Fotografía de STREETER LECKA | GETTY IMAGES NORTH AMERICA | Getty Images via AFP
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“¿Carajito tú fildeas?”- le preguntó el señor que estaba con un bate en el terreno, al muchacho sentado encima del dogout.
“¡Sí, yo sé fildear!”, le contestó el muchachachito entusiasmado.
No tenía clases. Era 12 de octubre, y como era día de fiesta, él se fue en el autobús de la ruta de Chacaito, desde su casa en la parroquia llamada “El Cementerio” hasta el Estadio Universitario de Caracas. Siempre iba acompañado de amigos, les gustaba ver las prácticas. Había asistido a varios juegos la temporada anterior, en la que Baudilio Díaz impuso el récord de 20 jonrones. Esta vez fue solo. El béisbol era su gran pasión y él sabía que había prácticas, porque le gustaba leer el “Meridiano”.
“¡Bájate de ahí y ven acá!”, le dijo el técnico.
Él no sabía quién le hablaba, pero pensaba que debía ser importante, porque estaba ahí uniformado, en el terreno, dirigiendo la práctica de los Leones del Caracas, que estaban por iniciar la temporada 1980-1981. Andrés Galarraga cogía roletazos en primera base y Leonardo Hernández por la antesala.
Su tarea era recoger las pelotas y lanzarlas de vuelta. El señor le dio un guante y lo puso a fildear. Los dos infielders lo cuidaban lanzándole la bola de un bounce, para evitar que saliera lastimado. Era un niño de 10 años de edad que jugaba pelota infantil.
Estuvo toda la práctica ayudando, haciendo lo que le indicaba el veterano jugador. Conversando, entre un tiro y otro, le preguntó por qué usaba el “17”. Él le respondió que era la suma de las letras de su nombre.
Así conocieron Javier Bracamonte y el hombre que le cambió la vida, Alfonso Carrasquel.
Al día siguiente regresó, como le pidieron, y empezó a hacerle mandados al equipo. Compraba café, sándwiches, hamburguesas, parrillas, perros calientes o arepas. A Baudilio Díaz le gustaban las de “El Tropezón”, una arepera ubicada muy cerca del estadio. Antonio “Loco” Torres le daba unos “fuertes” para que le llevara alguna chuchería y le dejaba el vuelto. El “Loco” siempre llevaba esas monedas de cinco bolívares en los bolsillos, para repartirlo entre los niños.
Cuando el equipo estaba en Caracas, él ayudaba a “El Loro” Jacinto Betancourt en las tareas del clubhouse, mientras escuchaba sus consejos y los de “Chivita” Lezama. Se iba temprano porque tenía que ir a la escuela. Por eso ansiaba que llegara el fin de semana con los Leones en casa. El estadio era su parque. Lo adoptaron, era útil y era buen chico. Recuerda a “Cachupín” que manejaba la seguridad y a “El Mudo”, el chofer del autobús del equipo, como dos personas que también influyeron en aquellos años.
Así fue creciendo hasta que llegó a adolescente, viviendo experiencias inolvidables con los jugadores criollos y los importados. Por ejemplo, recuerda que sus primeros 10 dólares se los dio Ron Gardenhire, quien era especial con él. Su esposa hacía galletas y Ron las regalaba al jovencito. Un día lo recordaron cuando coincidieron en Detroit.
El dólar costaba Bs. 4,30. Cambió el billete, y los 43 bolívares los guardó en una alcancía que le había regalado su maestra Omaira, cuando terminó el sexto grado, en la Escuela “Consuelo Navas Tovar”.
Otra anécdota es con Gary Pettis, quien lo esperaba para llevarlo a comer y luego caminaban por Sabana Grande. El jugador se iba al Anauco Hilton y él tomaba el autobús a su casa. Era aquella Caracas… Años más tarde, cuando conoció a Dante Pettis, “le conté lo buena gente que fue conmigo su papá”.
Con Urbano Lugo hijo, tiene una amistad muy estrecha. El lanzador lo dejaba quedarse en su casa cuando se hacía muy tarde. Es como su hermano mayor, aún le pide la bendición a Urbanito, quien también vive en Houston.
Javier jugó pelota menor hasta la categoría Junior. Practicaba en la academia de los Yankees y firmó con los Cocodrilos de la Liga de Verano. También acordó con Cabimas, gracias a Pompeyo Davalillo, y se quedó en la paralela con el equipo de Carora.
En 1992 estuvo entre las dos ligas (verano y paralela). Al año siguiente Cabimas lo dejó libre, pero a él no le avisaron. No estaba en la lista, así que se fue para el Zulia. Por no aparecer entre los dejados en libertad, debieron pagarle un mes. Nadie en el equipo grande sabía quién era él, pues había estado jugando en Carora. Se fue al terminal y regresó a Caracas en autobús. No olvida que ese día. A los minutos de pasar por Las Tejerías, ocurrió el terrible accidente de la explosión del gasoducto en el que murieron 42 personas, el 28 de septiembre de 1993.
Siguió practicando y al año siguiente regresó a la Liga de Verano. Cocodrilos lo cedió en préstamo a los Tucanes de Guayana, porque no había cupo para él. Esa pasantía terminó con los guayaneses ganando el campeonato con una base por bolas que le dio Julio Machado. Al año siguiente regresó con los saurios.
En la temporada 1994-1995, Phil Regan fue nombrado manager de los Orioles de Baltimore y Pompeyo Davalillo asumió las riendas de los Leones. Le pidió que fuese su “batboy coach”. Hacía su trabajo en la práctica, era recoge bates durante el juego y en el clubhouse ayudaba en todo. Esa temporada los Leones ganaron el campeonato ante las Águilas.
Al regresar de la Serie del Caribe en Puerto Rico, Javier Bracamonte decidió irse a Houston. Trabajó en UPS descargando los paquetes de los aviones y después en Pizza Hut, donde conoció a una joven con quien empezó a salir. Ella trabajaba como recepcionista en una peluquería, y por esas vueltas que da la vida, la dueña tenía un hijo que entrenaba béisbol con un jugador de las Ligas Menores. A la chica le tocaba hacer las citas de las prácticas del jovencito, así que un día se le ocurrió contarle a la señora que su novio era pelotero. Ella no sabía nada de béisbol, ni para quien había jugado Javier, pero tenía en su cartera una barajita, una tarjeta de béisbol con su nombre, para probar que él había sido un profesional en Venezuela. La señora se interesó en conocerlo, necesitaba que le diera práctica a un equipo de 25 niños, porque el jugador que los preparaba estaba activo en las menores con Kansas City y no podía seguir. Javier aceptó, le pagaban 20 dólares la hora. En unas semanas el equipo se hizo más numeroso y el tiempo de trabajo diario aumentó. Había encontrado un trabajo que disfrutaba y con el que ganaba buen dinero.
Siempre mantuvo contacto con los jugadores venezolanos. Con Bob Abreu y Richard Hidalgo, especialmente. Le hacía diligencias a los dos, los recibió cuando subieron a las Grandes Ligas con los Astros. Lo que necesitaran, ahí estaba él.
En 2001, recibió una llamada de Richard Hidalgo preguntándole si estaba disponible para lanzar la práctica al día siguiente. La historia a partir de aquí la cuenta Javier así:
“Yo creía que me estaba hablando para que le tirara la práctica a él, porque yo hacía eso, pero me dice que vaya al estadio de los Astros, que él les habló de mí y les dijo que yo podía tirar una práctica una hora, sin parar. Llegué pensando que me iban a probar, pero el coach de pitcheo me dijo de una vez que trabajara con el segundo grupo. Recuerdo que Lance Berkman me dijo medio en serio, medio en broma, ‘por favor, no me vayas a pegar la pelota’. Todo ese año me quedé ahí haciendo únicamente eso en Houston”.
En 2002 los Astros lo incluyeron en la nómina como catcher de bullpen. Le dieron locker, le ofrecieron varios números y él eligió el 85. Cuando cuenta cómo fue ese día, se emociona ¿quién no?
Así comenzó su historia de ya casi 20 años en las Grandes Ligas, donde la única manera de llegar y permanecer, es con trabajo duro.
Al terminar la temporada de 2003, llevó a su mamá a Houston, ahí le diagnosticaron cáncer de pulmón. Fue atendida por los mejores médicos durante los tres meses que estuvo hospitalizada, uno de ellos lo orientó para recibir ayuda y cubrir los gastos. Ella regresó a Venezuela con una enfermera para que la asistiera, y al poco tiempo falleció. Javier no pudo ir a acompañarla, sufrió mucho por eso.
Era enero de 2004. Sus amigos Tomás Pérez, José Castillo y Urbano Lugo, reunieron una buena cantidad de dinero para apoyar a su familia. Ya había perdido a su papá en febrero de 1989, manejaba un camión y al verse rodeado de manifestantes que amenazaban con quemarle el vehículo, le dio un infarto. De él lo que más recuerda son sus enseñanzas de vida y la importancia de la lealtad y ser agradecido. Se le quiebra la voz cuando lo cuenta.
Estaba por comenzar el Spring Training con los Astros de Houston. Había dos nuevos lanzadores: Andy Pettite y Roger Clemens.
Con el Cohete Tejano hizo una conexión de inmediato. Aún no comenzaban los entrenamientos, pero se vieron en el estadio y el pítcher le pidió que fuese a su casa para trabajar unos lanzamientos. En la conversación normal de dos compañeros que se están conociendo, salió el tema de su reciente pérdida, a Clemens le conmovió que estuviera trabajando, habían pasado dos semanas nada más.
“Mi mamá había fallecido el 14 de enero y la mamá de Clemens estaba enferma. Estuvimos hablando eso. Comenzamos a trabajar, y al terminar la práctica, Roger me dijo que seguiríamos practicando en su casa, hasta que comenzó el Spring Training. Incluso me vine con él a Houston una semana antes para seguir juntos la preparación.
Nunca llegó tarde, compartió conmigo sus conocimientos, me orientó para hacerlo de la mejor manera. Estaba pendiente de mi familia, su esposa le enviaba detalles a mi hija.
El día que se murió la mamá de Roger, después del juego, nos dimos un abrazo de amigos.
Yo le agradezco todos sus consejos, cómo poner la mano, abrir el pecho, cuidar el codo. Aprendí mucho con él. Me aprendí sus rutinas, sus secuencias.”
Al Juego de las Estrellas en 2005, Roger Clemens se lo llevó en su avión privado a Detroit, no quería trabajar con más nadie para soltar el brazo. Por eso fue testigo de los 41 jonrones de Bob Abreu en el HR Derby, uno de sus recuerdos favoritos.
Ese año los Astros perdieron la Serie Mundial con los Medias Blancas de Ozzie Guillén.
“Con Andy Pettite fue otro con quien me sentí muy bien. En un Spring Training trabajamos 5 innings y ponchamos a 8 bateadores, en ese juego le di una línea a Fausto Carmona que estaba lanzado 96 MPH.”
En 19 años en las Grandes Ligas, ha aprendido a trabajar con todo tipo de lanzadores.
“Los que no tiran un strike en la práctica y luego lanzan un juegazo. Los pitchers que parece que lanzan una bola que luego cae en strike o que parece que lanzan un strike que cae en bola.”
Se siente bien con la sabermetría, ha sabido adaptarse con gusto. Entiende que es una herramienta que hay que conocer, discutir y procesar para sacarle lo mejor. No tiene por qué anular el instinto, es un complemento.
Destaca la calidad de José Altuve y cuenta su historia con fascinación, hace un recuento de todo lo que ha trabajado.
Por lo pronto, agradece sumar otro año haciendo lo que tanto ama. Estar uniformado en un campo de béisbol de Grandes Ligas, con casi 51 años, es seguir viviendo un sueño.
Lo ha visto todo en el béisbol: juegos sin hits ni carreras, juegos perfectos, montones de batazos con las bases llenas, robos de home, ha estado en 4 Juegos de Estrellas, playoffs, y ha perdido y ganado Series Mundiales.
“Hay que trabajar mucho, estar dispuesto a hacer lo que sea necesario, prácticas extra, preparar al que acaba de subir, ocuparse de todo”.
Nadie está en las Grandes Ligas sólo por suerte, claro que la suerte es importante, pero el éxito se construye sobre todo con disciplina y pasión por lo que se hace.
Quise preguntarle a Omar Vizquel, quien conoce a Javier Bracamonte desde que llegó a los Leones, cómo lo recuerda y qué piensa de lo que ha sido su historia:
“Es un incansable del béisbol, limpiaba los zapatos, lavaba y planchaba la ropa, si había que salir a las 5 de la mañana, él lo hacía. Quecha bullpen, tira práctica de bateo, coge outfield, ayuda en los dobleplays, es una chispa indiscutible, además de que sabe mucho porque desde chamito está metido en un clubhouse y sabe todas las historias. Es un tipo muy veterano que sabe de todo.
¡Imagínate, catcher particular de Roger Clemens! Desde chamo hasta ahorita, un incansable. Un matrimonio legítimo con el béisbol, y además es tremendo pana, demasiado pana”.
Javier Bracamonte es una tromba de memorias del béisbol, es un personaje para escucharle cuentos por horas, hemos tenido ese privilegio.
Es muy divertido, nos contó de una vez que un manager le dijo que iba a “inventar” una jugada, y cuando comenzó a explicarla, él lo interrumpió. El técnico lo dejó desarrollar la idea y luego le preguntó dónde había visto esa acción: “Esa jugada la inventó hace años Pompeyo Davalillo”.
En esta entrevista soltó una frase que debe ir sola:
“He visto a algunos managers hacer cada cosa, que estoy seguro de que Pompeyo Davalillo podría dirigir en Grandes Ligas, de espaldas”.
Dice que el béisbol le ha dado todo. Él ha sabido tomarlo. Desde aquella mañana cuando “Chico” le pidió que bajara al terreno y le entregó su guante, comenzó el singular recorrido que lo llevó a las Mayores.
Esta semana Javier Bracamonte fue noticia, porque en una práctica de los Astros en el Minute Maid Park de Houston, los outfielders ya habían terminado su trabajo y él estaba fildeando elevados en los jardines, como tantas veces, e hizo una jugada con un batazo de Alex Bregman que de inmediato recorrió las redes sociales de las cuentas asociadas al beisbol. Persiguió la pelota y la atrapó en la carrera (vídeo cortesía de Mark Berman).
La exhibición de su buena forma quedó grabada, pero esa condición a sus 50 años es obvia, imaginemos cómo es recibir pelotas a esos pitchers que lanzan 98 MPH y más.
Fue una nota refrescante que me sirvió de excusa para contarles quién es Javier Bracamonte, el batboy de los Leones del Caracas que llegó a las Grandes Ligas.
¡Si lo viera Pompeyo!
Mari Montes
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