Fotografía de Marvin Recinos | AFP
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El año 1989 resultó para la democracia venezolana un año inédito. El 28 de diciembre de aquel año, la Gaceta Oficial Extraordinaria No 4153 materializaba la descentralización político-administrativa de la nación al permitir la elección directa de gobernadores, alcaldes y concejales. Quienes tenemos memoria política de aquel momento, seguramente lo recordaremos como de una gran trascendencia por todas las expectativas que se crearon en la sociedad venezolana. Nuestra democracia, para entonces la más longeva y estable de América Latina, daba un paso adelante en su proceso de maduración y asentamiento al darle el derecho a todos sus ciudadanos a elegir, ahora también, a sus representantes regionales. Concluía así la vieja práctica donde el presidente de la República escogía, dentro de la militancia de su partido, a los gobernadores y alcaldes del país, muchos de ellos sin ni siquiera vinculación de origen con los territorios a gobernar. No cabía duda, o por lo menos así lo sentíamos entonces, que tal iniciativa vendría a fortalecer nuestros valores democráticos al permitir la escogencia directa de nuestros gobernantes regionales y, de esa manera, crear los mecanismos de rendición de cuenta ante sus electores. Por otra parte, tal descentralización político-administrativa también buscaba la sana práctica de impulsar los liderazgos regionales para que así, los aquellos mejor evaluados por sus dotes y probidad en el manejo de la cosa pública, se dieran a conocer a nivel nacional y poder así competir por los cargos de mayor jerarquía de la República. Sin duda alguna, objetivos completamente loables y acertados. Hoy día, en estas horas difíciles que vive Venezuela, nos resulta fácil evaluar no solo la significación de aquel acto, sino también la trascendencia del mismo para nuestro sistema democrático. Sí podemos afirmar, sin embargo, que aquel fue un acto estrictamente limitado al ámbito político, sin ningún ingrediente de relevancia para la descentralización económica más allá que la posibilidad de recaudación de ciertos tributos regionales. Vale decir, se trató principalmente de poder elegir a los administradores de los recursos que serían asignados por el poder central, más no a los que impulsarían la creación de riqueza regional. Así, la unidad político-territorial fue rediseñada para incluir la figura de la elección directa de los gobernantes regionales, pero se consideró que la unidad económico-territorial no tenía justificación para un tratamiento paralelo. Lamentablemente, hoy día podemos observar como una consecuencia de ello, el continuo escamoteo de los recursos que, de parte del Gobierno Central, se hace para aquellas autoridades regionales con representaciones políticas distintas a la del partido de gobierno. Claramente, una seria deficiencia democrática.
Si la evaluación política de aquel acto se presenta como un verdadero reto, su impacto económico quizás resulte más fácil de identificar. Para comenzar podemos afirmar que las regiones económicamente más aventajadas para el año 1989 siguen siendo las mismas, al igual que las menos avanzadas. Para aquellos que, por motivos de vida, nos ha tocado iniciar alguna actividad empresarial en las regiones más pobres de Venezuela, podemos dar fe de que la evolución económica de las mismas en estos últimos 30 años deja mucho que desear. Por ello, y como una simple curiosidad ciudadana, cabe la pregunta ¿debía la descentralización política venir acompañada de una descentralización económica? o ¿había elementos para considerar que una unidad económico-territorial carecía de sentido? De esta segunda pregunta mi respuesta es afirmativa y de la primera me temo que también.
Antes de presentar algunos argumentos en favor de la descentralización o regionalización de la economía del país, conviene enfatizar el hecho de que no reconocer las diferencias económicas regionales solo ha servido para profundizar la dinámica empobrecedora de las menos favorecidas. De allí la importancia del tema.
Productividad laboral y salario mínimo
En el año 1989, entre los estados más productivos del país se encontraban Zulia, Aragua, Carabobo y Miranda; y los menos productivos: Cojedes, Delta Amacuro, Sucre y Trujillo. Para el año 2014, último año reportado por el Instituto Nacional de Estadística (INE), ese cuadro no había variado: los más aventajados seguían siendo los más aventajados, y los menos, los menos. La Teoría del Desarrollo Económico tiene, entre sus argumentos centrales, la de la convergencia de las regiones o países relativamente más pobres hacia los relativamente más ricos. Sin entrar en el detalle técnico de la misma, me atrevería a afirmar que dicha propuesta resulta moralmente tranquilizadora ya que busca convencernos de que, bajo ciertas condiciones, los que hoy sufren penurias económicas algún día dejarán de hacerlo. No son pocas las voces que han expresado escepticismo a este planteamiento, afirmando que la convergencia es más la excepción que la regla. Sin embargo, los que así piensan no se percatan que lo que impulsa el resultado hacia un extremo u otro son precisamente los condicionantes. Así, por ejemplo, para que un país o región relativamente más pobre converja, esta debe tener una tasa de inversión mayor que la de los países o regiones relativamente más ricos. Si la tasa de inversión fuera la misma para todos, las brechas entre países o regiones jamás cerrarían. Para cerrar la brecha de pobreza, se requiere no solamente identificar por niveles de pobreza, sino también diseñar y condicionar las políticas económicas en función de la pobreza relativa de cada región o país. Dar un tratamiento uniforme a todas las entidades económicas, negando sus diferencias, conlleva no solo a un diseño ineficiente de política socio-económica, sino que a su vez profundiza la dinámica empobrecedora al elevar los costos relativos de operar en las zonas más desfavorecidas.
Un ejemplo de lo anterior lo tenemos en el salario mínimo, instrumento por excelencia de la política de redistribución de renta. Como su nombre lo indica, este instrumento define el pago mínimo a cada trabajador como compensación a su esfuerzo laboral. Pero si la productividad de un trabajador en Aragua es superior a la de un trabajador en Sucre, ¿cuál sería la consecuencia económica de pagarles a ambos el mismo salario mínimo?; o en otras palabras, ¿por qué ambos deben tener el mismo salario mínimo si tienen capacidades productivas distintas? La respuesta a esta pregunta dependerá del momento económico que viva un país. Mientras que exista expansión económica sostenida, el monto asignado como salario mínimo nacional será de poco impacto ya que seguramente los salarios resultarán superiores al mínimo y, probablemente, cercanos a las productividades laborales registradas en cada región. Pero cuando la economía nacional se encuentra en recesión, es mayor el número de trabajadores percibiendo salario mínimo, por lo que la incoherencia de un mismo salario mínimo para diferentes productividades se hará más evidente. Resultará así relativamente más costoso producir en Sucre que en Aragua, ya que los trabajadores en esta última entidad producen más que en aquella y por el mismo salario mínimo. La consecuencia natural es que conviene más la inversión empresarial en Aragua que en Sucre. Entonces, la política de un mismo salario mínimo a nivel nacional juega en detrimento de las regiones menos productivas que suelen ser, además, las más pobres. Este tipo de incoherencia en el diseño de políticas viene a ser uno de los motivos que explican altas concentraciones industriales en ciertas regiones, y desolación en otras: atentan contra el desarrollo armónico y equilibrado.
Tipos de cambios regionales
Otra variable de la economía de un país que puede ser regionalizada es su tipo de cambio. Comúnmente, el tipo de cambio se define como el precio de una moneda foránea en términos de la moneda local. En ese sentido, el tipo de cambio del dólar con respecto al bolívar representa la cantidad de bolívares que deben ser entregados a cambio de un dólar. Este hecho ya deja claro lo relevante de la variable: mientras mayor sea el precio de la moneda foránea con respecto a la local, digamos, mayor el precio de las importaciones con su concomitante impacto sobre la inflación doméstica. Sin embargo, técnicamente hablando, el tipo de cambio refleja cuán productivo es un país en la producción de sus bienes y servicios con respecto al resto del mundo. De tal manera que, mientras más productiva sea una economía, menor el precio de sus productos y mayor la demanda que de su producción y de su signo monetario harán los demás países. Queda establecida así la relación entre productividad y tipo de cambio (nominal y real). Por otra parte, los salarios devengados por el sector laboral deben igualmente reflejar su productividad: a mayor productividad laboral, mayor salario; y a menor productividad laboral, menor salario. Vemos que existe una vinculación entre estas tres variables, tipo de cambio-productividad-salarios, y cualquier variación inducida en cualquiera de ellas tendrá un impacto sobre las demás. Esta breve, y obligatoriamente superficial, reseña de la relación entre estas tres variables se hace con el fin de exponer las dificultades que se generan cuando el tipo de cambio está desasociado de la productividad de una economía. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en los hechos registrados en los países de la zona euro a raíz de la crisis financiera iniciada en el 2008. Como se recordará, durante la crisis financiera ciertas economías nacionales se vieron más afectadas que otras. España, Grecia, Portugal, Irlanda e Italia sufrieron un mayor impacto contractivo que, por ejemplo, Francia y Alemania. Además de que el grupo de países más afectados habían mantenido una menor productividad histórica que los del segundo grupo, la fuerte contracción económica registrada en aquellos ponía en riesgo no solamente la sostenibilidad de su desarrollo sino también la misma estabilidad de sus sistemas políticos. El momento era muy delicado y la necesaria aplicación de medidas era urgente. Se requería, como medida compensatoria a las pérdidas económicas sufridas, que los países más afectados incrementaran su producción, consumo y creación de riqueza. Solo así podrían hacer frente a las pérdidas ocasionadas por la crisis. En cualquier otra circunstancia, la medida automática era la devaluación de los tipos de cambio de cada uno de esos países, acción que abarataba los bienes producidos por estas economías con respecto al resto del mundo, permitiendo así la expansión de su producción vía exportaciones. Independientemente de las consecuencias económicas de una devaluación, que las tiene, esta medida era la de impacto más inmediato. Pero no podía aplicarse. Estos países no podían devaluar sus monedas locales sencillamente porque no las tenían y usaban, en su lugar, una moneda común a una gran zona económica: el euro. Puesto en términos geográfico-económico, cada uno de estos países era realmente una región-económica de otro país-económico llamado Eurozona. Como ya no había forma de abaratar la producción local mediante el mecanismo de la devaluación del tipo de cambio, restaba la posibilidad de influir sobre las otras dos variables que podían lograr el mismo efecto: incrementar la productividad o disminuir el salario nominal (y, por ende, el real). La opción de incrementar la productividad como mecanismo para disminuir los costos de producción es realmente la idónea por su perdurabilidad en el tiempo, pero con la desventaja de que su materialización nunca ocurre en el corto plazo: inversión en salud, educación, infraestructura, etc. conforman la larga lista de requisitos para ganar en eficiencia productiva. Luego, la única variable de ajuste que restaba era la disminución salarial, y fue la que se aplicó. La economía necesitaba ajustar, y ajustó. En este caso lo hizo sobre el sector laboral de estos países .
Si trasladamos a cualquier otro país el ejemplo de lo ocurrido en Europa después de la crisis, podemos resaltar ciertos puntos de interés. Cuando se impone un mismo tipo de cambio sobre regiones con distintas productividades, estaremos obligando que los salarios sean la variable de ajuste. Tomando el caso de Venezuela, es bastante claro que hay regiones o entidades más productivas que otras. Luego, al aplicar el mismo tipo de cambio a nivel nacional, es de esperar que los salarios reales sean inferiores en aquellas regiones menos productivas en comparación con los salarios reales de las más productivas. La consecuencia de ello es simple: empobrecimiento y migración. Es por ello que las regiones menos productivas del país continuamente expulsan población hacia regiones o incluso países más productivos y con mejores salarios. No se trata de plantear un tipo de cambio por entidad federal, pero sí de estructurar bloques económicos regionales que conformen una unidad económica en función de complementariedad en la producción de bienes y servicios, proximidad geográfica y movimientos migratorios. De aquí derivaría una productividad promedio y, así, un tipo de cambio regional [ii]. Al poder definir tipos de cambios (nominales) regionales en función de sus respectivas productividades, se vuelve mucho más eficiente compensar por las distintas productividades, impulsando la competencia económica entre ellas. A su vez, estos tipos de cambios regionales tendrían unas tasas de conversión al tipo de cambio nacional en completa armonía con la autoridad monetaria, la cual tendría igualmente que regionalizar sus políticas monetarias/crediticias. En la medida que las productividades regionales vayan convergiendo entre ellas, igual lo harán los tipos de cambio regionales. Lo que se busca es lograr el desarrollo ordenado entre todas las regiones del país, evitando así la despoblación del territorio nacional y/o las grandes diferencias en oportunidades que hoy en día existen entre los habitantes de nuestro territorio [iii].
Pago de impuestos por objetivo [iv]
Un ejemplo adicional de potencial descentralización económica lo tenemos en el tema del origen y usos de los ingresos por concepto de impuestos. Convencionalmente, la Teoría de la Hacienda Pública establece que son los distintos niveles de gobierno los llamados a redistribuir lo recaudado por concepto de impuestos, de forma tal de asegurar el derecho de todo ciudadano al acceso a la misma calidad de bienes públicos sin importar su domicilio dentro del territorio nacional. En particular, aquellos bienes públicos de carácter nacional, como la defensa, sistemas de justicia, salud y educación, etc., deben ser financiados mediante impuestos de carácter nacional como lo es el impuesto sobre la renta; mientras que bienes públicos, como alumbrado de comunidades, policía municipal, etc., se deben emplear los ingresos provenientes de impuestos regionales y municipales. En aquellos casos en que los ingresos fiscales resulten insuficientes para garantizar la misma calidad en los bienes públicos demandados por los ciudadanos, se requerirá de las subvenciones del gobierno central para el complemento de lo presupuestado. Por otra parte, la misma Teoría de la Hacienda Pública también establece que la estructura fiscal óptima es aquella que permite a sus ciudadanos “comprar” y disfrutar los niveles y combinaciones de servicios públicos que se adapten a sus preferencias [v]. Son dos principios o máximas que deben servir de guía para el diseño y aplicación de los tributos de un país: todo ciudadano tiene el derecho a escoger el tipo de bien público para el que desea aplicar su pago de impuesto (“comprar” servicios públicos según sus preferencias); pero simultáneamente es deber del Estado el garantizar la misma calidad de bien público en todo el territorio nacional. Lamentablemente, ambos principios han sido tratados como mutuamente excluyentes, y la razón es simple: si se permitiese que los ciudadanos escogiesen los destinos de aplicación de sus impuestos, el grueso de los recursos se mantendrían en las zonas más pobladas del país, en detrimento del resto de la geografía nacional. Ello condenaría a un secular subdesarrollo relativo de ciertas regiones geográficas, por lo que el flujo de expulsión poblacional de dichas zonas sería permanente. Es por ello que se le otorga al Estado, dentro de su rol de buen padre de familia, la responsabilidad de redistribuir tales recursos con criterio de equilibrio y solidaridad compensatoria con las regiones menos favorecidas socioeconómicamente. Este es un razonamiento absolutamente válido para un Estado cuyos ingresos provienen principalmente de las contribuciones fiscales de sus ciudadanos, pero no necesariamente aplica a países donde, como Venezuela, el Estado percibe importantes ingresos por actividades empresariales en las que mantiene la propiedad.
Desde bien temprano del siglo XX, los ingresos del fisco venezolano han provenido principalmente por concepto de impuestos y regalías petrolera, negocio del que es dueño el Estado venezolano. Muy poco le ha hecho falta al Fisco Nacional lo captado por pago de impuestos de sus ciudadanos, y mucho le ha hecho falta a sus ciudadanos la redistribución que el fisco hace de los ingresos por concepto de renta petrolera. La consecuencia de todo esto no puede ser otra que una baja cultura de contribución fiscal por parte de sus ciudadanos (alta tasa de evasión al pago del impuesto), y una muy pobre cultura por parte del Estado (en todos sus niveles) a la rendición de cuentas del uso de los fondos fiscales. Sin embargo, la Venezuela de hoy y de mañana en nada se parecerá a la Venezuela del siglo XX. Las necesidades de ingresos fiscales por parte del Gobierno central serán prácticamente ilimitadas, con su consecuente presión fiscal, pero prácticamente inexistente también resultará la cultura ciudadana de cumplir con sus obligaciones fiscales. El duelo promete, aunque la balanza se inclina a que ganarán los ciudadanos. La dificultad de crear la cultura del cumplimiento en materia impositiva tiene mucho que ver con la aplicación adecuada de los fondos y la transparencia en la rendición de cuentas por parte del fisco nacional. Y la expresión aplicación adecuada hace referencia a que el ciudadano observe alguna retribución (beneficio) directa por haber cumplido con su cuota. Nada fácil. Hay una realidad, sin embargo, que descansa sobre nuestro contexto como país petrolero: con todo y que el futuro de nuestra industria petrolera proyecta mermas importantes en cuanto a pago de impuestos se refiere, el Estado venezolano siempre percibirá ingresos por concepto de su negocio energético. Es un ingreso que no depende de la voluntad de sus ciudadanos y que el Estado dirige y distribuye según su mejor criterio. Esta realidad, no presente en muchos países, le permitiría al fisco venezolano rediseñar su relación con la ciudadanía en materia de pago de impuestos.
Anualmente, los contribuyentes enteramos el pago de nuestros impuestos sobre la renta a un ente oficial recaudador del mismo. El gobierno central luego los redistribuye vía proyectos de inversión y gasto público bajo el criterio de proveer de bienes y servicios públicos que permitan la igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos. No son pocas las veces, sin embargo, que los contribuyentes de cualquier país presentan quejas por lo que consideran una mala o incompleta retribución a su pago anual de impuestos: servicio policial deficiente, lento sistema de justicia, deplorable estado de ciertas carreteras nacionales, entre otras son de las quejas más escuchadas. Pero este reclamo no es un mero gesto de rebeldía ciudadana, sino que conlleva una importante carga de información: si cada ciudadano pudiese escoger el destino de sus impuestos, muy probablemente los dirigiría hacia esos bienes o servicios que usa con mayor frecuencia. Por ejemplo, quien usa una autopista o carretera nacional con cierta frecuencia quisiera que sus impuestos fueran empleados en el mantenimiento de la misma; igualmente, quienes deben hacer uso del sistema de educación pública (secundaria, pero sobretodo, universitaria) quisieran que sus impuestos permitieran una alta calidad educativa para sus hijos, o una red de salud pública que evitase la adquisición de pólizas de salud. Hay un sinfín de bienes y servicios públicos que, bien sea por presupuestos deficitarios o gerencia inapropiada, dejan mucho que desear ante los ojos del contribuyente, alimentando así el deseo de evasión al pago del tributo. Se debería permitir que los declarantes de impuestos sobre la renta, en un sano ejercicio de derecho democrático, pudiesen dirigir sus contribuciones en función de unas opciones a escoger, dejándole al Gobierno central la obligatoriedad de financiar aquellos presupuestos deficitarios a partir de sus ingresos por concepto de renta petrolera. La operatividad no sería compleja: la declaración de impuesto estaría vinculada al domicilio del contribuyente, donde ciertos servicios públicos requieren de fondos para operar. El contribuyente escoge, en función del total a enterar, cuánto desea asignar a cada opción, incluyendo la de permitirle al Fisco Nacional realizar la distribución [vi]. Si una determinada opción ha quedado cerrada porque la institución pública ya alcanzó el monto presupuestado, el ciudadano queda alertado y ajusta su escogencias. Podría incluso permitírsele dirigir recursos a instituciones públicas ubicadas en otras regiones distintas a su domicilio, por ejemplo, ubicadas en su lugar de origen. Obviamente que esto exigiría que toda institución pública, ya sea hospitalaria, universitaria, etc., tuviesen que presentar presupuestos auditados por objetivos, y mecanismos de rendición de cuentas ante sus contribuyentes, permitiendo así una relación más cercana y directa entre el pago del impuesto y la retribución en bienes o servicios públicos. En la medida que se logren mayores niveles de eficiencia en esta contribución impositiva por objetivo, menor será la tasa de evasión fiscal y mayor el involucramiento de la ciudadanía en la administración de la cosa pública.
Hasta aquí tres ejemplos de los muchos que existen como potenciales temas sensibles a la descentralización económica. Deben ser parte de la agenda de investigación, discusión y diseño para una Venezuela ávida de un nuevo enfoque de desarrollo socioeconómico.
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Juan Carlos Guevara es investigador asociado del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales-UCAB, y profesor de Economía de la UCAB.
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A pesar de que no todos los países ajustaron los salarios a la baja como España, todos lo hicieron sobre el sector laboral y el poder de compra de los trabajadores. Por ejemplo, Grecia recortó masivamente las bonificaciones y pensiones, además del número de empleados públicos. La misma contracción en el número de empleados públicos se registró en Portugal.
[ii] Robert Mundell, Nobel de Economía 1999, fue el primer economista en evaluar los condicionantes y consecuencias de tener una unión monetaria (tipo de cambio único) incluso dentro de un mismo país (“A Theory of Optimum Currency Areas, American Economic Review (51), 1961).
[iii] Se suele pensar que una forma de compensar por las diferencias en productividades regionales es a través del gasto público en obras que mejoren y compensen por las diferencias económicas interregionales. Sin embargo, también debe decirse que ello requiere de importantes recursos destinados a la inversión pública, recursos de los que Venezuela hoy carece y carecerá por un buen tiempo.
[iv] Concepto conocido en ingles como Earmarking
[v] Richard A. Musgrave La Teoría de la Hacienda Pública: Un Estudio en Economía Pública
[vi] Esta propuesta queda exenta a la crítica del Teorema de la Imposibilidad de Arrow, ya que no se trata de elegir una sola opción entre muchas, sino de que cada ciudadano escoja las opciones sobre las cuales desea aplicar sus impuestos. No es una selección mutuamente excluyente.
Juan Carlos Guevara
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