Daniel González. Fotografía de Diego Torres Pantin
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Año 1964. Eran las 12 de la noche cuando Daniel González, fotógrafo y artista plástico, escuchó ruidos violentos. Provenían de las afueras del edificio. Vivía en Plaza Venezuela. Era la policía. Tocaron a su puerta con fuerza. Temerosos, él y su esposa abrieron. Los agentes de la DIGEPOL entraron en el apartamento sin ninguna sutileza. Lo arrestaron en el acto.
—¡No pueden hacer esto! ¡No he hecho nada ilegal! —gritó.
Fue trasladado a la sede de Las Brisas, ubicada en Los Chaguaramos. Vio cómo se llevaban varias de las revistas y materiales que elaboraba con sus compañeros. La noticia de su detención apareció en el suplemento cultural del diario La Esfera. Su esposa, la periodista Dora Gómez, así como sus colegas del medio, pasaron mes y medio presionando a las autoridades para conseguir su liberación. Todos sus compañeros de celda eran presos políticos. Daniel González era el único artista del grupo. Él sabía porqué estaba allí.
En los años 60, en aquella Caracas pujante, se constituyó un inolvidable grupo de artistas e intelectuales que impulsó con sus aportes el arte y el pensamiento: El Techo de Ballena. Entre sus miembros más destacados se encontraban Salvador Garmendia, Adriano González León, Juan Calzadilla, José Cruxent, Hugo Baptista, Rodolfo Izaguirre Caupolicán Ovalles, Ángel Luque, Francisco Pérez Perdomo, Efraín Hurtado, Manuel Quintana Castillo, Alberto Brandt, Gabriel Morera y Dámaso Ogaz, entre otros. Sus intereses eran disruptivos para la cultura de entonces, por lo que no dejaban de resultar incómodos para el poder.
Las reuniones de El Techo de Ballena solían darse en el café El Encuentro, en el Centro Comercial del Este. Sus miembros conversaban sobre sus proyectos grupales, política e ideas estéticas. Podían presentarse conflictos de opinión, pero nunca sucedió un altercado destacable. La DIGEPOL los rondaba. La herencia represiva de la dictadura de Pérez Jiménez subsistía.
Conociendo a los cetáceos
Daniel González nació en San Juan de los Morros en 1934. Su crianza se dio entre los estados Guárico, Apure y Aragua. Paseaba, cabalgaba, se trepaba a los árboles, nadaba en los ríos. Los paisajes que frecuentó serían decisivos en el desarrollo de su trabajo. En su adolescencia inició su interés por el dibujo.
A mediados de la década de los 50, se trasladó a Caracas para estudiar en la Academia de Bellas Artes. En 1955, hizo una exposición en la Escuela Cristóbal Rojas. En esa época, se vinculó con el lenguaje de la abstracción. Invitado por Alejandro Otero, realizó un proyecto de abstracción geométrica en artes gráficas, el cual fue expuesto en el Salón Nacional de Arte del Museo de Bellas Artes en 1958.
Gracias a una beca pudo ir a París. Pasó una temporada recorriendo Europa, donde conoció a varios abstraccionistas. Al volver a Venezuela, empezó a manipular diapositivas fotográficas en el cuarto oscuro para lograr composiciones abstractas. El resultado se expuso en el Museo de Bellas Artes en 1959.
En 1961, Daniel González estaba realizando una curaduría de un trabajo fotográfico sobre la UCV. Se llamaba “Presencia de la UCV” y versaba sobre la historia de la universidad. Fue coordinado por el artista plástico César Rengifo, entonces funcionario de la Dirección de Cultura de esa casa de estudios. Allí trabajaban Rodolfo Izaguirre y Salvador Garmendia. Ellos ya habían concebido la idea de crear un grupo cultural durante su estadía en Salamanca, España, donde habían realizado algunas actividades. La amistad surgió tras el primer contacto. Gracias a sus nuevos amigos, Daniel tuvo la oportunidad de trabajar en el laboratorio de fotografía de la UCV.
Él y sus amigos conversaban sobre la pertinencia de fundar un grupo que pudiera avivar la cultura nacional. Existía un precedente: durante la dictadura de Pérez Jiménez se había creado el grupo Sardio, pero fue exclusivamente literario. Paralelamente, un evento político marcaba a toda esa generación en 1961: el triunfo de la revolución cubana. El virus comunista contagió a buena parte de la juventud. Tal hito sembró una noción del arte como algo alejado de lo tradicional, lo decorativo y lo entretenido.
En un garaje alquilado en la urbanización El Conde, dónde después se construiría el complejo de Parque Central, comenzaron sus primeras reuniones. Allí apareció la primera exposición compuesta por poemas y obra plástica, y con ella, su primer manifiesto: “Para restituir el Magma”. Se presentó en la librería galería Ulises. El texto aludía a la necesidad de innovar, de rehuir de las formas preestablecidas. Había un antecedente: la exposición “Espacios Vivientes” reunió a varios artistas informalistas de Venezuela. Se exhibió en el Concejo Municipal de Maracaibo. Juan y Daniel también habían participado.
El Techo de la Ballena no buscaba una estética unitaria. Se formulaban preguntas, se manifestaban en contra de injusticias, exponían realidades sociales y probaban los límites del arte y la literatura. Daniel se ocupó de la diagramación de varios libros de poesía de miembros del grupo, como también de otros movimientos poéticos. En su momento, los cetáceos publicaron tres revistas.
El enfoque de Daniel estaba volcado hacia lo social. La llegada de la democracia no significó un clima de estabilidad para el país. Al contrario: los conflictos sociales y políticos intentaron poner en jaque a la nueva gestión. Las calles eran espacios de protestas, los organismos policiales las contenían. En ese contexto, surgió “Asfalto infierno», un proyecto fotográfico que pretendió exponer, con sensibilidad e ironía, la vida de una nación convulsa.
Las imágenes de Asfalto Infierno tienen como protagonistas a manifestantes exigiendo sus derechos, a militares y uniformados, a letreros callejeros que exponían la emoción de un país entero, a paisajes de comunidades empobrecidas. Y por supuesto, había bastante humor. Una de sus fotos más destacadas es la de un muñeco en un tanque militar con disfraz de Santa Claus. La fuerza represora, dentro de todo, puede tener un rostro amenazantemente ameno, “un regalo bélico de los militares”, sostiene Daniel. Es esa la nación convulsionada que él había querido exponer. Se mostraron las tomas en la librería y galería Ulises. Dado que en esa época la fotografía no solía trabajar con esos temas, el público recibió el discurso con sorpresa.
—Era un documento gráfico de la situación del país en ese momento en todos los órdenes, o en todos los desórdenes. Ese enfoque buscaba resonar sobre la realidad, sobre la parte más sensible de una sociedad. Eso me interesaba mucho más que la utilización del arte para la diversión o la decoración. La ironía me buscaba a mí, me picaba el ojo al verme pasar. Esos muros con textos me observaban. Me parecía una necesidad dejar ese documento como una protesta social. El arte debe sensibilizar, educar, servir como documento histórico. Quería plasmar ese mundo interior que no se comunica sino a través de algo clandestino. Era como un muro de los lamentos en una sociedad contemporánea.
En 1962, Daniel realizó la diagramación del poemario “¿Duerme usted, señor presidente?”, de Caupolicán Ovalles. Por el estilo punzante, las autoridades contraatacaron. Funcionarios visitaron las pocas librerías donde los cetáceos dejaron algunos ejemplares y los confiscaron. El prologuista, Adriano González León, fue detenido. En su corto encierro, los agentes de la DIGEPOL lo sometieron al juego de la ruleta rusa. Tuvo que irse a Colombia tras su liberación. Y no fue un incidente aislado: el artista plástico Ángel Luque pasó una larga temporada en la penitenciaría de la Isla del Burro, en el Lago de Valencia. Todos los miembros estaban bajo acecho.
En 1962, cuando exhibieron el “Homenaje a la necrofilia” de Carlos Contramaestre, la policía obligó a cerrar la muestra. El artista había utilizado restos disecados de animales para la creación de una serie de obras.
Por obvias razones, el gran público desconocía la existencia de los cetáceos. Pero el medio cultural venezolano reconocía sus trabajos. El tiempo se encargó de dar al grupo estatuto de leyenda. El Techo de la Ballena contaba con la admiración de escritores, artistas y ensayistas, quienes se encargaron de mantener vivo el recuerdo de su legado.
En 1963 Daniel se mudó con su compañera e hijos a San Francisco, California. Además de continuar con su actividad artística, que en esa época se volcó al ensamblaje, también continuó haciendo amistades en el nicho cultural. En Los Ángeles conoció a Henry Miller. Como a otros personajes históricos, le realizó una secuencia fotográfica exponiendo diferentes detalles de su gestualidad, como si se tratase de una película sobre el rostro del autor de “Trópico de cáncer”. Eso fue en 1965. Después, sostuvieron una relación epistolar durante dos años.
A su regreso a Venezuela, continuó reuniéndose con sus amigos cetáceos. En 1966, fue hasta Carora para fotografiar un concierto del maestro guitarrista Alirio Díaz, quien se dirigía a su pueblo natal para ofrecer una función al aire libre. Era un regalo para la comunidad que lo vio nacer. Daniel se centró en el músico, en las personas y en el paisaje seco de aquel caserío larense. Procuró retratar toda la situación desde un punto de vista dignificante. Y el resultado apareció en un libro que acompañaba los discos de vinilo de Alirio.
En 1967, Daniel se enteró de que el pueblo de Cara, ubicado en el estado Guárico, quedaría bajo las aguas del embalse de Camatagua. Era un proyecto planificado por las autoridades, por lo que sus habitantes serían reubicados. Previo a eso, se había realizado un estudio topográfico para hacer una represa que surtiera de agua a Caracas. Decidió ir a documentar el proceso.
Cara ya era casi un pueblo en ruinas cuando Daniel llegó. Vio a hombres tratando de demoler la iglesia colonial a punta de pico y pala, aunque el edificio se mantenía firme. Por más esfuerzo, el edificio no se derrumbaba. Muchas personas intentaban tomar los materiales de construcción de la época. Otras se resignaban a irse con sus pertenencias, llevando consigo lo que cabía en sus maletas. Daniel pasó varios días fotografiando el ambiente lúgubre. Le perturbó comprobar que los muertos del cementerio quedarían bajo el agua.
—Cara comportaba una doble historia: ser el lugar de nacimiento de Joaquín Crespo, y desaparecer bajo las aguas de la represa. Es un poco la historia de los pueblos rurales de Venezuela. El cambio brusco de vida de una gente arraigada a la vida en la tierra me causó impresión. Quise dejar un testimonio histórico.
A finales de los sesenta, muchos de sus amigos de El Techo de la Ballena habían logrado carreras notables, y cada vez más, costaba que se dieran las reuniones, pues todos tenían diferentes planes y proyectos. Más allá de algún desacuerdo ocasional entre sus miembros, nunca hubo un altercado. La última revista que estaban planeando no la pudieron imprimir por problemas de financiamiento. El grupo nunca se separó formalmente, sólo dejó de operar. Todos mantuvieron contacto, pero no siguieron trabajando juntos. Cada cual había encontrado su camino.
Un artista silencioso
Daniel continuó haciendo trabajos artísticos e institucionales durante la década de los 70. Trabajó en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), proyecto del intelectual merideño Mariano Picón Salas y primer organismo rector de políticas públicas culturales en Venezuela, lo cual le permitió hacer diferentes viajes por el país. Fotografió tradiciones indígenas, encuentros de lucha libre y diversos paisajes. También continuó realizando proyectos pictóricos y escultóricos.
Procuró no perder el ojo irónico, pero con el pasar de los años, empezó a alejarse de la actividad pública. Muchas de sus fotografías las hizo para publicaciones en revistas, sin incorporarlas a proyectos más grandes. Una de sus imágenes más notorias muestra, de manera muy curiosa, una estatua de George Washington; debido a la posición de una de sus manos, pareciera que un dedo no es precisamente un dedo. Para ser más exactos, se ve similar a un pene erecto. Lo representó como un héroe sin épica. Otra vertiente que ha continuado con el pasar de los años, son las fotos de letreros cómicos.
En 1982 pasó las navidades en San Francisco. Paseando por el barrio chino, Daniel observó en el suelo una muñeca inflable tirada en la calle. La gente caminaba tratando de ignorarla. Ese 31 de diciembre, aquella mujer de hule parecía ser un regalo abandonado. Hizo varias imágenes de la muñeca, destacando el comportamiento que la gente tomaba ante esa presencia.
—La secuencia se llama Sexecrada. Representa la sociedad de consumo. Las muñecas de placer tienen vidas cortas. Seguro el dueño quiso comprarse una mejor, con mayores virtudes. Esa no tenía las ventajas de la última generación de muñecas. Es un sustituto de la pareja. Te la venden con garantía de que te acompaña en la soledad. Verla tirada en la última noche de 1982 era una muestra, consciente o inconsciente, del fenómeno de lo desechable.
Con el pasar de los años, a pesar de que a Daniel le ofrecieron oportunidades en galerías, museos y editoriales, prefirió alejarse de la actividad pública. En los años 80 compró una hacienda en Choroní, en la costa de Aragua. Sin dejar la actividad artística, se dedicó a su finca.
En sus trayectos hacia Choroní, Daniel se percató de la cantidad de perros fallecidos que se encontraban en el asfalto. Pensó que la autopista era un “cementerio vial”. Consideró pertinente tomar su cámara e ir fotografiando los cadáveres caninos. Pero se dio cuenta de que el resultado era demasiado lúgubre. En consecuencia, dispuso filtros sobre sus lentes, para cubrir de color cada cuerpo retratado. También utilizó herramientas de laboratorio. El proyecto se llamó Muerte en el asfalto.
—Me entusiasmé y me dio para hacer una secuencia que podía recorrer desde el primer impacto del automóvil con el animal, hasta que este se integrara al asfalto y desapareciera por el aplastamiento de los carros que le pasan por encima. Como se puede apreciar en las últimas fotos de la secuencia, los huesos apenas se advierten en la superficie del asfalto. Pudiera ser una estética de lo mortal.
Un hogar con miles de historias
—De muchacho viví en Guárico, Aragua y Apure. Nadé en ríos. Me la vivía recorriendo el campo. A uno esos recuerdos lo convierten. Siempre se llevan consigo.
A su edad, Daniel narra experiencias con una gran hondura. Puede hablar de cientos de proyectos. Acá solo mencionamos unos pocos. Desde los 90, sus series se han dirigido más hacía la abstracción, tanto en el dibujo como en la escultura. Entrar en su casa significa un reto visual: todas las paredes están cubiertas de fotografías y pinturas, por lo que la mirada no sabe a dónde dirigirse. Hay personajes históricos, eventos culturales de todo tipo, imágenes de letreros callejeros, pinturas y esculturas.
Hace unos años, Monroy Editor publicó un libro que reúne gran parte de su obra fotográfica, que, además, pudo aparecer en algunas galerías. El cetáceo sigue activo. Nunca se detiene.
Buena parte de la abstracción de Daniel González es informalista. Al mismo tiempo está emparentada con fenómenos de la naturaleza. Sus obras parecieran evocar formas, como hojas de árboles, pero siguen siendo representaciones de lo imposible. Tiene series donde trabaja con soportes múltiples, mezclando tinta china, spray, fotografía y otras técnicas para lograr una hibridación plástica. El río Orinoco y sus etnias son una inspiración constante para esos trabajos.
—Es una abstracción para explorar los fenómenos conjuntos que pueden existir en un país, un terreno. Busco muchos estilos, muchas cosas. La imaginación me llevó a hacer un análisis, o una forma, un estilo, incorporando elementos diversos. No era una forma muy consciente, sino más bien una búsqueda orientada a reunir elementos dispersos. La gente quiere descubrir lo que conoce, no le interesa lo desconocido, y este tipo de arte es para hacerles experimentar con lo que no conocen. Soy perseverante en la investigación. Todo mi trabajo es investigación.
Diego Torres Pantin
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo