ArtesLiteratura

¿Entonces, Adriano?

12/01/2018

Adriano González León retratado por Daniel González

Un día como hoy, 12 de enero, en 2008, murió Adriano González León. Publicamos en su memoria este sentido texto de Oscar Marcano.

***

Si hay un protagonista en la obra de Adriano, es obligatoriamente el lenguaje. Para él constituía un valor omnímodo. Como la neblina de donde vino, que tiznó sus textos y los volvió fiesta y cortejo, el lenguaje en sus cuentos y novelas, en su cronicario, es una granizada permanente de ingenio, sutileza y poesía.

Azuzado por el presente, yo le decía que aunque para la literatura siempre era el tiempo del lenguaje, de alguna manera había dejado de serlo. Que la historia nos imponía nuevos avatares y el aquí y el ahora nos obligaba a la narración descarnada, filosa. Que era el tiempo de la pegada, de la tensión, de la economía. No de la retórica.

Que esta contemporaneidad, signada por los saltos tecnológicos y la desacralización, nos exigía un nuevo patrón de areté: el de la eficacia. Se tiene una sola bala, le decía. La tarea es dar en el blanco o perderla irremisiblemente. Puntería es la clave. El hombre contemporáneo no tiene tiempo para rebarbas. O, en todo caso, hay que refundar una poética basada en este pragmatismo, en esta realidad metálica y, más recientemente, virtual.

«Déjate de pendejadas», me contestaba. «Cuando todo eso pasa y te plantas contigo mismo, solo te queda el lenguaje».

Y es cierto.

La historia en el texto es el agua que calma la sed. El lenguaje el vino que lleva a las estrellas.

Tan importante era para él la matriz del lenguaje que había acuñado un estatuto para medir el vuelo de un texto. Lo llamaba altivez. «Hay un trabajo allí, es cierto», solía decir en referencia a alguna lectura. «Pero al lenguaje le falta altivez».

Adriano hacía del lenguaje misterio. Y del misterio fuerza lírica. Es un elemento común a Las hogueras más altas, Asfalto-infierno, Hombre que daba sed, País portátil, Linaje de árboles, Damas, Del rayo y de la lluvia y Viejo.

La novelística, la cuentística y la crónica de Adriano, están marcadas por un intenso trabajo en el que personajes e historias se subordinan invariablemente a esa validación del lenguaje. Y este adopta la forma de seducción, de intimidad, hasta de silencio. Incluso su oralidad (sin duda parte de su obra), exuberante a todas luces y magistralmente ordenada, está teñida por la impronta de una magia pocas veces vista.

«Por eso seduce la lectura de estos cuentos -escribiría Miguel Ángel Asturias en el prólogo de Las hogueras más altas en 1959- en los que la realidad inasible y huidiza, va y viene humedecida de un relente de fuego de costas húmedas, entre goterones de ceguera verde, desdoblando presencias vivas de su sueño, trozaduras de pasiones angustiosas y tan violentas que en su contacto, como si sobre un paisaje de la luna se proyectaran los conflictos de la tierra, todo parece inmóvil, lúcido y dormido. Es de este contraste de paisaje estático y de un azogado movimiento de cosas humanas, de donde extrae su secreto Adriano González León».

En un significativo trabajo audiovisual realizado por el cineasta Iván Feo en el homenaje que le preparásemos a Adriano en el 2003 para conmemorar los 35 años de País portátil, al final, una voz en off le pregunta a Andrés, su hijo: Para sintetizar, ¿qué es para ti Adriano? Y a Andrés no le queda más remedio que confesar -con todo el gravamen que eso significa para un hijo- que el símil de su padre era la poesía.

Y es así. Adriano encontraba en la palabra una misión fundadora. La facultad de suscitar imágenes. Fiel seguidor de Valéry, nos reiteraba de continuo que cuando el texto ocasiona el brote, la conmoción estética, no pensamos siquiera en comprenderlo. Ya no es una señal: es un hecho. Consideraba, como el maestro francés, que la belleza del verso, y por extensión del texto, residía en no poder ser pensado.

II

No puedo dejar de referirme a él como mentor. Y lo entiendo como una mezcla de las dos categorías de maestro que el apabullante Steiner establece en una de sus obras. Para Adriano, por una parte, siempre había una verdad, un hecho canónico, cuasidivino, que un mensajero inspirado debía acoger de un logos revelado y transmitir. Pero también era el tipo de preceptor exégeta, capaz de constituir un espectáculo en sí mismo, que se situaba en el desarrollo de la ecuación y despejaba las incógnitas en comunidad con el discípulo.

En público solía ser el primero. En privado, el segundo.

En ambos, exhibía una verbalización perfecta, una lucidez desconcertante en la que razón y pasión iban cogidas de la mano, maravillando y maravillándose, derrochando inteligencia y ternura.

Agregaría que con las Gracias sentadas en las piernas.

Adriano era un juglar. Un juglar devenido en clásico que, como el guardagujas de una estación de tren, cambiaba de riel, de la tradición a la contracultura, alineado a un formidable escrúpulo ético que le confirmaba un aura de terneza y santidad.

En ocasiones conversábamos acerca de esa especie pueblerina, extendida soto voce, según la cual, el narrador tiene la obligación de escribir la “gran novela nacional”. La novela que debe recoger la esencia de lo que somos y pagar la deuda del arte con la identidad. La novela del petróleo, para unos. La de la historia que nos define, para otros. Esperpento que coincide con el mito de América y la utopía renacentista de Moro, Campanella y Bacon. La sincronicidad con ese desvelo ha dominado la mente de muchos lectores en América Latina. El esbozo de soberanía poética de Bello, delineado en sus dos silvas pudiera ser un poco el inicio de esa corriente que, aunque bien intencionada, privó de soltura a unas cuantas generaciones.

Ante ello, Adriano abogaba por la libertad como un valor inherente al pensamiento. Defendía las influencias y voladuras generadas de la afinidad y la intuición. En tal sentido celebraba a Darío y su galicismo intelectual por las magníficas consecuencias de su aporte a la modernidad. Por la apertura que significó para el escritor latinoamericano. Por ello amaba el surrealismo y la república de los sueños. El escritor, decía, debe buscar su expresión estética sin imposiciones ni fiadores, sin clichés nacionalistas, reconocerse fiel a sí mismo y seguir la dirección que le dicte su deseo, su ímpetu, su mirada.

Se arrepentía de la satanización que hizo en la juventud de ciertas tendencias que consideraba menores u obsoletas. Se desdijo, por ejemplo, de su condena a Andrés Eloy Blanco y recordaba siempre la máxima de Carpentier, según la cual los jóvenes suelen acertar en lo que afirman pero no siempre en lo que niegan.

III

Hay quienes le reclaman lo que consideran una obra trunca. Hay quienes dicen que le faltaron novelas. En ciertos momentos, frente a una copa o un café comentamos esta exigencia, de la que adrede me hacía eco, y lo provocaba: «Hay algo de verdad en eso, Adriano. ¿No crees que si no te hubieses dedicado a celebrar tanto, tu obra sería menos silenciosa? Él se indignaba y me decía: «Poeta, ¿y es que acaso se puede escribir sin ganas? ¿Quién le paga a uno las ganas?».

Como en los griegos, la escritura de Adriano era un acto de consecuencia. Escribía por pasión. Y tenía que estar o concitar el ardor para acometer el texto. Escribir para él era un ejercicio puro. Una moción auténtica. Nunca una diligencia, un acto frívolo, de compromiso o de productividad. No se cansó de decirnos que la literatura no era un hecho publicitario sino un acto doloroso atado al ejercicio hondo de la vida interior, de la memoria y los fantasmas.

Para él la literatura distaba del trámite. Si una cosa tenía clara era que para que otros la vieran llena, no iba a convertir su obra en un recipiente vacío. Y escribió lo que debió escribir. Que no es poco. A vuelo de pájaro, podemos decir que nos legó dos novelas, entre ellas País portátil, una obra maestra con una vigencia atronadora. Una obra en la que la marcha del trashumante (presente antes en toda su cuentística), se funde con la utopía, la historia, el viaje o la huida al fondo de sí mismo, para revelarnos el pathos de una nación que se yergue y recae en su propia sombra, confinada a las redes de un destino.

Una obra opuesta instrumentalmente al positivismo y a cierto realismo decimonónico en boga hasta el advenimiento del boom. Que bebe de los cronistas de Indias y de las vanguardias europeas de principios del siglo XX, a la vez que aviva, como en un caleidoscopio, el mundo ancestral de los andes venezolanos, en tributo de autenticidad a la tierra. Una obra que no sólo ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral, sino que devolvió a Venezuela al mapa de la literatura internacional, de la que estaba ausente desde los tiempos de Gallegos.

Además de País portátil y Viejo, Adriano dejó una noveletteViento blanco, cinco libros de cuentos, varios títulos de poesía y una extensa obra en la crónica, reunida en Del rayo y de la lluvia, el nombre de su columna esencial.

Queda la tarea de editar reunidos los textos de Duende y espejo, su última colaboración en El Nacional, así como los escritos de aquella nota literaria, Señas de identidad, que publicara en el Papel literario hace muchos años, firmada con el seudónimo de Gabriel Zarcos, y que apareciera en 1972 bajo el título Señas de una generación, en las Ediciones de la UCV. Esto, además de sus muchas entrevistas, que fueron siempre una cátedra de amor al país.

Probablemente Adriano no escribió tanto como algunos esperaron. Pero era un hecho cierto que aparte de autor, era una personalidad literaria. Vivía en el asombro. Vivía en el milagro. Y regalaba belleza.

Se confesaba un triste. Y los últimos años se le veía ciertamente ensimismado, recogido. Le castigaba el bullicio político de esta mediocridad oficial del siglo XXI, a la que fustigaba semana a semana en su columna.

Puedo dar fe de sus congojas durante sus últimos años. Pero entonces pasaba una abeja, el viento sembraba en su cabello la hoja de un Mijao o sobresalía el sol detrás de una cornisa, para que de lo más recóndito brotase una chispa. Y la chispa incendiaba la pradera. Se daba al prodigio de sus recuerdos y de su obra verbal. Entonces el pecho se le inflamaba y el corazón le crecía como un corazón chagásico, y de las nubes, como solía decir, bajaban premios.

Y con su aguja de príncipe y demiurgo hilvanaba todas las conexiones que aquella chispa había despertado. El resto era un prodigio de sentimientos. De imágenes. De gozo.

Era un privilegio escucharlo.

Eso y muchas más cosas que no caben en estas líneas era nuestro amigo. Un hito que enorgullece la tradición literaria de este país amnésico, que en ocasiones hace un alto en su autofagia para regalarnos figuras irrepetibles, que vinieron a festejar el acto de vivir, que fue lo que siempre hizo Adriano González León.


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