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“Todo comienza en mística y termina en la política”
Charles Péguy
La figura de Aldous Huxley (1894-1963) perdura como una de las mentes más visionarias del siglo XX. Fue un hombre de convicciones humanistas, así como de audaces opiniones sobre las drogas, la democracia y la religión. Concibió, así mismo, ideas proféticas sobre los riesgos de la tecnología.
Huxley influyó a varias generaciones. Estuvo muy en sintonía con la contracultura de los años sesenta. Al igual que Hermann Hesse, ha sido muy estimulante para los jóvenes. Es común iniciarse en su universo literario a través de la célebre novela de ciencia ficción Un mundo feliz (1932), donde especula sobre la distopía tecnocrática. Luego se descubren otras de sus joyas, como Las puertas de la percepción (1954), donde explora los estados alterados de conciencia producidos por las drogas alucinógenas. Si nos adentramos un poco más, nos encontramos con su Filosofía perenne (1945), donde investiga sobre la unidad del fenómeno del misticismo, el cual presenta constantes que sobrepasan barreras históricas y culturales. En esto, Huxley coincide con el Maestro Eckhart (1260 – c. 1328): “Los teólogos pueden pelear, pero los místicos del mundo hablan el mismo idioma».
La divina identidad
A pesar de haberse declarado agnóstico en su juventud, la mística se le fue imponiendo como una necesidad. Estaba especialmente dotado para esa temática. Huxley no sólo era brillante sino desprejuiciado, humilde y respetuoso, lo que lo hacía muy adecuado para adentrarse en el territorio de la espiritualidad. Sus reflexiones sueltas fueron recopiladas en el libro Sobre la divinidad, el cual es una antología de 26 ensayos y dos poemas publicados entre 1941 y 1960.
En estos ensayos examina la naturaleza de Dios, la iluminación, el ser, el bien y el mal, la religión, la eternidad y lo divino. A pesar de que Huxley fue siempre muy crítico con la tradición religiosa, el dogma y el nacionalismo, lo hacía para separar lo auténticamente espiritual de cualquier forma de adulteración, ya sea por manipulación o por dominación.
La mayoría de los capítulos suelen ser breves, pero sus pensamientos se quedan grabados en nuestra memoria. Es especialmente significativo el ensayo titulado ¿Quiénes somos?, donde Huxley toma partido por la interpretación de William James, según la cual nuestro cerebro es un receptor de la conciencia cósmica, y no un órgano que segrega pensamiento como el hígado segrega bilis. No estamos completamente conscientes de esto porque nuestro yo superficial se interpone en el camino a nuestro yo profundo. Nuestra identidad divina, la versión más auténtica de nosotros mismos, está oscurecida habitualmente por las capas más externas:
“El yo superficial —el yo al que llamamos yo, el que responde a nuestro nombre y se ocupa de sus asuntos— tiene la mala costumbre de suponerse absoluto en cierto sentido”. (p. 35).
Huxley explica que tenemos la oscura sospecha de que, en el fondo de nuestro ser nos identificamos con la conciencia cósmica; pero muchas cosas conspiran contra el deseo de realizar esa identidad. Desafortunadamente, debido a la ignorancia en la que vivimos, en parte a causa de nuestra cultura, o a causa de nuestra biología, o a causa de nuestra voluntad, tendemos a conformarnos con el yo superficial, pequeño y miserable. O, aun peor, nos dedicamos a endiosar nuestra identidad subalterna. Este es el caso cuando el emisario se hace pasar por el amo. Al rendir culto a nuestro superficial, caemos en el pecado de la idolatría.
“La idolatría es de hecho la adoración de una parte —especialmente el yo o la proyección del yo— como si fuera la totalidad absoluta. Y, en el momento en que esto ocurre, tiene lugar el desastre general”. (p. 35).
Huxley repudia toda idolatría, todo tipo de arrogancia, ya sea religiosa, tecnológica o nacionalista, como el atributo propio de una mente estrecha, carente de la gracia de Dios. Huxley nos advierte contra los terribles peligros de la idolatría, un intento equivocado de comunión con una verdad mayor que, de hecho, nos distrae de la unión autentica, y nos lleva hacia el extravió existencial y la quiebra moral.
En Hombre y realidad, Huxley afirma que vivimos como quien cree que las únicas luces son las de las lámparas eléctricas y se olvida de las estrellas del firmamento. Nos refugiamos en un mundo artificial y nos olvidamos de la realidad natural y divina. A pesar de nuestro olvido, las estrellas siguen allí.
“La historia de los hombres es un recuento del conflicto que se da entre dos fuerzas: por una parte, la presunción estúpida y criminal de que el hombre ignora su esencia cristalina; por otra, el reconocimiento de que, a menos que viva de conformidad con la inmensidad del cosmos, él mismo es absolutamente malvado, y su mundo es una pesadilla”. (p. 63).
Si triunfa el mundo artificial, entonces tenemos la destrucción, el crimen, la tiranía y la muerte. El regulador natural es el mal autodestructivo. Ya sea social o individualmente, la depravación conduce al suicidio.
Esa metáfora de Huxley es una de las muchas variantes de la caverna de Platón. La alegoría platónica nos recuerda que nuestro yo inferior vive en un mundo de sombras, y que debemos abandonar esa catatumba existencial para poder recuperar nuestra verdadera identidad.
Tiempo y eternidad
En Religión y tiempo, Huxley reconoce la amplitud y diversidad del fenómeno religioso. Se pregunta si existe algún criterio para distinguir entre una religión verdadera y una falsa. A partir del estudio de la historia de la religiosidad humana, llega a establecer el siguiente criterio:
“Las formas más verdaderas de la religión son aquellas en las que Dios es concebido no sólo como uno y como Dios de amor, sino también como Dios eterno (es decir, exterior al tiempo); asimismo, las mejores formas de la práctica religiosa son aquellas que se proponen crear en la mente una condición que la aproxime a la intemporalidad”. (p. 50).
En resumen, para Huxley una religión verdadera es la que rinde culto a la divinidad amorosa y eterna. Las consecuencias de adoptar una religión verdadera o falsa se manifiestan en la ética y la política.
Quienes creen en la eternidad y la trascendencia del tiempo, como los hinduistas, los budistas y los cristianos, son afines a la no-violencia, la compasión y la tolerancia. Huxley hace una interesante observación. Esto sucede porque los que creen en la eternidad viven en el presente y se preocupan por los semejantes actuales.
“Quienes, al contrario, prefieren ser ‘profundos’ a la manera de Hegel y Marx, quienes piensan que la ‘Historia’ se ocupa de la humanidad en la masa, y de la humanidad en tanto sucesión de generaciones, y no del hombre y de la mujer de aquí y de ahora, son indiferentes a la vida humana y a los valores personales. Adoran a los Molochs que denominan Estado y Sociedad y están confiadamente preparados para sacrificar a las sucesivas generaciones de personas reales, de carne y hueso”. (p. 58).
En otras palabras, quienes creen en el tiempo y la disolución del individuo en la masa, son adictos a la violencia y la intolerancia, es decir, a los autoritarismos y totalitarismos. Esto conduce a la concepción del progreso despiadado, y su herramienta privilegiada: el genocidio, indispensable para la construcción de una utopía que terminará en el más grande infierno.
Camus había alertado sobre cómo el absurdo, la falta de sentido de la vida, concluye en genocidio. Las religiones de la inmanencia y la historia de las que nos habla Huxley entran en el diagnóstico de Camus. Huxley nos alerta de los peligros que encarnan los adeptos de estas nuevas “pseudoreligiones humanistas”: ¡Cuidado! Aquí “humanista” es lo contrario de respeto por la dignidad humana; más bien denota veneración por lo humano y negación de la piedad, para así llevar adelante los proyectos de poder.
“Si la locura no rayase en la criminalidad, uno se sentiría tentado de echarse a reír”. (p. 58).
La tentación idólatra
Con agudeza y excepcional claridad, Huxley recuerda que la idolatría no es un pecado que se reduzca a tribus decadentes que se arrodillan frente a fetiches de piedra. Es una superstición que cometemos los ciudadanos de las más modernas civilizaciones. En todos los casos, se trata de confundir a la parte con el todo, al efecto con la causa.
Podemos idolatrar nuestro yo inferior y nuestro inconsistente mundo artificial. El olvido de nuestra identidad pasa una implacable factura. El costo es caer en el absurdo y la falta de sentido. Esto puede tratar de aliviarse por medio de placebos, como los fetichismos impíos, esos que sustituyen el tiempo por la eternidad. Dichas místicas involutivas exigen el sacrificio de sangre humana.
“El catolicismo español de la Inquisición era una típica forma de idolatría del pasado. El nacionalismo, el comunismo, el fascismo, todas las pseudoreligiones del siglo XX, son típicas idolatrías del futuro.” (p. 60).
Ante estos falsos cultos, Huxley nos recuerda que la verdadera religión se ocupa de la intemporalidad. Aunque una religión tenga por centro la eternidad, hay que saber distinguir entre el continente y el contenido. Es bueno recordar que toda religión es una verdad universal dentro de una mentira particular.
Wolfgang Gil Lugo
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