez Oramas: “Solo creo en verdades encarnadas”
por Alexis Romero
Luis Pérez Oramas | Fotografía de su archivo personal
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960). Ensayista y poeta. Ph.D. en Historia del Arte. Curador de la colección Patricia Phelps de Cisneros (1995-2002). Curador de arte latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (2003-2017) y director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012-2013). Actualmente reside en Nueva York y trabaja como escritor y curador independiente, asesor curatorial de la colección Hochschild Correa (Lima) y director curatorial de Galeria Nara Roesler (Sao Paulo, Rio de Janeiro y Nueva York).
Pérez Oramas es autor de diez libros de poesía: Poemas (1978), Salmos (y boleros) de la casa (1986), La gana breve (1992), Doble siesta (1994), Gacelas y otros poemas (1999) Prisionero del aire (2008), La dulce astilla (2015), La mano segadora. Selección antológica 1983-2021 (2022), Animal vesperal (2022) y Balada de Joey Stefano (2023). Su obra poética ha sido incluida en diversas antologías de poesía venezolana.
¿De quién es la mano segadora, del poeta o del crítico de arte? ¿Qué siega la mano en el poema? ¿Qué siega el poeta ante la incertidumbre y la prisa?
La mano segadora es la mano de quien escribe el último trazo de una frase, y la siega, como una rama de árbol o un fruto maduro. Es la mano que corta el verso, el poema, la voz —la mano que la corta de su sonido en beneficio del silencio que requiere su escritura. Yo pudiera, postfactum, post-poema, ponerme a interpretar, si leo de nuevo el verso de donde proviene y que yo escribí. La única vez que visité La Habana, funcionario de un museo gringo, en los tiempos de la efímera distensión de Obama con el régimen castrista, contra el deseo de los que me acompañaban, quienes querían visitar la casa de Hemingway, yo me fui solo a la calle Trocadero, número 160, a ver la de Lezama. Hubo mucha peripecia para poder acceder ‒bajo pretexto de que abrir el sitio era imposible si no estaban presentes al menos tres funcionarios y solo había uno, etc.‒. Fue el abandono, el deterioro general de todo aquello lo que me hizo pensar en el corazón de ese poema: que si la poesía regresa a vivir en la voz de alguien ‒digo regresa porque la poesía viene de la voz y se aleja de ella en la escritura, que es necesariamente muda‒; si de allí pasa ‒regresa‒ a la voz de otro, no dependerá más entonces de su precario edificio material, y con ello estará inmune de decadencia corporal. ¿Qué es un cuadro cuando no queda nada en su superficie de pigmentos? ¿Qué la música ‒cuando no es ni memoria ni improvisación‒ si no hay partitura? ¿El edificio, si ya no hay piedra? Pero la mano segadora, stricto sensu, en ese poema, tiene también que ver ‒solo ahora me doy cuenta, gracias a tu pregunta‒ con una de mis fascinaciones lezamianas: el súbito absoluto, del que Lezama habla en su último libro de ensayos, La cantidad hechizada: «que la historia en la imagen no es la historia de la sucesión, sino la del súbito en la eternidad» ‒escribe. Esa especie de inminencia absoluta que es la del poema, la de la poesía, la de la obra de arte que puede acontecer en cualquier sitio, en cualquier coordenada, y por supuesto también más allá del arte. Esa absoluta inminencia de lo que puede ser, o no. Hexis, en la voz aristotélica: disponibilidad para recibir, para atajar, para segar en el instante kairológico del tiempo, lo que sobrevive y viene. Como quien siega el racimo en el momento propicio del fruto. «La mano segadora de lo que nadie espera» ‒dice mi verso. Pero que, en lugar de cortar, acaricia. No te negaré que, en esa voz ciega del poema, que es la voz surgente que no sabe ver aún lo que está diciendo, quizás solo después, mi mano segadora tiene que ver también ‒¿por paranomasia involuntaria?‒ con la ceguera: no solo, pues, con la mano que siega, también con la mano ciega, con la mano que aún no ha visto, con la mano que ciega.
En tu poesía persiste la búsqueda de un tiempo hundido, de un rostro inmenso. ¿Cuáles verbos te permiten esa excavación?
No te sabría responder con certeza. Me gusta tu expresión: tiempo hundido. ¿Dónde? Tiempo hundido en él mismo: tiempo posible que no pudo ser. Tiempo que fue ya futuro. Creo que una de mis manías ‒quizás es un recurso‒ consiste en imaginar el pasado del futuro que aún no ha llegado. Hay una escena que me habita: es la madrugada y yo, casi niño aún, que no conocía mundo, lo imaginaba ya en pasado, escuchando la hora calma de la radio nocturna. Me colocaba en el dolor del regreso a lo que aún no había acontecido: nostalgia del futuro. Pero me gustaría insistir con total sinceridad en lo siguiente: soy un poeta menor, porque ni soy visionario de mis propios versos, ni aspiro a serlo. Cuando Antonia Palacios nos decía, en Calicanto, de sus noches de insomnio y de sus casi sonámbulas escrituras de poemas en pedacitos de papel que quedaban desperdigados por el suelo, yo la escuchaba con cierto escepticismo, con la cariñosa ironía del adolescente arrogante. Ah, Antonia… nunca imaginaría, a la altura de mis veinte años, que yo iba a estar escribiendo esto un día… No sufro de insomnio ni escribo sonámbulo; mis poemas están garabateados en libros que leo, a medias, o que me vienen de improviso en la lectura ‒para que la mano los siegue‒ con alguna música de ocasión. Pero vienen, acaso como los de Antonia, ciegos. La única verdad es lo que te he dicho, y que acaso sin tu pregunta no hubiera yo visto tan claramente: que escribo una voz ciega, una voz que aún no ha visto lo que escribe. Otros, después, me descubren lo que había allí y que mi voz ciega, diciéndolo, no llegaba a verlo. He tenido tres grandes lectores de mi poesía, al menos tres que han escrito y me han hecho ver cosas que mi voz ciega y mi mano segadora ignoraban: José Balza, Adalber Salas y José Napoleón Oropeza, a quien quiero mencionar para que descanse en paz, porque ayer nos ha dejado. Pero para volver al meollo de tu pregunta: soy muy poco «intencional» en mis poemas. No los planifico, ni los «diseño». Tampoco los trabajo mucho: nacen con vida o van al olvido. El riesgo es que sean, quizás, muy menores. Siempre me han horrorizado los fetichismos literarios. De mi breve pasaje por el «conversacionalismo» me queda eso: la alergia del textualismo. No sé decir nada de mis versos, «olvido todo lo que aprendo» ‒escribí en un poema de juventud. A veces pienso que soy un poeta con muy pocos recursos. Un día joven comparé mis versos con sorbos de agua limpia (para quien tiene sed), o con canciones ‒en el más banal sentido de esa palabra‒. Y son con frecuencia canciones las que los han traído para poder ser, a su vez, canciones.
¿Es el poema la casa de la duración vital?
Me gusta la idea del poema como casa. Mi primer libro, Salmos (y boleros) de la casa (1986), iba ya por ese camino. Tu pregunta es un continente enorme. Uno pudiera decir que el arte ‒en general‒ es la casa de la duración vital. Pero, también, preguntarnos: ¿qué duración no es vital? El tiempo, si existe, es inhumano ‒los físicos afirman con certeza que el tiempo no figura en ninguna de las ecuaciones fundamentales de la realidad, y que la única emergencia del tiempo entre ellas es el paso del calor, la entropía‒. Solo la duración es humana. El tiempo, en cuanto es vital y humano, es duración. Pudiéramos decir: la versión humana del tiempo es la duración. Entonces todo lo humano ‒creativo‒ es casa de esa duración. Un poema es, de manera muy somera, un nudo de palabras atado entre dos momentos. Y lo que cuenta es el surgir de otro momento en el momento del poema. Es una forma un poco más elaborada de responderte que sí: el poema es casa ‒nudo, vínculo‒ para la duración.
Háblanos del arte de la intuición en tus poemas.
Me voy a repetir: la voz de la cual procede mi poesía es, según creo, una voz que aún no ve lo que dice, una voz ciega. Habría, sin embargo, que añadir matices. Quizás esa ceguera es ante-voluntaria; es decir, antes de que ninguna forma de voluntad elaborada haya podido intervenir, salvo aquella de la disponibilidad, una suspensión temporal de la visión, un pasaje perentorio por la ceguera, por un ciego desierto: una epojè, dirían los fenomenólogos, pero no quiero que creas que estoy planteando un ejercicio filosófico ‒es decir, el más consciente de los ejercicios‒ como vía poética: no. Hacerse disponible para reconocer el momento kairológico del poema ‒que es ese instante en que el tejido del tiempo, que es inhumano, se dilata un poco, para que se aloje en él, o se diga, la experiencia de la duración‒ es una suerte de servidumbre voluntaria, un voluntario abandono de la voluntad ‒los peores poetas, los peores artistas son para mí aquellos que pecan por ser voluntariosos: solo son albañiles de la forma. Servidumbre voluntaria para suspender, por un instante, en ese instante del kairós poético, la visión clara y distinta de las cosas: asumir un paso por la ceguedad. Fíjate: esa es la condición de la intuición para hablarnos, o para hablar nosotros por ella, a través de ella. Los pensadores medievales ‒que no habían sufrido aún nuestros modernos mitos individualistas‒ pensaban que la inteligencia del artífice/artista es siempre inteligencia del habitus, inteligencia por connaturalidad, infalible: impulso ciego hacia la forma. Pero impulso ciego que reposa sobre una densidad de experiencia, sobre una densidad de fracaso, sobre una densidad de duración, de nuevo: sobre el exceso de lo vivido. Leyendo por estos días para unas clases que tengo que dar y en las que quiero esbozar una idea de organicismo en materia de historia del arte, me encuentro con esta afirmación: «Hipócrates decía que la ocasión es puntiaguda». Pienso que lo decía porque el escalpelo del cirujano, que es como la pluma del poeta, o el pincel del pintor, o el obturador de la cámara, solo es eficaz al reconocer esa coordenada ínfima, fugaz, de la ocasión: la coordenada kairológica que garantiza la incisión correcta ‒¿la mano segadora?‒; la exigüidad de la proporción, dice Jackie Pigeaud, en sus comentarios sobre los escritos hipocráticos. Pero la ocasión propicia, el kairós, ese corte humano en el cuerpo inhumano del tiempo, era ya puntiaguda desde Homero. Las flechas de Odiseo alcanzan el lugar letal en los cuerpos de los pretendientes porque reconocen la coordenada de distensión que garantiza su eficacia, y esa coordenada súbita de distensión es el kairós. La intuición, como la ocasión, es puntiaguda. La dificultad está en reconocerla, en dejarla venir, en aceptarla, en prestarle nuestra voz, en dejar que te alcance su herida.
Te acercas al cuerpo del Otro, no con los ojos abiertos de la Razón, sino con los ojos cerrados de la Intuición. ¿En tu poesía el deseo amoroso es respiración o asfixia?
Es muy interesante que me hables de los ojos cerrados de la intuición. Llego a tu pregunta desprevenido y me doy cuenta de que mi digresión sobre la suspensión voluntaria de la visión va por ese camino. En materia de deseo, que no es quizás materia tanto como impulsión ‒o materia en el sentido de energía‒, diría que mi poesía respira de su cumplimiento y de su asfixia. No voy a negarlo: creo haber alcanzado mi voz poética, mi rumor de poesía, el día en que pude, plena y absolutamente, satisfacer el deseo, el deseo amoroso y carnal, lo que en un poemita reciente llamo la batalla «bestial / de su instantáneo paraíso». Me sentí cerca de mi voz poética por primera vez cuando pude escribir poemas que eran más celebratorios que elegíacos. En mi poesía no hay amores platónicos. Puede haber poesía del amor que no pudo ser, pero en general creo que mi ars poetica se resume en otro verso: «solo tiembla la verdad cuando es sanguínea». Me interesa el temblor de la verdad ‒no necesariamente, o no solo, de la verdad filosófica‒: el tremor tempestivo de la verdad que esta puede encontrar en el lenguaje, entre los cuerpos. Solo creo en verdades encarnadas. Quizás por eso sigo siendo cristiano, aun cuando también muy pagano.
Para un poeta de hoy ¿qué significa escribir como Catulo?
Quizás, precisamente, lo anterior: escribir el temblor de la verdad como algo corpóreo. Soy un lector devoto de Pascal Quignard, y hay un texto suyo que me acompaña y al que vuelvo siempre, aquel sobre lo que él llama «retórica especulativa», un comentario sobre Marco Cornelio Fronto, el maestro del emperador Marco Aurelio. Fronto era un rhetor aticista, enemigo de los excesos ciceronianos, ornamentales y ampulosos, un devoto de la claridad y del símil bien construido. Las cartas entre Fronto y Marco Aurelio son maravillosas, apenas fragmentos. Cuando Marco Aurelio le escribe, agradeciéndole el haber sido su maestro, le dice, poco más o poco menos: mi fortuna no consiste en que me hayas enseñado lo que es la verdad, sino a decirla. Esto es: a reconocerla, a bien recibirla, en el tremor del lenguaje. Yo escribí aquel poemita sobre Catulo en uno de mis primeros libros, el segundo: La gana breve. Quizás había un poco de impostura juvenil allí. Entiéndeme: lejos de mí la pretensión de compararme. «Escribir como Catulo de lo que me tiene aquí en el mundo, de tanta gana breve». Todavía creo en el poder de esa canción. «La intensa desaparición de algunas cosas» ‒era otro verso en ese poema: todavía mi poesía, que no es imaginativa sino real y mnemónica, poesía de lo vivido y recordado, se nutre de la intensidad de esos desfallecimientos, de la intensidad de ciertas pérdidas, de la interrupción del amor o del deseo, y de su colmo, banquete de síncopes.
¿Es paciente la voz de tus poemas?
A veces me pregunto si no se habrá agotado la voz de mis poemas. Y cada vez tengo la fortuna de verla, con mayor o menor acierto, regresar. Ciertamente, aquel ejercicio de disponibilidad para la recepción y el reconocimiento de lo surgente, que comporta otras frecuentaciones, y entre ellas, especialmente, la de la lectura de la poesía de otros, aquella servidumbre voluntaria para dejarse ir por los pasajes de la voz que aún no ve lo que está diciendo, es una definición de la paciencia. Yo, que suelo ser ansioso, no me angustio por la poesía. Al contrario: la poesía viene a sacarme, siempre, de la angustia. Vale, entonces, la paciencia para ello.
De tu poesía tenemos una certeza: es la forma de un don labrado: el hallazgo de un canto. ¿Cómo sucede el tono de esa religión de la nostalgia que viene a dibujar lo que será verdadero?
A riesgo de repetirme, que es el riesgo poético por excelencia, escribo de lo vivido, también de lo que no fui, de lo que ya no soy, de lo que fue, de lo que no fue y ya es futuro, del futuro que yo era, del futuro que ya era, etc. La nostalgia es una impulsión, y a menudo puede ser también peligrosa, detrimental. No sé si reconocerme en tu expresión: religión de la nostalgia. Sucede que, a un nivel racional, en mi otra escritura, aquella más especulativa o teórica, he tratado de subrayar los desatinos de la nostalgia en el ser venezolano, que es el equivalente de nuestra incapacidad para hacer y construir memoria. Quignard ofrece en un bello texto la etimología de nostalgia, término creado por un médico del ejército alemán en la campañas napoleónicas para describir la tristeza enfermiza de los soldados alejados de su país: nostos/algos: el dolor del retorno, el dolor de quien no puede retornar. Esto, cuando lo consideramos políticamente, a nivel colectivo, es terrible porque es el alimento de todas las fantasías por ser lo que se creyó haber sido. La utopía bolivariana, la gran Rusia, el Reich, Roma, la civilización cristiana, el califato, la Ciudad Ideal, Jerusalén, etc. Todo eso que, con frecuencia, conduce al horror de la historia, a la negación de la ciudadanía ordinaria, como dice Agamben: la antesala del infierno. Pero si volvemos al poema, la impulsión nostálgica no consiste en sentir el dolor del no-retorno tanto como en descubrir, en la brevísima fiesta del poema, la potencia de volver a ser, de retornar efectivamente, transformando aquello en un huerto de palabras. En ese sentido me gustaría creer que la poesía, en todo caso la mía, es ‒para mí: no pretendo hablar por otros‒ un remedio para la nostalgia. Siempre, un poco, el poema es la coordenada de una rencarnación.
De los griegos sabemos y aprendimos a demorar el viaje. En ti ¿cómo es esa demora?
La poesía no acepta ‒creo‒ aceleramientos. Hay cosas ‒pocas, pero fundamentales‒ que no pueden acelerarse: no puede acelerarse el amor ni el poema. Hay cosas que solo llegan cuando han de ser. Un día me dijo el gran Paulo Mendes da Rocha: «No nos íbamos a conocer antes del día en que nos conocimos». Vivo con esa lección poética de uno de los más prodigiosos conceptores del espacio moderno. Aprender la espera es un asunto de cuya deflación, de cuya ausencia, sufre mucho nuestro presente. Y vivimos en la ilusión técnica ‒habría que decir: bajo la ideología técnica‒ de que es posible acelerar la duración. La otra monumental mitología del tiempo presente es la idea de un tiempo real, que los dispositivos de virtualidad y las imágenes técnicas diseminan: contra la utopía totalitaria de la cronología absoluta ‒que es apocalíptica en un sentido rigurosamente teológico del término‒ aprender, realizar, perseverar en los ejercicios de la heterocronía es salutario. Hay tantas cosas más allá de nosotros que determinan el viaje, no sé, entonces, si podemos demorarlo, pero sí podemos imaginar las maneras de estar cada vez más en la duración, de insistir en ella, de inventar en el poema muchos otros tiempos.
¿Por qué abundan los árboles en tu poesía?
Armando Rojas Guardia me compartió un día una frase de Beckett: «Los grandes espacios se hicieron sin ti». Yo lo había visitado en el psiquiátrico del Peñón, con algunos compañeros. Armando decía aquella frase como quien repite una jaculatoria, una plegaria. En todo caso yo la hice mía. Yo estaba viendo los árboles cuando la repetí un día, en medio de la ansiedad sin razón que llamamos angustia, y esa plegaria hizo su efecto. Los árboles son como los grandes espacios: se hicieron sin nosotros. Estaban allí cuando llegamos. Y estarán cuando partamos. La gran oxidación neolítica, que hizo posible la vida humana, es obra de las hojas, de los árboles. Los árboles son nuestros dioses: son mudos, carecen de lenguaje, pero su silenciosa labor, su acto permanente, incesante, es lo que nos mantienen en vida. También los árboles en mi poesía van cambiando en cuanto marcan los espacios por donde he vivido: el mango, la pomarrosa, los chaguaramos de mi infancia; los arces del Garona en mi juventud en Europa; los cipreses, la uvaplaya, los jabillos. Grandes son las sombras que nos cobijan del agobio.
¿Sigue la candela en tu garganta?
¡Yo espero! En uno de los libros más bonitos que me han publicado ‒no por los poemas, que otros juzgarán, sino por lo cuidada que resultó su edición‒, bajo el cuidado de mi gran amigo y compadre Leopoldo Iribarren ‒creó una editorial para publicarle a Eugenio Montejo un libro de un heterónimo y luego este poemario mío: Gacelas y otros poemas (Goliardos, 1999)‒, poemario donde aún veo mi verdadera voz poética haber alcanzado su mediodía, hay una gacelita escrita en Viznar, evocando el asesinato de Lorca. Se titula «Gacela de la oscura muerte» y en ella hablo de «esperar el ciego fuego de los cuerpos»: para eso está la candela en mi garganta. Para que allí los cuerpos se hagan fuego ciego.
En tus libros el sentido es modulado por una poética de la impotencia. ¿Qué opinas al respecto?
Puede ser. Pero quizás ‒seguramente‒ no es la única modulación del sentido en mis poemas. Todo negocio con el deseo, incluso aquel consumado y satisfecho, es un negocio con la impotencia. La experiencia de no poderlo todo es crisol del canto. La música del poema, su eufonía, quiere ocupar el lugar de lo que no pudo ser, de lo que dejó de ser, de lo que no pudimos. Hay una anécdota muy bella que me conmueve y me acompaña: cuando el gran Aby Warburg viajó a fines del siglo XIX a Estados Unidos, a la región de los indios Pueblo, y vio allí las supervivencias de la antigüedad griega en las danzas de Oraibi, visitó al gran antropólogo Frank Hamilton Cushing. Warburg reporta un diálogo sobre los animales. Cushing le decía: «Fíjese en la gacela, ella es todo lo que es en su carrera; fíjese en el oso que es todo lo que es en su fuerza. En cambio, el hombre solo puede una cosa cada vez». Me conmueve esa frase hasta los tuétanos. Solo podemos ser una cosa cada vez, y nunca seremos todo lo que somos. Entonces permíteme hacer una puntuación, una modulación: no es impotencia lo que modula mis poemas, sino aquello que Aristóteles llamaba estéresis: la reserva del ser, la privación, lo que aún no es, o lo que no pudo ser y encuentra, sin embargo, una manera ‒si provisoria y precaria, sustitutiva‒ para poder ser en el poema.
¿Un poeta debe aprender a terminar?
Por allí empezamos: la mano segadora es la que corta, al final, el verso del poema. Apeles era el mejor de los pintores antiguos ‒dice Plinio‒ no porque supiera con su mano hacer los mejores cuadros, sino porque era el único que sabía cuándo retirar la mano del cuadro. Velázquez, en Las meninas, lo imita. Pero esa mano ‒¿segadora?‒ de Apeles, que sabía cuándo terminar, era también la mano, la única mano que supo pintar lo que no se puede pintar —es, de nuevo, Plinio quien lo dice: el relámpago, la tempestad y el trueno. Esa mano era, pues, también, la que sabía alojar el tremor del mundo, la verdad sanguínea, pulsional, la vida en cuanto es vida tempestiva.
¿Qué haces con la muerte de los amados en el lenguaje?
Trato de abrazarlos en mis versos, acariciarlos, hacer de mi poema su frazada.
Alexis Romero
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo