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…vivían poco tiempo llenos de sufrimientos a causa de su ignorancia,
pues no podían apartar de ellos una violencia desorbitada…
Hesíodo, Trabajos y días.
Aristóteles y la esclavitud natural
Al comienzo de la Política (1252 a), Aristóteles trata el polémico tema de la esclavitud por naturaleza. Para el filósofo, entre los humanos hay quienes por naturaleza (physei) deben mandar y los que, “por su propia salvación” (dià tên sôterían) deben ser mandados. Es natural que aquél que es capaz de “prever con su inteligencia” (têi dianoíai proorân) deba ser “jefe” (árkhon) y “amo” (despózon), mientras que aquél que puede ejecutar con su cuerpo (tôi sômati) las órdenes de sus señores debe ser esclavo (doûlon). Es interesante: Aristóteles dice que, en todo caso, el amo y el esclavo “tienen los mismos intereses”. Extrapolando las relaciones domésticas al conjunto de las naciones, Aristóteles da la razón a quienes dicen que “es correcto que los griegos manden sobre los bárbaros”, pues el filósofo entiende que “los bárbaros y los esclavos son lo mismo por naturaleza” (t’autò physei barbárôn kaì doûlon ón).
Me parece que es la primera vez que un pensador griego se ocupa de la relación entre griegos y bárbaros, intentando además sentar no solo las razones de un supremacismo helénico, sino también por qué este supremacismo se funda en la naturaleza. Es la inteligencia lo que otorga a ciertas personas la capacidad y la potestad de mandar. Por lo demás, quien manda y quien obedece coinciden en un mismo fin, que sería el de su propia supervivencia. Ser amo y ser esclavo no sería más que roles asignados por la naturaleza para un mismo fin: la preservación de la especie humana. Aristóteles es un científico y un filósofo biologicista, no un moralista. Explica, no predica. Para él, la esclavitud carece de dimensión moral. No tendremos que recordar que, con este pasaje, el filósofo dio un formidable argumento que no pudo despreciar Juan Ginés de Sepúlveda en su célebre controversia con el padre Las Casas. Pero esa es otra historia.
Cíclopes y bárbaros
Como suele suceder, la imaginación se adelanta a lo que después intenta discurrir la razón. Yo diría que, mucho antes que Aristóteles, Homero ya había intentado plasmar el arquetipo del bárbaro, al menos a partir de (o para, en este caso da igual) el imaginario griego. En el canto IX de la Odisea, el rey de Ítaca cuenta a los maravillados feacios el día que llegó a la isla de los Cíclopes:
“…Desde allí proseguimos navegando (…) y llegamos a la tierra de los Cíclopes, los soberbios (hyperphiálôn), los que no tienen ley (athemístôn); los que, obedientes a los dioses inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y cebada y viñas que producen vino de los gordos racimos, pues la lluvia de Zeus se los hace crecer. No tienen ágoras donde se emite consejo (agorài boulêphóroi) ni leyes (oúte thémistes); habitan las elevadas cumbres de las montañas en profundas cavernas y cada uno dicta leyes a sus hijos y esposas, y no se ocupan los unos de los otros” (Od. IX 105-114).
Pienso que los rasgos con que Homero describe a los Cíclopes definen icónica, pero también éticamente, el imaginario del bárbaro. Los Cíclopes son soberbios, no tienen leyes, no se ocupan de la agricultura sino que todo se les da espontáneamente, no tienen ágora (el centro de la vida comercial y política de la polis) ni leyes, sino que cada uno ordena a su mujer y a sus hijos lo que debe hacer. Finalmente, “no se ocupan los unos de los otros”, es decir, no practican la solidaridad, o para decirlo con la expresión de Aristóteles, “no comparten los mismos intereses”. En una palabra: no conocen la civilización, producto incuestionable de la inteligencia humana. Su estado se parece mucho al del hombre primitivo de la Edad de Oro, tal y como lo describe el mito de Hesíodo. Pero hay más: Homero los describe con todos sus rasgos monstruosos. Además de ese único ojo en medio de la frente, son gigantes, tienen una fuerza descomunal y hieden insoportablemente. Como si fuera poco, tienen la mala costumbre de merendarse a sus huéspedes, cosa que enfurece a Zeus.
No hará falta notar que la descripción del Cíclope, y por tanto del bárbaro, se articula a partir de lo que un griego antiguo entendía que era su propia civilización. La concepción del bárbaro, pues, surge de un imaginario negativo, un “antiimaginario”, si queremos llamarlo así. Como dicen Cusset y Salamon (À la rencontre de l’étranger, Paris, 2008), el bárbaro no existe por sí mismo, sino que nace del juicio negativo de quien no se reconoce en él, en ese extranjero que viene de lejos. Así, a menudo cae en una calificación despreciativa, en el juicio negativo que conlleva una falta de civilización, de humanidad, o simplemente de semejanzas. Hay en el bárbaro algo negativo que tiende a excluirlo del círculo incierto de la humanidad, al mismo título que el salvaje, el bruto o incluso el animal. Debe ser entonces, necesariamente, inferior y sumiso.
Supremacismo ético, supremacismo intelectual
La superioridad griega es eminentemente intelectual y ética, no física. La mitología es elocuente. Rubios (xanthói) son Apolo, el “rubio Febo”, y la “dorada” Afrodita, y el epíteto homérico para Atenea es glaukópis, “de ojos claros”. Jenófanes, en todo caso, lo tiene claro. Dice en el fragmento 14 D: “Los etíopes afirman que sus dioses son chatos y negros, pero los dioses de los tracios tienen los ojos azules y son pelirrojos”. Si a un griego de los tiempos de Jenófanes se le hubiera preguntado por los tracios, hubiera respondido sin dudar: son bárbaros. Respecto de los humanos, la cosa no es diferente. Rubia es la hermosísima Helena, “semejante a una diosa”, pero pocos más, a pesar de Hollywood. Salvo el “rubio Menelao”, célebre cornudo, los héroes de la Ilíada son descritos casi siempre como morenos y hermosos, lo que no impide que tengan “aspecto de dioses”, theoeidês. En el Papiro de Oxirrinco 1800 y en la Suda se afirma que Safo era bastante morena y baja de estatura, sin embargo Alceo (384 LP) dijo que era “divina”, théia, y Platón, según la Antología Palatina, no se cansa de decir que la Décima Musa era “hermosa”, kalá. El problema no es, pues, físico. En la Andrómaca de Eurípides, Hermíone se escandaliza de que entre los bárbaros sea común la práctica del incesto:
“Así es toda esa ralea extranjera. El padre se une con la hija, el hijo con la madre, la muchacha con el hermano, los seres más queridos mueren de asesinato, y la ley no impide ninguna de esas cosas” (vv. 173-176).
Para los antiguos griegos y romanos, la superioridad frente al otro es, repito, intelectual y moral. Como pasa casi siempre con Aristóteles, su texto no hizo más que abrir camino a otras consideraciones. Especialmente en Roma, cuyas legiones tuvieron que verse cara a cara con bárbaros de verdad en sus tantas guerras fronterizas, se hará hincapié en la superioridad moral de los hijos de Rómulo. En sus Historias (I 65), Polibio resalta que la confrontación entre romanos y cartagineses servirá para estudiar “la diferencia que hay, y en qué grado, entre las costumbres heteróclitas y bárbaras, y las de los pueblos que han sido formados por disciplinas, instituciones y costumbres cívicas”. Por su parte Tito Livio, en su Historia romana (XXVIII 17, 1-9), resalta la falta de palabra de los bárbaros, “para quienes la fidelidad depende de la fortuna”. Veleyo Patérculo, en su Historia romana (II 117), lo dirá de esta manera:
“Quinto Varo, que comandaba la armada que se encontraba en Germania, creyó que seres que no tenían nada de humano, excepto la palabra y la apariencia física, eran hombres y que si, de hecho, no podían ser reducidos por la espada, al menos podrían ser pacificados por el derecho (…) Pero los germanos, que son –lo que costaría creer a alguno que no tenga la experiencia- extremadamente brutos en su inmensa barbarie, pertenecían a un pueblo nacido para la mentira…”
Es claro que, para el historiador romano, hace falta más que aspecto y palabra para ser un hombre. La condición humana depende claramente de su adecuación a los valores romanos. Por lo demás, parece que las cabelleras rubias cortadas a los prisioneros de guerra germanos se vendían muy bien en la Urbe, donde se convertían en pelucas para satisfacer la coquetería de las romanas. Así se desprende de un epigrama de Marcial (XIV 26) y de una elegía de Propercio (II 18).
* * *
Es verdad, del otro lado de la balanza se encontraban los que defendían que no existían ciudades ni naciones diferentes, sino que el mundo es todo una sola polis y el género humano sus ciudadanos. Después de la muerte de Aristóteles los estoicos, fundándose en la experiencia del imperio universal de Alejandro, sostuvieron que “no debemos considerarnos ciudadanos de estados y pueblos diferentes, sino que hemos de considerar a todos los hombres como paisanos y conciudadanos” (Plutarco, De la virtud y fortuna de Alejandro, 329 a). Por lo visto, como en tantas otras cosas, los griegos supieron acuñar ambas caras de la moneda, sentando, como vemos, las bases de un pensamiento cosmopolita, pero también las de un discurso autóctono, xenófobo y supremacista que todavía hoy, a pesar de los tristes resultados que exhibe, parece seguir disfrutando de un auditorio creciente.
Mariano Nava Contreras
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