Weiwei, un artista chino

23/11/2021

Ai Weiwei pasó los primeros años de su niñez viviendo en un hueco bajo tierra con su padre, Ai Qing, un poeta execrado por el Partido Comunista Chino y por Mao, de quién se consideraba amigo. El exilio interno en el noroeste de China, en la ciudad de Shihezi, cerca de Urumchi, en plena tierra de los Uigures, hizo la función de un barquito en la tormenta y les permitió a ambos sobrevivir al tifón político que acabó con la vida de tantos millones de personas. Humillado y castigado, pero nunca fusilado, gran consuelo. Weiwei comenzó a estudiar en un campo de trabajo forzado y aún recuerda los aforismos y citas del Gran Timonel que aprendió de memoria, así como la inclemencia de una naturaleza inhóspita que alcanzaba en invierno los 40 grados bajo cero. 

Hoy es considerado uno de los más importantes artistas del mundo y está residenciado en Portugal, desde donde nos entrega su autobiografía – 1000 años de alegrías y penas –, que sale publicada en 14 idiomas distintos simultáneamente. El libro es realmente un homenaje a su padre, un cuidadoso análisis del contexto histórico donde vivió, sin caer en denuncias xenofóbicas o polarizadas contra el gobierno de Xi Jinping, a pesar de estar en oposición abierta a sus políticas. Weiwei se enfrentó, por ejemplo, a otro conocido escritor chino en el exilio, Liao Yiwu, por la forma como éste denunció y atacó a su padre por haber sido miembro del Partido Comunista. Al margen del estudio de su obra artística, rica en implicaciones políticas, como una obra suya en la Documenta de Kassel en el 2015, en la cual participaron 1000 chinos de distintas condiciones, llevados especialmente a Alemania por el artista, su autobiografía es un ejercicio de lucidez, por la tierra donde nació y por la gente que ahí vive. El relato se inicia con el viaje de su papá a París en 1929, al igual que tantos otros comunistas, como Zhou Enlai y Den Xiaoping. Su estancia estará relacionada con la posterior acusación de derechista en los años cincuenta, ya consolidado el triunfo del Partido Comunista Chino sobre sus enemigos. Ai Qing conoció la furia del modernismo y el cosmopolitismo de las grandes ciudades, pero había regresado a su país para incorporarse a la guerra contra Japón y el Kuomintang, y hacerse miembro del PCC.

El poeta fue perseguido por la organización política que ayudó a formar, pero sigue siendo, aún después de muerto, un referente constante en la vida de su hijo: una brújula de honestidad, la determinación de buscar una auténtica expresión artística. A pesar de haber tenido que quemar sus libros y papeles para salvarse del saqueo de hogares realizado sistemáticamente por los Guardias Rojos durante la Revolución Cultural, Weiwei vio en las cenizas y en las llamas que devoraban los libros de su padre: “una fuerza que se extendió gradualmente a mi cuerpo y mente, hasta que maduró en una forma que aún el más fuerte de los enemigos consideraría intimidante.” Era un compromiso con la razón, con una idea de belleza, sin doblez o debilidad alguna, capaz de superar cualquier resistencia a la expresión personal o a la dignidad de la persona.

Asombra la falta de rencor, de odio, que recorre las páginas de este libro, más honesto que las memorias de Pablo Neruda, mejor tratado por la sociedad que combatió o que la de otros autores chinos, que han sufrido el horror de un totalitarismo eficiente y perdurable, capaz de sustentar en el tiempo una gobernabilidad un tanto perversa. A la larga, después del exilio en las montañas de Xinjiang, incapaz ya de identificarse con las nuevas realidades chinas y después de un breve intento de estudiar en la universidad en Beijing, Weiwei viaja Nueva York. Vive en un sótano, trabaja en lo que pueda y se hace amigo de Allen Ginsberg y otros escritores. Regresa a China doce años después, poco antes de la masacre de Tiananmén y es testigo de como Deng Xiaoping, alabado en Occidente por su apertura y tolerancia, decreta el toque de queda y saca a 300.000 soldados a la calle para atacar a estudiantes que lloraban la muerte de Hu Yaobang, secretario general del PCC y adalid de frustradas reformas políticas. 

¿Cómo oponerse a un gobierno así? El arte de Weiwei cambió. Se toma fotos destruyendo cerámicas de la dinastía Han o enseñándoles el dedo al Palacio Imperial (y a la Torre Eiffel y a la Casa Blanca en Washington). El desdén, escribe, es un abismo que ningún poder puede cruzar. Aun no ha sido inventado un mecanismo para silenciar la individualidad o su capacidad para burlarse de la ignorancia de las autoridades, ni parece posible construir un puente que comunique la indiferencia del mundo real, al menos el de la política y los intereses económicos, con las pasiones artísticas. El mercado del arte, las inversiones financieras en obras de grandes maestros, clásicos o contemporáneos, no le interesa ni están relacionado con su producción artística.

Y por supuesto, ocurrió lo que tenía que pasar. Empezaron a detener a sus colaboradores, borraron su nombre, trabajo y blog del internet, hasta que finalmente fue detenido en el año 2011 por “crímenes económicos”: evasión de impuestos y recepción de fondos extranjeros. Lo desaparecieron por tres meses, recluido en una prisión sin nombre, hasta que varios años después le devuelven su pasaporte y se va del país en el 2015. Estuvo primero en Alemania e Inglaterra, hoy está en Portugal con su mujer e hijo, intentando transmitir a su familia la generosidad y entereza de su papá y huyendo de la vanidad, los prejuicios y la vergüenza de ser considerado un objeto de valor para grandes galerías. En el fondo, y es una impresión a su favor, nunca ha salido de China.


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