Diario Literario
Diario literario 2023, febrero (parte I): forma y modernidad, Hemingway en un bar de Lago Maggiore
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Milán, lunes 30 de enero de 2023
T.J. Clark
Modernism was a testing. It was a kind of internal exile, a retreat into the territory of forms.
Milán, martes 31 de enero de 2023
Hace un par de años, cuando escribí una entrada en estos diarios dedicada a las experiencias de Hemingway y de sus personajes en Lago Maggiore, olvidé consignar que, en el bar de uno de los mejores hoteles de esta región bendita, encontré, enmarcado en una pared, este poema en su original italiano cuya traducción he intentado. El autor, quiere la leyenda, fue un viejo conde, amigo del autor norteamericano, y que, en sus muchos ratos de ocio, escribía versos post-dannunzianos en el papel timbrado del establecimiento. Haciendo uso de un recurso caro a los simbolistas, el aristocrático vate, confunde, y funde, a Hemingway con el protagonista de una de sus novelas. Los lectores de Adios a las armas se darán cuenta sin esfuerzos de la impostura. He tratado de convertir en versos de dieciocho sílabas los alados hexámetros italianos del inspirado conde. No creo que, más allá del hecho curioso, el poema, en ninguna de sus dos versiones, sea digno de recuerdo
Por aquí pasó Ernest Hemingway, rindiendo homenaje a Dioniso,
prendió fuego a todos los árboles para hacer un sacrificio,
los plátanos del parque, abetos y los más verdes coníferos.
Ultima parada antes del gran viaje nocturno por las aguas
del lago helado; a Suiza va con su mujer a dar luz un hijo.
Una superficie negra y plateada para un Orfeo, que viaja
con los ojos de la amada para iluminar el precipicio.
Horas de remo, en el silencio prófugo de los desertores.
La única luz, en la orilla, es la vela que al cielo se lanza,
con la melodía de un tango oscuro que no supera el solsticio.
Sin Euridice ni hijo, regresó Ernest a este bar, donde se abraza
a su botella de bourbon para que lo regrese al principio.
Viudo, como un viejo oso, volverá a las escopetas de caza,
de donde no saldrá vivo, en su último saludo al gran Dioniso.
Milán, miércoles 1 de febrero de 2023
Dostoievsky en los sauces
Después de Hemingway, mi segunda pasión literaria fue Dostoievsky. No recuerdo, ni entiendo, las razones de esta inclinación. Me veo, a los trece o catorce años, leyendo algo suyo boca abajo con el libro en el suelo al lado de la cama. Siempre, con alguna excepción en las muy económicas ediciones Sopena, editorial legendaria por mentidas razones, con sus páginas a dos columnas en el más ordinario de los papeles en la ilustre y larga historia del soporte. Los del novelista ruso, y muchos otros de la biblioteca familiar, habían sido adquiridos durante los años duros de la tiranía de Pérez Jiménez. Como miembros del partido de gobierno derrocado después de tres años de democracia, mis padres conocieron el sabor acre de la pobreza durante unos cuantos años. Después de superado este período estrecho, se darían a comprar nuevos títulos sin remplazar los de Sopena. Por supuesto, antes había leído otros autores, como Gallegos, Díaz Sánchez, Zweig o Ludwig, pero por ninguno había sentido esa pulsión de querer leer todo lo que había escrito (no tenía idea que había escrito tanto). Debo, tal vez, agregar que nadie me pidió, en ese momento, que leyera a Dostoievsky, ni mis padres; ni mi hermana mayor Alicia, lectora oficial de a casa, ni mis profesores. Apenas una sugerencia de mi madre, maestra de primaria egresada en la joven Escuela Normal: “Si vas a leerlo, comienza con Noches blancas”. Que fue lo que hice y que hasta cierto punto me decepcionaría. Demasiado romántico, me pareció. Además, tampoco le perdonaba a la protagonista el tratamiento que había dado al joven narrador, con el cual es probable que me identificara. A esa edad de mi infancia tardía (la mía fue una de esas infancias que se prolongan de manera anormal), lo que buscaba era aventura y fuertes emociones, como las que describía Hemingway. Se lo comenté a mi padre, quien, en una de sus telegráficas opiniones me respondió, “Cuando escribió Noches blancas Dostoievsky era un romántico”). Pero las pasiones son así. Y, con el mismo entusiasmo, y en la misma postura, comencé con Las memorias de ultratumba en una de esas tardes de lluvia en las que no podía salir de la casa a jugar tenis con los amigos. Mientras más lluvia, más avanzaba en la lectura de la crónica de las andanzas de Fédor en las cárceles del zar. Al final, como todos, me pareció increíble que se hubiese salvado in extremis. Pero, en general, me resultó una lectura fascinante. Había algo en el estilo del Dostoievsky en ese libro que me recordaba al Hemingway de mi querido Adios a las armas. No he vuelto a ninguna de las dos novelas desde entonces, pero no apostaría por la pertinencia de este juicio.
Primavera en invierno
Aunque las gélidas temperaturas corresponden a la estación, la luz de estos días y, al parecer, de los que vienen, tienen la musicalidad de la primavera temprana. Su claridad virginal es la más estimulante, y los altos cielos son un himno a la vida en estos espacios limitados de la geografía sublunar. Sin la intensidad de los cielos del Caribe natal, los de Milán son los más altos que he visto después de los de Roma y Mahattann.
Milán, jueves 2 de febrero de 2023
Sergio Pitol, Conrad y Puerto Cabello
En un conjunto de páginas impecables, Sergio Pitol, en su El mago de Viena (Pre-textos 2015), se detiene en la consideración de la obra de Joseph Conrad, del cual tradujo, de manera acaso menos impecable su Heart of Darkness. Entre las muchas opiniones interesantes que expone en su cuidada prosa, llama la atención su insistencia en lo que no todos saben o no le conceden la importancia que merece. Me refiero a la influencia que tuvo en Conrad su paso por Puerto Cabello, una de las geografías de mi infancia. Por desgracia, más allá del primer tomo de su extendida correspondencia, desconozco el grueso de las cartas del novelista polaco como para saber si en alguna misiva se refiere a su estadía venezolana. Lo cierto es que la topografía del litoral porteño es el escenario de Nostromo, la más ambiciosa de las novelas de Conrad. La historia que cuenta, como han destacado sus mejores lectores, es un episodio de alzamientos armados y montoneras común a todos los países del continente. Lo que es, en todos sus detalles, venezolano, quiero decir porteño, es la geografía donde ocurren los hechos. La costa escarpada, el pueblo (Sulaco en la novela) y sus manglares palúdicos y, sobre todo, el conjunto de islas que Conrad rebautiza con el inquietante nombre de “Las encantadas”, de las cuales la más extendida la conocen los nativos como Isla Larga. En realidad, son islotes despoblados, gigantescos rompeolas que tranquilizan el mar Caribe antes de deslizarse hacia la tranquila rada. En Isla Larga es donde Nostromo esconde el maldito cargamento de plata, malhabido y corruptor. La enfermedad del alma del protagonista es puro Conrad. En La locura de Almayer, su primera novela, la había diagnosticado y expuesto su evolución. Un mal no distinto al que tratarán más tarde novelistas latinoamericanos como Gallegos en Canaima y Doña Bárbara. No recuerdo que se haya escrito nada más minucioso sobre la presencia de parte del litoral venezolano, que la crónica que le dedicó el historiador Asdrúbal González y que publicaría, hace más de treinta años, en una página perdida del diario El carabobeño. Este es el comienzo de Nostromo:
En la época de la dominación española, y por muchos años después, la ciudad de Sulaco –de cuya antigüedad da testimonio la lujuriante belleza de sus huertos de naranjos- no había tenido nunca más importancia comercial que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local bastante amplio, en pieles de buey y añil. Los pesados galeones de alto bordo usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempestuoso, solían yacer sin moverse allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de los clipers, avanzan con el mero aleteo de sus velas; de ahí que esos galeones hubieran sido ahuyentados de Sulaco por las predominantes calmas de su vasto golfo. Algunos puertos del globo son de difícil acceso por sus traicioneros bajíos y arrecifes y las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones de un mundo de comerciantes en el augusto silencio del profundo Golfo Plácido, en cuyo fondo quedaba protegido, como dentro de un enorme templo semicircular y sin techumbre, abierto al océano, con sus muros de altas montañas, que ostentaban por colgaduras enlutados cortinajes de nubes.
Milán, viernes 3 de enero de 2023
Gogol, romántico alemán
Aún más que Pushkin, quien pudo liberarse de las influencias de la literatura europea para fundar la literatura rusa moderna, Gogol fue un adicto al romanticismo alemán. No fue la única víctima de esta dependencia. En Inglaterra, Coleridge, sensible a todas las dependencias, renovó la poética de los romántitcos alemanes. Gogol por su parte, no renovó nada, simplemente se sintió como un miembro más de la cofradía de grandes poetas y escritores tudescos. Sin uno de ellos, el gran E. T. A. Hoffmann, Gogol no hubiese escrito algunas de sus obras más populares como Diario de un loco y El retrato. Reconozco que estas filiaciones, a pesar de no tener nada de oscuras, sólo se me han revelado de manera tan clara después de releer, en la pulcra traducción francesa, el acontecido cuento de una pintura mágica, faustiana (Fausto es el héroe romántico por naturaleza, especialmente en la versión de Christopher Marlowe) publicado con ese sospechoso título, El retrato. Como se sabe, espejos y retratos son imágenes del yo romántico. Ambos son expresiones del doppelggänger, ese doble persecutorio tan difundido a finales del Siglo de las Luces y comienzos del romanticismo, y sobre el cual Hoffmann escribió, en Los elixires del diablo, la crónica definitiva. Sobre la inquietante aparición escribirán sus versiones otros “adictos” como Dostoievsky, Nerval, Maupassant y Melville. La aparición del doppelgänger no es la más recomendable. “Aquel que ve su doble frente debe morir”, escribió en un verso olvidado el olvidado Roger Gilbert- Lecomte. Y generalmente es así si incluimos la locura como una forma de muerte. Fue la salida que escogió Gogol para su héroe, un pintor que ejecutó el retrato de un mefistofélico usurero. No obstante, cristiano, como todo romántico, el escritor ruso le ofrece una salida a su personaje a través de la religión que lo llevará del infierno a la verdad revelada. Al despedirse del narrador, su hijo, el viejo maestro retirado lo conmina a buscar la pintura y destruirla. Es lo que se propone el joven, y cuando está a punto de cumplir el deseo del padre, el retrato desaparece misteriosamente. Actualmente se desconoce el nombre del propietario de la pintura maldita.
Alejandro Oliveros
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