Fotografía de Julio Cesar AGUILAR | AFP
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En una reciente entrevista aparecida en el diario español El País, la señora Alicia Bárcena, jefa de la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL) y bióloga de profesión, informaba en tono fatalista que América Latina había perdido el tren de la política industrial y la innovación. Tal afirmación, viniendo de la persona encargada de la comisión creada por las Naciones Unidas para promover el desarrollo económico y social de la región, no puede sino afianzar el desaliento que los latinoamericanos sentimos ante nuestro incierto futuro. Sin embargo, algo de esa afirmación no parece encajar en los diversos esfuerzos que muchos países de la región hicieron por lograr su industrialización, esfuerzos impulsados ideológicamente por la misma CEPAL. En efecto, desde su nacimiento a finales de la década del 40 del siglo XX, la CEPAL impulsó su tesis doctrinaria desarrollista/estructuralista de la mano de economistas como Raúl Prébisch y Celso Furtado quienes sostenían que, para poder romper la dependencia centro-periferia, Latinoamérica debía ir a un profundo proceso de sustitución de las importaciones provenientes de los países desarrollados si querían en algún futuro alcanzar también su propia industrialización. Y muchos países de la región siguieron los consejos de la CEPAL con convicción religiosa. En mayor o menor medida y en función de los recursos disponibles para ello, la gran mayoría de los países latinoamericanos diseñaron sus planes de una industrialización local enfocada en una sustitución progresiva de los productos e insumos importados, bajo la irrefutable creencia de que ése era el camino adecuado para alcanzar el bienestar que se observaba en los llamados países del primer mundo. Venezuela, gracias a los ingentes ingresos petroleros, fue el país de la región que más rápido implementó la política de sustitución de importaciones al punto que, ya para el año 1968, la industria nacional cubría un 82% de la demanda local [1]. Más aún, según el estudio La Política Comercial Venezolana: Pasado, Presente y Futuro, recién culminado bajo los auspicios de la Fundación Konrad Adenauer y enmarcado dentro del Programa Reto País de la Universidad Católica Andrés Bello, pudimos observar que Venezuela resultó el tercer país, solo detrás de EE. UU. y Brasil, con el coeficiente de importaciones de insumos más bajo de la región. Esto refleja que el proceso de sustitución de importaciones como modelo industrializador seguido en Venezuela resultó tan extendido que logró una altísima complementariedad interindustrial. Tan baja dependencia de insumos importados permitía al país operar sus industrias con un elevado nivel de valor agregado nacional, condición primordial para darle sostenibilidad a un desarrollo industrial de largo plazo. Sin embargo, y a pesar de todo aquel gran esfuerzo de recursos humanos y financieros, para nadie es un secreto que Venezuela no logró romper con su dependencia petrolera y hoy nos muestra ese parque industrial en situación calamitosa. Las razones para ello pueden resultar variadas, desde una protección sin límites ni condiciones a la industria naciente, hasta una permisiva y dañina apreciación cambiaria que abarataba el producto importado ante su sustituto de factura local. Sea cual fuere la razón, o combinación de éstas, lo cierto es que ni en Venezuela ni en América Latina se materializaron los resultados que avizoraba la política de industrialización impulsada por la CEPAL. Éste es un punto que resulta conveniente recordárselo a la señora Bárcena.
Por otra parte, la señora Bárcena acierta cuando afirma que “la región tiene un problema importante de productividad: es muy baja y no ha avanzado…”, pero su receta para enfrentar tal situación echa mano de dos de los mitos más trillados en los temas de desarrollo: educación e intervención estatal en materia de innovación tecnológica. Veamos ambos mitos por separado.
Mito 1: “El reto es cómo apostarle a la educación”
El relativamente bajo nivel educativo de la fuerza laboral de América Latina con respecto a la de los países desarrollados es el argumento por excelencia al cual se apela cuando se pretende “explicar” el bajo nivel de valor agregado de las economías de la región. No se puede negar que el nivel educativo promedio de la fuerza laboral latinoamericana es, en efecto, inferior al de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) o del sudeste asiático, pero ello no necesariamente resulta en razón suficiente para justificar nuestros decepcionantes resultados. Sin importar los niveles educativos de un país o región, la coherencia en las políticas macro y microeconómicas terminan condicionando los niveles alcanzables de desarrollo económico. Sobre este particular, el economista Santiago Levy nos reseña unos importantísimos hechos en Esfuerzos mal recompensados: la elusiva búsqueda de la prosperidad en México (Banco Interamericano de Desarrollo, 2018). En efecto, en la natal México de la señora Bárcena, se llevó a cabo un encomiable esfuerzo por mejorar la calidad de la mano de obra mexicana y el autor lo resume en los siguientes datos: la tasa de cobertura de la educación primaria, que ya era del 97% en 1990, alcanzó el 98% para 2015. Durante el mismo período, la tasa de cobertura de la educación secundaria aumentó de 49% a 85% y la de educación preparatoria y universitaria de 23% a 65% y de 13% a 33%, respectivamente. Igualmente, reseña el autor que, durante el período 1996-2015, el progreso en la educación en México superó al promedio de los países de América Latina. En lo que a calidad educativa se refiere, México también mostró una mejoría a destacar. A partir del Programa Internacional para la Evaluación de Alumnos (PISA por sus siglas en inglés), que administra una prueba estandarizada de matemáticas, lectura y ciencias a alumnos de 15 años, la OCDE tomó dos pruebas, en 2000 y 2015, que incluía países de América Latina. En ambas pruebas todos los países latinoamericanos tuvieron resultados significativamente inferiores a los de otros países participantes. Sin embargo, los resultados obtenidos por México en las tres pruebas mejoraron durante esos 16 años, superando los del promedio de sus pares de la región. Sin embargo, y a pesar del esfuerzo de los sucesivos gobiernos en México por elevar la calidad de su capital humano, en los 20 años que transcurren desde 1996 a 2015, el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) per cápita del país fue en promedio de sólo 1,2% al año, menor que cualquier país de América Latina excepto la políticamente atribulada Venezuela. Estos resultados son un indicador de cuán relativo puede ser el impacto de la educación en el desarrollo económico de los países. No es que un país sin educación pueda desarrollarse, pero sí que un país con educación no necesariamente va a alcanzar el desarrollo. Se trata de un vehículo necesario mas no suficiente para el desarrollo. En el caso de México, como en casi todos los casos de Latinoamérica, varios factores contrarrestaron el esfuerzo del país en la mejora de su capital humano. En particular, la obsesión del país azteca por favorecer a la pequeña y mediana industria, otra de las sugerencias de la señora Bárcena, sólo ha conseguido alimentar de manera desproporcionada la informalidad económica y, así, debilitar la ganancia que en productividad laboral se deriva de su mejora en la calidad educativa. Como se ve, políticas microeconómicas contradictorias terminaron por condicionar la senda de crecimiento de México, a pesar de su empeño en mejorar su capital humano.
Mito 2: “No es el mercado el que nos va a llevar, por ejemplo, a más innovación tecnológica”
Ante la pregunta del por qué la supuesta falta de una política industrial en Latinoamérica, la señora Bárcena no duda en señalar a su culpable ideológico: por el neoliberalismo puro y duro; por la escuela de Milton Friedman. Considera la jefa de la CEPAL que el Estado debe guiar el esfuerzo en innovación ya que “…no es el mercado el que nos va a llevar, por ejemplo, a más innovación tecnológica”. Resulta lamentable que el entrevistador no hubiese indagado qué pensaba la señora Bárcena sobre la Revolución Industrial Inglesa del siglo XVIII y XIX, o la de los Estados Unidos de América igualmente durante el siglo XIX, en la que fueron los privados y no el Estado quienes acometieron con sus propios recursos, esfuerzos y riesgos los grandes inventos de la época. Si algún papel jugó el Estado fue el de proteger, mediante patentes, las rentas monopólicas que de las invenciones e innovaciones exitosas se derivaban para sus creadores. Extendiendo, entonces, el argumento, se podría decir que en Latinoamérica el mercado no guía la innovación tecnológica, sencillamente porque no se garantiza que se podrá recuperar lo invertido y disfrutar de una renta monopólica que justifique el riesgo implícito en el emprendimiento. Pero, claro, hablar de renta monopólica es un anatema para el político latinoamericano que sueña con un capitalismo social, con un capitalismo humano y justo como si el capitalismo fuese un ser animado compuesto de alma y sentimientos. De allí el cliché de que “…[el mercado] debe estar al servicio de la sociedad y no al revés”.
El capitalismo, que opera dentro de la lógica del mercado, no es ni bueno ni malo. Simplemente es un sistema de producción que no siempre arroja los resultados esperados o deseados, pero no por razones ideológicas, sino por la falta de las condiciones mínimas requeridas para su funcionamiento eficiente. La intervención del Estado debe dirigirse precisamente a la reproducción de dichas condiciones requeridas para que el sistema capitalista rinda sus frutos a la sociedad.
Sugerencia
Disiento plenamente del tono fatalista con que se afirma que Latinoamérica perdió el tren de la política industrial y la innovación. Claro que después de ver los resultados obtenidos en la región, muchos países latinoamericanos se encuentran desconcertados y sin una guía clara sobre qué política industrial acometer. Sería conveniente que la CEPAL, si quiere justificar su existencia, comience por analizar por qué países como Corea del Sur y Singapur abandonaron la política cepalina de la sustitución de importaciones a comienzos de la década del 50 del siglo pasado, para apoyar a sus industrias con mayor capacidad competitiva en el mercado internacional: la industria ligera y mano de obra intensiva (agricultura, textiles, calzado, etc.) [2]. Esta estrategia, aplicada antes de embarcarse en el desarrollo de su industria pesada capital intensiva, les permitió a estos países del sudeste asiático absorber la mano de obra que migraba del campo a las ciudades, sin necesidad de ninguna política pública de empleo. Tan acertada resultó la estrategia, que la demanda de obra se mantuvo en todo momento presionando a la oferta, promoviendo así el incremento continuo del salario real sin mayor conflictividad obrero-patronal. Si la CEPAL quiere seguir siendo la comisión que promueve el desarrollo económico y social de América Latina, más le vale que se desprenda de ese ropaje ideológico justicialista y se impregne de la practicidad de los hechos a la vista.
***
[1] Gerardo Lucas (2006). Industrialización Contemporánea en Venezuela. Política Industrial del Estado Venezolano 1936-2000. CONINDUSTRIA. (pag. 69)
[2] Richard Austy (2001). The political economy of resource-driven growth, The European Economic Review 45 (839-846).
Juan Carlos Guevara
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