Literatura

La cena que recrea y enamora

09/07/2020

El Banquete (1958), de René Magritte

1

Alguna vez escribí que la oración es el hecho capital de mi vida y que de ella ha dependido, en no poca medida, mi madurez y la fructificación global de mi espíritu. También escribí que el Dios incómodo de la oración me hace salir desnudo a la intemperie, exige de mí niveles cada vez más altos de conciencia y libertad, destroza con su sola e interpelante presencia el mecanismo de mis mentiras sutiles, la malla impalpable de mis miedos recónditos, la urdimbre de mis inconfesadas neurosis, y que cada vez que con esfuerzo le abro campo a ese Dios de la oración en mitad de mi existencia, Él barre literalmente (no sé con qué empuje vertical, con qué puntería atómica) los pactos secretos que establezco con el tedio y la inercia.

De modo que, a lo largo de casi toda mi vida, he procurado ser un hombre de oración. Aunque, por supuesto, también arrastro una voluminosa carga de deslealtades en este ámbito: muchísimas veces no he orado como debía; por desatención y negligencia he abandonado o realizado a medias el trabajo psíquico y espiritual que implica situarse en la presencia de Dios y hacer que los propios actos se conviertan en ecos de ese perseverante trabajo; e igualmente en numerosas ocasiones me han ganado la batalla interior el ruido, el ajetreo y la cotidianidad sometida a la falta de centro: la “diversión” pascaliana, en una palabra.

El descubrimiento de la oración fue muy temprano en mi existencia. Se inició ya en la niñez. El silencio de la capilla del colegio condensaba para mí, incluso sensorialmente, la atracción que me producía una presencia, desde el punto de vista cualitativo diferente de todas las demás, que siempre permanecía, tácita pero experimentable, aguardándome, convocándome. San Agustín en Las Confesiones, afirma que cuando él dice que ama a Dios habla de un color, un olor y un sabor muy específicos, que integran esa suerte de atractivo sensible emanado por la presencia de Dios en el último fondo de la propia interioridad. Desde mi infancia me ha sido dado reconocer ese color, ese sabor y ese olor que no se confunden con ningún otro y que siempre acompañan a la certeza, igualmente vívida para el niño que yo era, de tener una cita entrañable con Alguien, viviente en aquel silencio pero que me esperaba de modo permanente en lo profundo de mí mismo, donde Él respiraba a sus anchas si yo intentaba acordar los ritmos de mi subjetividad con el de esa respiración.

Posteriormente, estudiando ya secundaria y, sobre todo, durante los años transcurridos dentro de la Compañía de Jesús, se afianzó, consolidó y ensanchó mi vivencia personal de la oración, no sólo de manera práctica sino también teórica (tengo contraída una gran deuda de gratitud con algunos libros para mí cruciales en esta materia). Pero puedo afirmar que, habiendo dejado desde hace casi cuarenta años de ser un jesuita, y orgulloso como estoy de saberme laico, ninguna otra experiencia existencial, ni estética, ni erótico-afectiva, ni sensual, se compara en magnitud vital a la que en mi vida ha significado la oración. Durante los años en los que, por diversos reacomodos mentales, puse entre paréntesis mi fe religiosa, la oración era mi nostalgia secreta y continua. Volver a la práctica de la fe representó el gozo indesmentido de reencontrarme con ella.

Pero éste es el momento de aclarar un malentendido que se ha suscitado con respecto a mí. Como he escrito varios textos sobre la oración y mi experiencia como orante (incluso un alumno de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela está escribiendo su tesis de licenciatura en torno a la relación, en mi trabajo literario, entre poema y oración), alguna gente, en parte por ingenuidad y en otro sentido por ignorancia, me han calificado a mí de “místico”. Y esa calificación encierra una crasa falsedad. Deseo a este respecto relatarte una anécdota autobiográfica que ilustra bien la naturaleza de aquel equívoco. Siendo yo un estudiante jesuita de filosofía, mi director espiritual era un teólogo y profesor de ética en varias facultades de la Universidad Católica. Un día, después de una conversación que sostuve con él, me dijo que le parecía que yo estaba accediendo a ese nivel de la vida espiritual que Teresa de Ávila denomina quinta morada, signado por ―son también palabras de la santa carmelita la “oración de quietud”. Voy a explicarte brevemente de qué se trata. La vía mística para Teresa transcurre a lo largo de siete etapas, que para ella son a la vez espacios de la interioridad y determinados lapsos de tiempo. A esas etapas ella las llama Moradas. En la primera morada el sujeto todavía permanece volcado hacia las solicitaciones de su entorno ―no hay que olvidar que el trayecto teresiano es un proceso de progresiva interiorización hacia el centro mismo de la subjetividad humana, habitado por la presencia vivificante de Dios―.

Por eso, tanto la primera como la segunda moradas son etapas de autocontención y disciplina: se trata de escuchar la convocatoria abismal que viene del interior y reorganizar la existencia en función de atender a esa convocatoria. En la tercera morada se produce una crisis: una extraordinaria sequedad íntima y persistente impide todo gozo durante la oración; ésta se vuelve desabrida, un muro opaco se interpone entre el orante y su universo interno. Es una señal que el sujeto debe calibrar, tomando conciencia de la necesidad de trascender la máscara de ejemplaridad religiosa que a estas alturas caracteriza su percepción de Dios y de sí mismo, para abandonarse cada vez más a una confianza ensanchada por la espera. En el seno de esa confianza expectante, el sujeto es abierto a otro ritmo, a otro desacostumbrado pentagrama de música interior, dentro del cual la melodía no es impuesta por él, por sus egóticas demandas, sino por Otro que orquesta sinfónicamente sus lapsos y sus plazos. En la cuarta morada empieza la trayectoria mística propiamente dicha: por debajo de los pensamientos e imágenes que pueblan la mente del orante, éste experimenta una especie de dulce sosiego, de paz extraña y sabrosa que lo conecta con lo profundo de sí mismo y le obsequia la certeza de que Dios mismo está actuando, hasta sensitivamente, en su interioridad. Es lo que Teresa denomina, en Las Moradas, “oración de recogimiento”, signada por lo que ella llama “gustos”, diferenciándolos de los “contentos”. Estos últimos son las alegrías y satisfacciones que se experimentan connaturalmente al entender o imaginar cosas relativas a Dios y que provocan gozo y tranquilidad mientras se medita en ellas. Los “gustos” ―y la “oración de recogimiento” los involucra― son suavísimas palpitaciones de alegría que no tienen causa aparente, porque pueden presentarse en cualquier momento, y que dilatan la subjetividad, centrándola, interiorizándola y haciéndola comulgar, de modo espontáneo, con Dios. La “oración de recogimiento” representa el preludio de la “oración de quietud”, protagonista de la quinta morada: dentro de esta última el hombre o la mujer no puede pensar durante la oración, se siente irrevocablemente llamado a no aplicar el entendimiento racional y discursivo al orar; por el contrario, una suerte de quieta pero imponente eclosión afectiva ocupa el primer plano de su conciencia: todo él está invadido, engolfado por ese oleaje afectivo que ya le impide discurrir, meditar como lo hacía antes (para Teresa meditar consiste precisamente en pensar delante de Dios), e inclusive imaginar a voluntad. Ello se vuelve ahora imposible: la “oración de quietud” trasciende por sí misma la mecánica discursiva del pensamiento especulativo e instala al ser humano en una nueva y decisiva etapa del trayecto místico donde lo que cuenta no es la actividad voluntaria del sujeto sino, por así decirlo, su pasividad consciente, su abandono, su “dejarse” hacer ante la iniciativa amorosa del Otro.

Pues bien, volviendo a la anécdota que empecé a narrarte, ésa era la etapa, la de la “oración de quietud”, a la cual yo, según mi director espiritual, había llegado. Cuando escuché tal diagnóstico de mi vida espiritual, no sólo me quedé perplejo, sino que también me hinché interiormente de autosatisfacción, del peor tipo de vanagloria que existe: la vanagloria religiosa, muy propia de la mentalidad farisaica, aquella para la cual la virtud y la calidad espiritual interesan porque simplemente refuerzan la positiva imagen mental que se tiene de sí mismo. Ya me creía un místico…Tardé pocas semanas en darme cuenta que mi director espiritual estaba equivocado: yo no podía dejar de pensar mientras oraba, para mí la aplicación del pensamiento racional y discursivo a la materia mental de la oración constituía una necesidad imperiosa. Y es así hasta el día de hoy. Si el arranque verdadero de la vía mística es la “oración de quietud”, yo no he sido ni soy un místico: siempre me he desenvuelto, como orante, en el ámbito de las primeras cuatro moradas. De modo que aquellos que me califican de místico sencillamente no saben lo que dicen. A estas alturas de mi existencia he llegado a comprender que conmigo Dios sabe lo que hace: si él me concediera la gracia de la “oración de quietud”, ello enseguida sería para mí un motivo de presunción, alimentaría en mi caso la hoguera de las ínfulas egóticas; tal vanidad terminaría por mermar y agostar el impulso espiritual que me lleva a la oración.

De modo que, de alguna manera, yo persisto en el ABC de la vida de oración, en los primeros pasos de ésta, caracterizados por las formas discursivas de la meditación, que exigen la a menudo penosa puesta en juego del entendimiento, la memoria, la imaginación y los sentidos para finalmente suscitar los movimientos de la voluntad. De todas maneras, y esto es algo que todo orante sabe por experiencia, el rol del pensamiento discursivo-racional es en la oración secundario. La oración se realiza de verdad cuando se produce un “toque” sensible en la afectividad, cuando accedemos a una especie de renovada “conciencia afectiva” de las cosas, cuando un cierto acorde de la atención “erótica” ante los objetos, materiales, psíquicos o espirituales resuena en nuestra interioridad (entendiendo por “erótica”, a la manera de Freud, como la fuerza interna del deseo que nos hace hambrear más y más vida, más y más energía vital), propulsando a veces una inédita captación del mundo. La inteligencia, en la oración, sólo cumple el papel de desbrozar el camino por donde entra esa epifanía afectiva. Ignacio de Loyola lo vio claro cuando escribió en el libro de los Ejercicios Espirituales: “No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas internamente”.

Así pues, el genuino peligro al meditar radica en intelectualizar la oración. Ese es un peligro muy propio del hombre y la mujer occidentales y es la constante tentación de mi experiencia como orante. La oración no es un lapso de tiempo dedicado a la introspección analítica, ni a la vivisección racional, ni al sopesamiento epistemológico de la realidad. En eso están de acuerdo todas las tradiciones espirituales de la humanidad, y la mística es la forma más alta y acabada de la oración, la meta que está implícita en ella. Todo hombre y mujer orante conoce por experiencia que incluso cuando medita, cuando piensa, imagina o recuerda mientras ora, debe acallar el ruido interior que produce la máquina discursiva del pensamiento, con el objetivo de privilegiar el “sentir y gustar” internamente la textura mental de la materia sobre la cual está orando o, también, el relámpago de la intuición, que ilumina de modo global, penetrante y con frecuencia insólito esa misma materia. ¿Qué busca el koan que el maestro zen le propone al discípulo, esa especie de acertijo o parábola aparentemente absurdos (por ejemplo: ¿Cuál es el sonido cuando se aplaude con una sola mano?), sino arrancar de raíz la pretensión vorazmente especulativa del pensamiento discursivo para hacer acceder al sujeto al momento iluminativo del satori, dentro del cual una súbita intuición omniabarcante, meta racional, tiene la última palabra?

Hay místicos más especulativos, (pienso sobre todo en Meister Eckhart) que otros, pero todos nos alertan acerca de la necesidad de que el intelecto se subordine durante la oración a la demanda insondable del deseo afectivamente constituido. San Juan de la Cruz al evocar un rapto místico habla de un “entender no entendiendo (…) toda ciencia trascendiendo”.

Se desprende de ciertas anotaciones contenidas en los Diarios de Robert Musil, el escritor austríaco, que una de las características más llamativas de los hombres de ciencia con los que él trataba todos los días era que siendo inteligencias superiores llevaban vidas emocionalmente vulgares y mediocres. Esta división existencial representó el escollo que sorteó con éxito, en los albores de la civilización occidental, la filosofía griega. Esta quiso ser siempre, no una pura especulación intelectiva, sino más bien una terapéutica del alma, elaborada por y para todo el hombre, integralmente concebido: mente y corazón, intelecto y sentimiento, razón y emoción. Los místicos siempre nos han alertado sobre la exigencia ética que se desprende del acto mismo de orar: que toda nuestra vida cotidiana se parezca a la meditación y a la oración que hacemos. Por eso mismo la teología de los místicos es una teología de rodillas (como dicen que, en la baja Edad Media, pintaba sus cuadros Fra Angélico).

Para evitar la intelectualización de la oración y lograr la simplicidad o sencillez que comporta toda auténtica contemplación (para Santo Tomás de Aquino contemplar consiste en “el disfrute sencillo de la verdad”), a través de la cual la actividad del sujeto se reduce a acoger la presencia amorosa que se le otorga por pura benevolencia, desde hace unos meses estoy experimentando un método en realidad muy antiguo (se remonta a los Padres del desierto, en los primeros siglos del cristianismo) que consiste en la repetición dulce, acompasada y sosegada de un mantra durante veinte minutos por la mañana y veinte minutos por la tarde (el mantra es una palabra o frase corta). Esa es toda la oración. Es como si se cantara el mantra interiormente. El objetivo consiste en hacerse uno con el sonido interno de la palabra o de la frase, o, mejor dicho, con el proceso de su enunciación, de su canto interior. Se trata de convertirse uno en el sonido mismo. La palabra o la frase absorben toda la atención. De ese modo se consigue una oración simple, unificada, que involucra al hombre entero: el corazón, el entendimiento y los sentidos. Pero aún no me decido a abandonar la teresiana meditación, no sé si por mera inercia del hábito o porque en mi vida ha rendido frutos psíquicos y espirituales abundantes. Lo que sí hago con frecuencia, ya repita el mantra o ya medite, es terminar mi rato de oración como lo hacia Simone Weil a comienzos de la década de los cuarenta cuando trabajaba con los campesinos de la Francia Meridional en la recolección de la vendimia: recitar mentalmente, despacio y con toda la atención de la que soy capaz, el Padre Nuestro.

Entonces, no soy un místico pero, como te decía, he procurado y procuro ser un hombre de oración. Eso es lo único que, en resumen, le pide Teresa a su lector: que se atreva a orar, venciendo la inercia, el prejuicio y la mera comodidad existencial. Si lo hace, si tiene el coraje de hacerlo, iniciará, aun sin saberlo, una dinámica interior que ya no se detendrá, repleta de hallazgos, de aventuras, de inesperados reacomodos que vuelven más bella la vida, de inéditas perspectivas desde las cuales encarar con renovado asombro el prodigio que es existir sobre la tierra. Yo he aceptado esa invitación. Y no me arrepiento de ello; antes al contrario, lo agradezco como un don y un privilegio inmerecidos.

Hablando de dones y privilegios inmerecidos, deseo en este momento decirte que, a pesar de que en el estricto sentido de la palabra disto de ser un místico, a los veintiún años de edad fui protagonista de una experiencia esencialmente mística. Sucedió en la capilla de una casita de La Pastora donde vivíamos seis estudiantes jesuitas de filosofía bajo la tutela de un entrañable superior, por supuesto mucho mayor que nosotros. Estaba yo haciendo oración cuando de pronto el silencio se transformó en un abismo macrocósmico, dentro del cual se hizo psíquica, e incluso sensorialmente, tangible una presencia que disolvía todas las nociones y todos los conceptos y todas las palabras que yo conocía referentes a Dios: era un vacio total y, sin embargo, al mismo tiempo Alguien, sólo que literalmente innombrable, a quien no podía aplicar el contenido de ninguna imagen hasta ese momento concebida por mí. Y el núcleo de lo que ese abismo me manifestó en aquella ocasión con el solo despliegue fáctico de su presencia consistió en una crucial toma de conciencia de que ella, esa infinita plenitud vacía, más causante de dicha y paz de lo que yo había imaginado y experimentado nunca en mi relación con lo divino, estaba en el fondo de todo lo que yo deseaba; de modo que lo que este Alguien inimaginable quería era lo mismo que lo que deseaba mi deseo. De repente caí insondablemente en la cuenta: qué absurdo, qué estúpido, qué imposible resulta no querer lo que Él quiere, porque ello no significa otra cosa que no querer lo que quiero.

Este es el contenido de aquella experiencia interior, ocurrida hace cuarenta años, cuya melodía espiritual se prolongó en mi mente y mi cuerpo a lo largo de varias semanas. No voy a seguir hablándote de ello: temería enlodar publicitariamente una intimidad sagrada. La palabra “mística” viene del vocablo griego myen que significa “cerrar la boca”. Un místico solo habla de modo indirecto de sus vivencias. Si he decidido comunicarte lo referente a tal experiencia lo hago con el propósito de señalarte que Dios es totalmente impredecible: quebranta, cuando así lo quiere, moldes, métodos y expectativas doctrinales ya consabidos y consagrados. Si tuvo a bien mostrarle al hombre irrisoriamente imperfecto que era yo a los veintiún años, como lo continúo siendo a los sesenta y uno, un destello repentino de su naturaleza, es porque no se somete a esquemas previos: siempre resulta sorprendente e inédito. Lo expresa bien la audaz y sabia ironía de estos versos de Ernesto Cardenal:

“’Oración de quietud’, después de ‘unión…’
Santa Teresa tiene el Vademécum.
Rompe conmigo tus esquemas.
Aunque tengamos una relación clandestina, ilícita”.

2

Ahora bien, si me preguntas cuáles son las lecciones específicas que podemos extraer de los textos a través de los cuales los místicos aluden a su experiencia religiosa, y sacan las consecuencias teóricas y prácticas que se desprenden de ella, te hablaré en concreto de tres aportes básicos que, todavía hoy, en pleno siglo XXI, resultan decisivos para la autocomprensión del hombre.

En primer lugar, la importancia antropológica de lo que llamamos alma. Continuamente aparece esta palabra en la obra de los místicos. ¿Qué es lo que implica, para nosotros, esa categoría conceptual?

Tú sabes que la de alma es una antiquísima noción órfica. Aproximadamente desde los siglos VII y VI anteriores a Cristo, los órficos se dedicaron a proclamar, por primera vez en la órbita cultural de Occidente, que el ser humano estaba constituido por dos elementos antagónicos: uno espiritual, interior y eterno, el alma, y otro material, externo y corruptible, el cuerpo. A través de algunas prácticas ascéticas y rituales, el hombre, según ellos, debía, por así decirlo, progresivamente “descorporificarse”, es decir, desatar las amarras instintivas y pulsoniales que lo unen a la materialidad del cuerpo para espiritualizarse cada vez más, hasta transformarse en sólo una especie de “alma viviente”. Sin esta doctrina, brotada en la periferia de la cultura griega pero que paulatinamente iba a adquirir un peso específico dentro de ella, no es posible explicarse a Heráclito, a Pitágoras, a Empédocles, a Platón, a cierto Aristóteles, a los neoplatónicos y a los gnósticos. Por la vía de estos teóricos los postulados órficos van a penetrar en el pensamiento judeo-cristiano: pensamiento cuya matriz cultural básica, o sea, la mentalidad bíblica, se oponía a todo aquel dualismo antropológico del orfismo y preconizaba, por el contrario, una visión indivisa, unitaria, del hombre. Para la más antigua y genuina mente hebrea no existe en el ser humano una supuesta entidad espiritual separada o separable del cuerpo.

Pero hasta finales de la Edad Media, la sombra doctrinal de los órficos se proyectó sobre toda la manera en que el hombre occidental se entendía a sí mismo y obraba cotidianamente en consecuencia. El cuerpo como cárcel del alma, la vida intramundana como “valle de lágrimas”, el cosmos como destierro mero y doloroso lugar de prueba y transito rumbo a la visión beatífica que nos esperaría más allá de la muerte, el menosprecio de la materia: todos esos elementos de la visión antropológica heredada en última instancia del orfismo van a entrar en crisis con el advenimiento de la mentalidad moderna, cuya primera gran expresión cultural es el Renacimiento. El hombre moderno, a partir del siglo XVI, descubre la autonomía del mundo creado, el peso específico de la interna legalidad cósmica, cuyo funcionamiento no requiere de intervenciones puntuales de tipo sobrenatural. En la Edad Media, lo sobrenatural bañaba toda la realidad intramundana: estaba ―vamos a decirlo de ese modo– a la vuelta de cualquier esquina de la cotidianidad del hombre y del universo. Con el nuevo descubrimiento de la autonomía de lo creado, el hombre occidental moderno valoriza ahora al máximo la vida cósmica y terrestre (incluidos lo material y lo corpóreo), y restituye la prioridad del placer como un derecho humano inobjetable.

Todo este logro no se produce, como es lógico, sin el trauma espiritual que significa la toma de conciencia de la distancia que separa ahora la tierra del cielo. El Barroco ―siglo XVII constituye el momento histórico donde hace eclosión esa toma de conciencia: el tormento psíquico y espiritual que ésta provoca y recorre vertebralmente la actitud barroca ante lo real. A diferencia de lo que sucede en el canto gregoriano, dentro del cual el sonido es solamente vehículo y transparencia, en la música barroca el sonido se vuelca sobre sí mismo, goza de su propio despliegue autónomo, se deleita con la introvertida entidad de su propio espesor. La música barroca no es ni puede ser transparente, no puede ser en prioridad vehículo de nada que no sea ella misma (incluso cuando tematiza asuntos religiosos) sencillamente porque se siente ante todo convocada a dar cuenta de la materia opaca toda materia es opaca que es el propio sonido abandonado a sí mismo, cuando ya no vehicula sino disfruta el desarrollo inmanente de su materialidad. Y no empleo de modo casual esta última palabra: la música del barroco significa ni más ni menos que el redescubrimiento de la materia en sí misma, considerada sin conexión directa con la trascendencia. Ese espesor del mundo material lo redescubre el barroco, entre otros ámbitos, en el área del sonido. A partir de allí, el vínculo con la trascendencia tiene que ser indirecto: el cosmos es autónomo, ostenta un entramado interno que lo constituye sin incidencias verticales de la divinidad. Nuestra relación con ésta solamente puede ocurrir a través de la indispensable mediación de las cosas concretas del mundo.

Este es el tipo de mentalidad desde el cual nosotros, hombres y mujeres trabajados íntimamente por todo lo que tiene de irreversible la modernidad, nos aproximamos a la realidad. Somos espontáneamente no-dualistas, como lo era la mente bíblica. Nos sentimos dispuestos a aprobar y a celebrar a Teilhard de Chardin cuando festeja, casi de manera lírica, la “santidad de la materia”. Valorizamos la vida cósmica y terrenal, no como una prisión, ni como un destierro, ni como un “valle de lágrimas”, sino como la única y a menudo placentera espacio-temporalidad que nos ha sido obsequiada para nuestra autorrealización personal e histórica, siempre amenazada por el sufrimiento, al que tenemos que transfigurar y transmutar en energía vital, en neguentropía. La concepción medieval de las realidades intramundanas nos parece, con razón, dolorista, represora, masoquista y reductora. Aparentemente los órficos ya no tienen nada que decirnos.

Y sin embargo, algunos, dentro del marco contemporáneo de nuestra civilización, siguiendo a los místicos nos hemos propuesto a reivindicar la antigua noción de alma. Porque ella, desprendida de todo dualismo y de cualquier tipo de menosprecio o desvalorización de la corporalidad humana y de la materialidad del universo, rescata para nosotros el “adentro” de la subjetividad, ese polo interior irreductible, ese espacio de carnalidad subjetiva que, en medio de las relaciones sociales y de la mayor comunión con nuestros semejantes, no se pierde, ni se enajena, ni se disuelve y que, resultando tan intransferible como nuestro mismo cuerpo, constituye un lugar de nuestra responsabilidad. ¿No viene a ser necesario dentro de un contexto civilizatorio donde sobreabundan tantas solicitaciones del entorno que compulsivamente nos extrovierten, tanta contaminación visual y auditiva que nos distrae, desorienta y divierte ―en el sentido pascaliano―, donde tanto aparataje tecnológico nos pone en el peligro de descentrarnos y alienarnos, no viene a ser necesario, digo, afirmar la necesidad del reconocimiento, el cultivo y disfrute de aquello que he llamado carnalidad subjetiva (y que guarda afinidad con lo que en la Antigüedad se denominó, y se llama todavía así en la escuela de Jung, psique), de nuestra insondable dimensión interior? Reconocimiento, cultivo y disfrute que requieren, como sus condiciones de posibilidad, silencio, cierto margen de soledad y capacidad de disciplina.

En nuestra cultura, los místicos han representado siempre el mejor testimonio de la existencia ―y de los gozos y padecimientos que acompañan a su reconocimiento― de la interioridad humana. Por eso mismo, ellos nos hablan del alma. Si somos lectores modernos ―o posmodernos de los místicos podremos desnudar a esa palabra alma de la cáscara dualista que en muchos casos la reviste dentro de sus textos, cáscara explicable por razones de historia cultural, y quedarnos con la pulpa conceptual y simbólica de lo que nos desean transmitir, a saber: que existe un fondo último del sujeto, una enorme densidad interna en el ser humano, tan dotados de insólita y abismal dignidad que su centro está habitado por la divinidad misma. Teresa lo dice explícitamente en unos de los capítulos dedicados a las cuartas moradas: “(…) hay un mundo interior acá adentro” y “(…) veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces”. No sobra afirmar que esa dignidad de nuestra alma, así entendida, es rigurosamente simultánea de la dignidad de nuestro cuerpo: nuestra gigantesca densidad interior no sería posible sin el altísimo grado de formalización biológica que nos constituye como humanos.

Pero quiero decirte algo más sobre la relación del alma con la experiencia mística y la oración y la meditación. Para Rafael López Pedraza, el alma es también “el registro interno y emocional del acontecer vivido”. Durante años, los primeros minutos que ocupaban mi media hora diaria de oración consistían en procesar y calibrar emocionalmente los diversos acontecimientos de la jornada (mi oración ha sido y es preferiblemente nocturna): los encuentros interpersonales, los libros leídos, las piezas de música escuchadas, la película vista, los paisajes naturales o urbanos contemplados, las páginas escritas, la sinfonía de detalles sensoriales que nutrió la vida de mis sentidos, los dolores padecidos y las alegrías experimentadas… Yo me dedicaba a sopesar las resonancias afectivas que me había dejado espiritual, psíquica y corporalmente todo ello, aplicando la memoria, la imaginación y el balance de la inteligencia. Hablo en copretérito ―“consistía”, “me dedicaba” porque ya mi meditación se ha propulsado hacia otros horizontes y se nutre de métodos diferentes. Ese calibramiento afectivo del día era quizá un eco de lo aprendido en la escuela espiritual ignaciana: el “examen de conciencia” que a mediodía y por la noche jalonaba mi jornada como novicio jesuita. Pero se trataba ahora de un examen no restrictivo ni punitivo, ni siquiera verticalmente moralizante, sino ante todo emocional, una manera de asir el hilo afectivo y sensitivo que teje mi historia personal, de traer a la conciencia el argumento cotidiano de la narratividad psíquica que me permea por dentro y la sombra arrojada por ésta sobre mi existencia volitiva, pero también intelectiva y aun física. Creo que éste puede ser un método apropiado de meditación y, si se lo realiza en la presencia de Dios, igualmente de oración. Un método accesible, en su manifestación más laica, incluso al no-creyente. Si el alma es, entre otras cosas, “registro interno y emocional del acontecer vivido”, se trataría de un modo específico de contribuir a la tarea que el mismo López Pedraza, siguiendo a James Hillman, llama “hacer alma”. Lo afirma muy bien este gran teórico y terapeuta jungiano, Hillman:

se “hace alma” cuando somos capaces “de apreciar la inteligibilidad inherente a los modelos cualitativos de los sucesos”; y también: “en el momento en que cada cosa, cada suceso, se presenta de nuevo como una realidad psíquica (…) entonces estoy atrapado en una duradera e íntima conversación con la materia”

El desafío permanente inscrito en esta órbita existencial consiste en no des-almarse, no ser un des-almado. Cada vez que renunciamos a la soledad y el silencio para no estar-con-nosotros-mismos y desatendemos el desenvolvimiento de nuestra interioridad, automáticamente nos des-almamos.

La segunda gran lección que se desprende de la obra y, globalmente, de la experiencia de los místicos radica en el carácter fruitivo de esa misma experiencia. Cada vez que se presenta en un ser humano, el fenómeno místico lo hace como una forma superior de placer, como una inopinada alegría, como la irrupción de un momento inolvidable de felicidad. A este respecto, se ha podido hablar de los textos de Santa Teresa como de una verdadera “taxonomía del goce”: lo que decide el paso de una morada a otra, de un estadio existencial a otro en la vida de oración, es la calidad particular del goce que experimenta el sujeto en cada uno de esos estadios o moradas; le corresponde a él discernir, a través del examen inteligente del goce que está experimentando, en cuál etapa del trayecto místico se encuentra. Lo que me interesa señalarte es que si el fenómeno místico viene a constituir uno de los más densos y plenos instantes de encuentro personal con el Dios vivo, y forma parte esencial de su naturaleza manifestarse siempre de manera fruitiva, como un gozo a menudo inenarrable, podemos deducir de ello que los seres humanos hemos sido creados para el júbilo, que la alegría es ontológicamente anterior al dolor, y superior a él, que el universo es en última instancia danza y juego a los que hemos sido convocados, que el gozo es la consonancia, la armonía entre el ritmo interno y el externo, entre el ritmo de abajo y el de arriba, entre el ritmo de la criatura y el de Dios. Recuerda al Nietzsche de Así hablaba Zaratustra: “La alegría es más profunda que la pena. / El dolor dice: / ¡pasa y acaba!. / Pero toda alegría quiere eternidad, / ¡quiere la profunda eternidad!”

Sólo añadiría que, de acuerdo con Spinoza, toda alegría supone y brota de una intensificación de nuestro contacto con la realidad (la tristeza desvanece ese contacto, en ese sentido nos des-realiza). El gozo del místico significa todo lo contrario de una ensoñación o de una alucinación: remite a una intensa relación con el corazón de lo real. Si constituye una apertura espiritual, psíquica y corpórea a la gran coreografía cósmica de la que formamos parte, ese gozo también enviscera la realidad misma del mundo.

Y estos últimos conceptos nos introducen ya en la tercera lección que podemos extraer de la experiencia mística y, concomitantemente, de la vivencia de la oración y la meditación. Esa lección se sintetiza en dos palabras: atención y espera.

Ante todo, atención. La oración es una escuela permanente de atención, una disciplina espiritual y psicológica que nos educa para estar atentos, raigalmente atentos a lo que existe. La oración dista absolutamente de ser un opio mental, un soporífero, un impenitente paraíso artificial, un simple refugio sublimatorio. Orar, en definitiva, no es sino estar atento. Afirma Simone Weil: “la oración está hecha de atención. La oración es la orientación hacia Dios de toda la atención de que el alma es capaz (…) La calidez del corazón no puede suplirla”. En nuestra conversación sobre la locura te mencioné que para Weil “todas las clases de atención no son más que formas degradadas de la atención religiosa”. Siendo la mística la más alta forma de oración, concluimos que ella es un modo supremo de estar atento.

Todas las tradiciones religiosas señalan que el despertar, con lo que implica de insólita atención ante la realidad, constituye el arranque mismo de la vida del espíritu. En esta materia el budismo es enfático: la palabra Buda significa en sánscrito El despierto. Se trata de despertar para siempre de la somnolencia gregaria y maquinal dentro de la cual pernocta espiritualmente la mayoría de los seres humanos. Los procedimientos de los maestros zen tienden a elevar la atención hacia su punto más alto de intensidad. El resultado según el Dasabhumika Sutra viene a ser el siguiente:

“Es como un hombre que en sueños se halla en medio de un gran río y trata de alcanzar la otra orilla; reúne toda su energía y lucha por todos los medios posibles. Y merced a ese esfuerzo para cumplir su propósito, se despierta del sueño, y una vez despierto sus ansias se calman”

El despertar de la angustiosa pesadilla que significa existir en la ignorancia de cómo es en realidad la vida se hace evidencia consciente cuando irrumpe, gracias al trabajo de la atención sostenida, el momento iluminativo, el satori. Pero igualmente el Evangelio insiste: “¡Atención estén despiertos…!” (Mc 13,33) y también: “Velen y oren para no sucumbir en la prueba” (Mc 14,38). En el castellano peninsular la palabra tiene más fuerza: “Velad”. Despertar y velar son, tanto en el budismo como en el cristianismo, el fruto del esfuerzo meditativo y orante por estar atentos al mundo, no como lo imaginamos ensoñadoramente, sino como es. Se trata de lograr una lucidez ardiente que se manifieste al calcinar y convertir en cenizas los estereotipos y prejuicios, los “reflejos condicionados” de la conciencia, esa especie de clisés instalados en los más inapresables intersticios de nuestro psiquismo, a través de los cuales fluye gran parte de nuestro mundo reflexivo y emocional. No somos nosotros los que pensamos por su intermedio; es el contexto sin rostro que nos rodea el que, apoyándose en esos polvorientos lugares comunes convertidos en esqueleto de nuestra vida consciente, nos piensa.

Para hablarte de los alcances de esa lucidez ardiente hecha de atención, y de su inmediata consecuencia existencial: la espera, relacionándola con la oración y la experiencia mística, no se me ocurre nada mejor que apelar a algunas imágenes simbólicas entresacadas de la mitología y la literatura, especialmente griegas, así como también del Evangelio. Le debo a Simone Weil (¡una vez más!) la hermenéutica de algunas de esas imágenes, pero yo me voy a apartar a veces de la lectura que ella hace de estas, modalizando y modificando su interpretación cuando lo considere conveniente a los fines de lo que me propongo decirte en esta oportunidad. Sí me parece necesario afirmarte que no utilizo aquí esas imágenes a título de meros ejemplos ilustrativos, sino como genuinas herramientas cognoscitivas.

La primera está contenida en la última parte del Canto XIII de La Odisea. A Ulises unos marineros feacios lo han trasladado de sitio mientras dormía y despierta en un lugar desconocido. La nostalgia de Ítaca lo desgarra interiormente. Al despertar, una niebla profusa inunda el espacio donde se encuentra. De pronto, Atenea le abre los ojos: se da cuenta que se halla en la misma Ítaca. La diosa de la sabiduría le muestra algunos sitios emblemáticos para que se convenza de que ha regresado a su patria: el puerto de Forcis, “un olivo frondoso”, la gruta “agradable y amena” consagrada a Las Náyades, la cumbre del Monte Nérito. La niebla se evapora: Ulises reconoce ahora que se encuentra en el lugar que ha movilizado su anhelo durante largo tiempo.

Si La Odisea constituye la representación simbólica de la aventura humana; si Ulises somos todos y cada uno de nosotros, ese momento de su sueño y de su desconocimiento de Ítaca cifra un símbolo que nos corresponde desentrañar. Para abordarlo, comencemos con un breve relato de Borges:

“Soñé que salía de otro [sueño] ―populoso de cataclismos y tumultos― y que me despertaba en una pieza irreconocible. Clareaba: una detenida luz general definía el pie de la cama de fierro, la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco. Pensé con miedo ¿dónde estoy?, y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer. El miedo creció en mí. Pensé: esta vigilia desconsolada ya es el infierno, esta vigilia sin destino será ya mi eternidad. Entonces desperté de veras: temblando”

En instantes de depresión y melancolía radicales, todos hemos sido protagonistas de la experiencia infernal de sentirnos exilados del mundo. No hace falta ser un católico devoto del siglo XIV para experimentar la realidad del universo, en ocasiones neurálgicas de nuestra vida, de acuerdo al imaginario desplegado por la “Salve Regina”: “gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, “los desterrados hijos de Eva”. Son momentos de existencial desarraigo, de extranjeridad sensible, consciente o inconsciente. Y no creas que esos momentos constituyen sólo estados de ánimo. ¿Cómo no percibirse exiliado en un universo retratado por el célebre científico del siglo XX, Jacques Monod, como “sordo a nuestras esperanzas, sufrimientos y crímenes?”. Esa supuesta sordera del universo ante el clamor ontológico que nosotros configuramos en medio de él es el desiderátum filosófico de la obra de Monod, El azar y la necesidad. ¿Y no hay un cierto eco de destierro existencial con respecto al mundo en aquella noción del Heidegger de Ser y tiempo, según la cual hemos sido arrojados a la realidad, con lo que ese “ser arrojados” connota de violencia gratuita, de decisión inconsulta sobre nosotros?

Y sin embargo… Como Ulises, aunque no lo sepamos, aunque pretendamos no saberlo, aunque vivamos psíquica y espiritualmente dormidos, estamos en Ítaca, nos encontramos en nuestra única patria, en la meta natural de todo el viaje repleto de peligros y asechanzas que un día emprendimos. La sabiduría nos abre los ojos: hemos sido implantados en el mundo, no arrojados a él, como formula Zubiri corrigiendo a Heidegger. Estamos en nuestro país natal: como en el minicuento de Borges, no reconocer el lugar donde nos hallamos trae automáticamente aparejado el desconocimiento, el vertical e involuntario olvido de nuestra propia identidad. Ese no reconocernos, esa amnesia, equivalen al infierno. Al despertar comprendemos, temblando, que el cosmos como patria siempre estuvo allí, aguardándonos y que la pesadilla consistió simplemente en no darnos cuenta de ello. La oración es el ámbito propicio para ese reconocimiento. A través de ella entendemos que el mundo se manifiesta ante nosotros como un conjunto de formas, colores, atmósferas, estructuras que no son sólo signos codificados que hay que descifrar sino también una fisonomía a contemplar. Fue la intensa experiencia orante de Francisco de Asís la que lo capacitó para contemplar el rostro del mundo iluminado por la luz del día inicial de la creación y para gozar del sol, del agua, del fuego como si disfrutara de ellos siempre por primera vez. La mística implica una cosmología copernicanamente opuesta a la de Monod: “en lo cual parece al alma que todo el universo es un mar de amor en el que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor”[1]. La oración nos adiestra para no intentar escapar de la realidad del mundo ni intelectual ni prácticamente. Hasta tal punto que un resumen de lo que en ese sentido ha consistido la lección impartida a mi existencia psíquica por la actividad orante son estas palabras de James Hillman, a su manera profundamente religiosas:

“Dios, el mundo, todas las cosas, pueden ir a para a la nada, víctimas de las construcciones nihilistas, de las dudas metafísicas, de la desesperación. Lo que queda cuando todo perece es el rostro de las cosas tal como son. Cuando no tengamos a dónde acudir, volvámonos hacia el rostro que hay ante nosotros, encaremos el mundo”

Al alba, se disipan por influjo de la sabiduría el sueño y la niebla. Ulises reconoce a Ítaca. Sí, mi oración me ha enseñado a deletrear el alfabeto del mundo, a amar esta tierra como a mí mismo y a habitar su hogar irrenunciable.

La segunda imagen simbólica, extraída de la literatura griega, que podemos relacionar con la atención, y por consiguiente con la oración y la experiencia mística, es la que aparece en los versos 1224 al 1228 de la Electra de Sófocles. Weil, afirma que hay un “sentido místico” en la escena que describen esos versos:

“¡Oh, bendita sea la luz!

―Bendita sea la luz, es verdad.

¡Oh, voz! ¿Has venido?

―Ya no te enterarás por otros.

¡Te tengo en mis brazos!

―Como ojalá me tengas siempre”

El sentido místico está condensado en la alusión a la luz que impregna el diálogo. Se trata de la conversación entre dos hermanos. Electra, hija de un padre otrora poderoso y ahora reducida a la esclavitud, encuentra a un joven que le comunica la muerte de su hermano Orestes, a quien hace mucho tiempo que no ha visto y cuyo recuerdo es el único acorde de dulzura que ha permanecido intacto por años en su memoria. Y ahora, en el instante de su abismal desamparo, descubre que ese joven a quien mira es Orestes mismo, su hermano.

El resplandor inédito que permite reconocer al hermano en el desconocido, con todo lo que ese descubrimiento comporta de alegría y ternura, induce al momento iluminativo propio de la experiencia mística, en especial la que se vive en la tradición judeo-cristiana. En efecto, todo el judeo-cristianismo se sintetiza en la pregunta de Dios a Caín: “¿Dónde está tu hermano?”[2]. Traducida del lenguaje místico a la historia, esa pregunta se concretiza en esta otra: “Defendió la causa del pobre y del indigente: ¿no es eso conocerme?”[3]. Porque es inherente a una experiencia religiosa que privilegia la historia como el espacio básico del encuentro con Dios la abismal vivencia de la relación con la alteridad personal. La fe judeo-cristiana, y la mística que surge de ella, arrancan de la convicción vivenciada de que yo mismo soy un regalo que el Otro me hace (mi ser es un don: el Otro me obsequia la existencia y me mantiene en ella). Y los otros, los demás que me rodean, son imágenes y semejanzas del Otro absoluto, de la radical alteridad personal. De modo que Dios, el intemporal e inmutable Dios al que muchos adoran en búsquedas que quieren ser ahistoricistas, cuando no antihistoricistas, se hizo Él mismo carne temporal e histórica, carne llagada con las marcas que supone asumir adultamente la indigencia creadora y laboriosa del tiempo, y al hacerlo, nos relanzó a la historia que asumió; a sus glorias, asechanzas y miserias, con el único objetivo de construir una casa fraternal para el desampara humano, casa que no es otra cosa que Él hecho presencia viva entre nosotros.

Así, pues, el pobre, la víctima y el excluido constituyen la manifestación por antonomasia del despliegue en la historia de la alteridad personal. Sólo la interpelación que ellos encarnan es, frente al solipsismo de la mismidad yoica, verdadera alteridad. Solo en ellos se revela la genuina otredad, asimétrica con respecto al “mundo del yo” ―el de la propiedad privada, como mi proyección individual sobre los objetos que instrumentalizo, en mí necesidad de autoafirmación. Sólo en ellos existe la trascendencia que me hace salir de la mismidad solitaria y original del yo. Sólo ellos concretan la verdadera experiencia del Otro.

Reconocer al hermano en el desconocido, en medio de la luz que posibilita y estimula ese reconocimiento siempre ha sido un logro de la atención orante. Forma parte esencial de la dinámica interna de la experiencia mística, constituyéndose en un instante irremplazable de ella ―hablo de la mística judeo-cristiana, pero tangencialmente también de otros tipos de mística― la atención que se prodiga al prójimo, al hermano, sobre todo si éste sufre en el cuerpo o en el alma. Santa Teresa lo expresó de manera insuperable en esta especie de consigna a colocar a las puertas de cualquier clase de oración y meditación cristianas: “… no está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho. Y así, lo que más os moviere a amar, eso haced”. De forma lapidaria lo formuló también Franz Kafka, el judío Franz Kafka: “la relación con el prójimo es la relación con la plegaria”.

Electra mira al extraño, y gracias a una luz que se le otorga como una dádiva, descubre en él a Orestes, su hermano. Cada vez que nuestra capacidad de atención opera místicamente ese milagro, el milagro que significa reconocer al hermano en el prójimo desconocido que está a nuestro lado, accedemos, sin la menor duda, a la bienaventuranza (“¡Oh, voz! ¿Has venido? / (…) ¡Te tengo en mis brazos!”). Y, cristianamente hablando, nos realizamos como orantes.

*

[1] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canc Z, N. II.
[2] Génesis 4, 9
[3] Jeremías 22,16

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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci en dos partes  el 7 y el 14 de enero de 2017


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