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“Iba hacia Caracas en un taxi. Cuando prendí el teléfono, a la altura de Boca de Uchire, me enteré por las redes sociales lo que había pasado con César. Le dije al taxista: ‘¡Devuélvase, mi hijo está herido!’.
Los escuderos me contaron que ese sábado 27 de mayo en las manifestaciones en El Peñón del Faro, Lechería, había un policía sospechoso entre los guardias. César se separó del escudero y con las manos en alto le dijo:
—¿Me vas a matar? ¡Mátame, pues!
Fue un disparo certero. No fue mala suerte. Fue a él.
Dio dos pasos hacia atrás. Los compañeros lo atajaron y lo montaron en una moto.
¡No me dejen morir! ¡Llamen a mi mamá!
Entrando a la ambulancia le dijo a uno de los muchachos: ‘Dile a mi mamá que yo la amaba y que muero luchando por una Venezuela mejor para ella y mis hermanos’. Me imagino que él sentía que se iba a morir. Por desgracia, quien disparó, tiene su mismo apellido: Pereira.
Más de una vez le hice un show y lo saqué de una reunión política o de una manifestación. ‘César, mira todos los chamos que han matado… ¿Y si te llega a pasar algo a ti? Y si tú me amas tanto como siempre dices, ¿acaso no vas a pensar en mí?’
De niño, al salir del colegio se iba a trabajar en un mercado chino, embolsando las compras por las propinas. Tenía clientes fijos, así los llamaba. Si él no estaba en la caja, hacían la compra en otro momento. Tanto quiso trabajar, que le tuve que sacar un permiso en la LOPNA. Era parrandero y me decía mentiras para ir a rumbear. Si se quedaba en casa de algún amigo haciendo un trabajo de la universidad, me mandaba fotos de como si ya estuviera acostado. Eran fotos viejas, las repetía y yo lo cachaba. Era un muchacho de veinte años.
Tenía miedo de que le pasara algo, pero era muy terco y rebelde. Se sentía líder, daba ánimo al que se quería retirar y siempre quería estar adelante. Tenía labia y carisma. Envolvía a la gente. Estaba brava y no quería hablar con él hasta que me prometiera que se se iba a salir de las protestas.
En la terapia intensiva, César estaba al lado de Oscar Fuentes, herido con un tiro en la cabeza días antes protestando, atendidos por la misma doctora y conectado a un respirador. César podía respirar solo, pero no sobrevivió.
Creo que Dios me abandonó ese día.
En el IUTURLA, donde estudiaba Publicidad y Mercadeo, había un homenaje para César el día del entierro. Caminábamos acompañando el féretro y la GNB no nos dejó llegar. Íbamos solo con un muerto, mi hijo. No permití la confrontación, ni insultos, ni ponernos a su nivel y nos devolvimos.
A César lo lloraron otras mamás, y otros hermanos, y otras tías, y otros abuelos. Gente. Gente que yo no conocía. No tuve celos. Fue un orgullo ver cómo lo querían tanto. Quería ser el alcalde de Lechería.
Al día siguiente del entierro, estuve en el lugar donde pasó todo. Los muchachos me cubrieron la cara con una camisa para que no me reconocieran y me pusieron casco y guantes. Deseaban protegerme. Ya habían perdido a un compañero, dijeron. Quise sentir lo que vivió mi hijo. Conocer a su grupo. Al escudero, a los que lo recogieron y montaron en la moto. Quise involucrarme. Imaginar cómo había pasado todo, cómo mataron a mi hijo. Hicieron una barricada. Le recé. Le prendí una vela. Me fui a la misa de las seis de la tarde. No me quedé para el enfrentamiento”.
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Zulymar Villegas, 40, comerciante, madre de César Pereira.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 6 de junio de 2017.
Roberto Mata
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