Perspectivas

Escribir en la trampa

07/07/2021

[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Carolina Lozada.]

Fotografía de Vasco Szinetar

Cuenta Herta Müller que a los quince años su madre la llevó a comprar una piel de zorro. Una vez frente al cazador, ella le preguntó si al animal lo había cazado con escopeta. El hombre le respondió que las escopetas no son necesarias porque los zorros entran solos en la trampa. Aparte de nunca usar esa piel como abrigo porque siempre le espantó su hocico, sus garras, a Müller se le quedó grabada la frase del cazador y años más tarde cuando huyó de la Rumanía de Ceaucescu hacia Alemania occidental, específicamente hacia Berlín, no dejaba de pensar en sus amigos, en los que se quedaron en la trampa; ese lugar de donde no se puede salir ni se puede dar marcha atrás, donde puedes vivir pero sin lograr escapar de la situación. Dejaba atrás un territorio azuzado por el miedo como política de Estado, un país que mantenía a sus ciudadanos sometidos a la escasez y el desasosiego, a la amenaza y vigilancia constantes. Un lugar donde muchos debían prestarse al siniestro juego del colaboracionismo y la delación; cualquier movimiento contrario a la moral del partido era considerado traición.

Mientras Herta Müller se encontraba en el vagón, a punto de marcharse de su país-pesadilla, justo antes de que el tren se pusiera en marcha, uno de los oficiales se le acercó y le dijo: te pillaremos donde estés. Y sonrió, todos sonreían ante el terror que sus presencias producían en las víctimas de sus acosos.

La anécdota contada por la escritora hizo eco, se hizo rugido en mi interior: vivo y escribo en la trampa. No es el mismo tipo de trampa, la nuestra requiere menos trabajo personalizado; es decir, hasta el momento y por ahora (juro que me aterra mucho la posibilidad del “por ahora”) la mayoría de los habitantes no somos visitados por agentes que vienen a amenazarnos con el “deben portarse bien o de lo contrario iremos por ustedes”. Ahora gastan menos recursos, aprovechan los medios de difusión masivos para recordarnos con un mazo quién tiene el poder, el control y quién puede señalarte, humillarte y detenerte en el momento en que empieces a ser notoriamente incómodo para su obsesión de poder absoluto. En los últimos meses fuimos testigos de cómo dos escritores fueron detenidos por publicaciones suyas hechas en redes sociales. No los condenaron a una prisión por años, pero atentaron contra sus derechos civiles y constitucionales: no pueden salir del territorio nacional y deben presentarse eventualmente ante las autoridades. La piel del zorro muestra sus garras, por eso digo que tengo terror al “por ahora no estamos en el mismo tipo de trampa”, la nuestra todavía está afinando mecanismos.

El país en que nací me está negando mis derechos fundamentales: una vida sin acoso estatal ni discriminación por posición política, un sueldo que como una profesional me permita cubrir mis gastos diarios y otros, la tranquilidad del ir y venir, la seguridad que pueda ofrecerme la asistencia sanitaria en caso de enfermedad o accidente. Venezuela se ha convertido progresivamente en una trampa diseñada por unos fanáticos que parecen personajes sacados de «En la colonia penitenciaria», el cuento que Kafka curiosamente ubicó en el trópico. Como el oficial del relato que con meticulosidad enfermiza se encarga de engranar, pulir, admirar y mantener en perfecto estado la delirante máquina de tortura y condena, estas figuras aferradas al poder cumplen a cabalidad y disfrute su función de controlar, atormentar y humillar a sus gobernados.

Estar hoy aquí en una mesa de narradores venezolanos donde cada quien, desde sus distintos lugares de enunciación, dará cuenta de su propio testimonio de apego o desarraigo o de lo que sea que sienta por ese agujero abismal que se convirtió Venezuela, es una posibilidad de abrir la boca para repetir el eco que me dejó Herta Müller: estoy en la trampa, en la trampa pa pa pa. Mientras tanto, nuestros cazadores se ríen: ya no necesitan escopetas para matarnos; solo engrasar y pulir la máquina.

Visto desde afuera cualquiera pudiera decirme: si fuera cierto tu testimonio no podrías estar hablando estas cosas de modo tan deslenguado. De hecho, ya ha sucedido, me lo han acotado y yo he respondido: ese afinamiento es precisamente parte de la maquinaria: un poder que finge libertades, un poder que golpea y esconde la mano y se victimiza ante la comunidad internacional donde, desafortunadamente, todavía hay muchos que creen el cuento del gobierno de las buenas intenciones y la felicidad colectiva. La historia es largamente consabida. Es un cuento contado otras veces: Érase una vez un líder carismático que ofreció villas y castillos y se quedó con las villas y los castillos y al pueblo lo dejó en harapos.

Algunos entusiastas de nuestro sometimiento tratan de explicarnos (desde su concepción del mundo Imperio/Colonia, Derecha/Izquierda) a quienes vivimos dentro que nuestra sociedad es modélica. Por supuesto que somos modelo, un Frankenstein hecho de restos naufragados de una isla, una fotocopia de una fotocopia del fracaso, un Prometeo a la inversa: por fuego tenemos oscuridad.

El hostigamiento es diario y en dosis: cortes eléctricos, caídas de internet, transporte escaso, dolarización en un país cuyos asalariados, como los profesores universitarios, cobran sus sueldos en descoloridos bolívares. El etcétera es muy largo y no vine a hacer una crónica periodística porque no es mi campo ni mi intención. Vine a hablar de mi oficio y cómo logro escribir desde la trampa. Mi caso no es particular ni épico; tampoco estoy sola, en esta misma mesa me acompaña Oscar Marcano y en la otra mesa de narradores estará Krina Ber, que también vive en este país que adoptó como suyo. Insisto que no somos particulares ni épicos, hay escritores que han hecho su trabajo en las peores circunstancias imaginadas: guerras, hambrunas, prisiones, vigilancia y allanamientos de moradas. Cuando la Europa del Este estaba escondida detrás de cortina de hierro los autores eran silenciados y algunos empujados accidentalmente por los balcones. Los suicidaban, pues. A la propia Herta Müller la sometían a interrogatorios y la visitaban a diario los agentes al servicio de la dictadura para recordarle que ellos tenían el miedo en sus manos. Su compatriota Cărtărescu confiesa que las cuatro décadas de totalitarismo que padeció Rumanía le robaron su infancia y adolescencia y que en la tercera parte de su libro Cegador se “desquita” narrando la destrucción de su país. Si nos vamos hasta Rusia no dejo de pensar que a Marina Tsvietáieva la pusieron a pasar hambre y a barrer las oficinas de la Asociación de Escritores Soviéticos; así que la lista del oprobio y del intento de silenciamiento es desgraciadamente larga y dolorosa. Y sin embargo, se escribe. Claro que se escribe porque en el peor de los casos, en el más extremo de todos: en la imposibilidad del lápiz y del papel, los rudimentos más elementales para apuntar, se tiene la cabeza y las ideas y he ahí una libertad solitaria, porque escribir es también un ejercicio solitario.

Alguien preguntaba hace días cómo y por qué la gente sigue escribiendo en Venezuela a pesar de que todo juega en contra. Yo me reí amargamente, me pareció una pregunta fuera de lugar. Qué sería del horror si no hubiese un artista o un escritor que estuviera dispuesto a documentar, testimoniar, ficcionalizarlo. Alguien debe barrer los escombros, o algo así, decía la poeta polaca Wisława Szymborska después de la guerra. Aunque creo que un escritor no tiene la obligación de ser el documentalista de su época ni de su entorno, si lo quiere hacer está bien que lo haga, pero esas son decisiones personalísimas. Creo que quienes escriben tienen licencia para escaparse del horror que pueden estar viviendo bajo un régimen policial, una guerra o un acoso totalitario. Un escritor tiene el derecho de inventarse universos narrativos que lo alejen de la acechanza. No es su deber moral dar cuenta de la desgracia. Sin embargo, cuando se vive bajo el acecho y el sometimiento, es difícil escapar de la pulsión de nombrar esa oscuridad.

Alguna vez escribí un cuento llamado «Los pobladores», el argumento trata sobre una comunidad que repentinamente se ve asolada por un terror invisible, un malestar inefable que la trastorna y va desolando. Al final, solo una pareja de locos testarudos y el recuerdo de su hijo muerto se quedan en San Mateo; el paraíso perdido. Cuando lo escribí, el terror político no se había desatado de la manera que hoy lo conocemos; aún los muchachos no se nos habían ido de casa, la ropa harapienta no era la “Colección Venezuela 2000 siempre”, Bolívar todavía daba el rostro por la moneda nacional, yo tenía amigos que venían a merendar a nuestra casa. Poco a poco estos se fueron, y también otra gente y otra y otra. Y de repente Venezuela se convirtió en un país errante, una incomodidad para las naciones vecinas, un limbo para la política internacional.

En fin, que nos hemos quedado un poco solos. Y aquí detengo mi letanía porque decididamente no vine a llorar, vine a decir que escribo y lo hago por persistencia, por costumbre, por gusto, porque el cuerpo y la cabeza así me lo hacen saber, y este hecho no me hace heroica ni resistente; solo hago lo que ya para mí es un oficio.

No sé si un día podré, podremos escapar de la trampa. No sé si un día volveremos a una relativa normalidad donde seamos tratados nuevamente como ciudadanos y no como condenados con sentencia sin el debido proceso, como el personaje del cuento «En la colonia penitenciaria». Sé que nada volverá a ser como antes, nunca nada puede ser como antes. Mi temor y tristeza es ver cómo se nos desmorona cualquier posibilidad de salida de esta pesadilla. Y a la máquina en cualquier momento le ponen las rastras para tatuar en la piel la culpa: la culpa de estar, la culpa de ser.

Cuando se vive en la trampa, una debe crearse refugios para protegerse afectiva y mentalmente porque los cazadores juegan a desequilibrarte. Mi apartamento tiene pocos muebles, pero muchos libros y películas, tengo a Luis, a mis dos perros y a mis dos gatos, tengo a Irene que no me deja ahogarme en el pozo, tengo a estos queridos escritores que aceptaron unirse en estas mesas que en el fondo son un encuentro afectivo. Como no quiero lágrimas voy a cerrar con agradecimiento, primero a LASA y a todas las personas e instituciones que hicieron posible estas jornadas; y quiero agradecer especialmente a dos mujeres sin cuyo esfuerzo esto no sería posible: Magdalena López y Rosaura Guerra. Muchas gracias.


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