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En una hermosísima novela, Médico de cuerpos y almas (Dear and Glorious Physician, 1958), Taylor Caldwell relata una intervención quirúrgica realizada en plena época romana, en el siglo I, que es cuando se sitúa el periplo vital del griego Lucano el sanador, quien después será San Lucas, el tercer evangelista. La narración de la operación impactó al joven lector que entonces era, no solo por su realismo y detalle, sino por el minucioso conocimiento que mostraba la autora sobre un aspecto menos conocido del mundo antiguo, la práctica de la medicina. Muchos años después, al mirar la cantidad de bisturíes, tijeras, pinzas y morteros que se conservan en los museos arqueológicos de Grecia, no pude dejar de recordar la novela de Caldwell, pensando que por lo visto las operaciones quirúrgicas en la antigüedad eran más habituales de lo que imaginamos.
Quizás uno de los libros que más marcaron mi intento de comprensión del pensamiento antiguo fue Initium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego (Cambridge, 1952) de F. M. Cornford. En realidad, el tema del paso de una explicación mágica y mítica del mundo a una racional fue tema que cautivó a una gran cantidad de filólogos clásicos, filósofos e historiadores del pensamiento en el siglo XX. De ahí quedan trabajos decisivos como Los orígenes del pensamiento griego (París, 1962) o Mito y pensamiento en la Grecia antigua (París, 1965) de J.-P. Vernant, o el ciclo de conferencias de H.-G. Gadamer titulado, precisamente, El inicio de la sabiduría (Stuttgart, 1999). Sin embargo, el tratado de Cornford desarrolla una idea que, recuerdo, me impactó profundamente, y aún me ayuda a comprender mejor el asunto: para el autor, la medicina jugó un papel protagónico en el desarrollo del pensamiento empírico y la superación del saber intuitivo. En otras palabras, esa mezcla de cantor, chamán y vidente que eran el rapsoda y el aedo, el sophós, fue sustituida por el médico como antecesor del filósofo. Bien mirado, no es muy difícil de entender: fue la medicina antes que la filosofía.
Alcmeón de Crotona y el surgimiento de la physiología
Como en otros tantos aportes de los griegos a la ciencia y al conocimiento, fue en los extremos del mundo helénico donde surgieron las nuevas ideas. En efecto, y matizando un poco las posiciones de Cornford, la nueva forma de concebir el “arte de curar”, la tékhnê iatriké, no puede entenderse sin el florecimiento de la filosofía en los siglos VI y V a.C. en las costas de Jonia, al suroeste de la actual Turquía. Filósofos como Tales de Mileto, pero sobre todo Anaxímenes y Anaximandro una generación después, buscaron por primera vez una explicación naturalista y lógica del funcionamiento del mundo, las leyes racionales que gobiernan el universo, la llamada physiología. Paralelamente, en las islas de Cos y de Cnido frente a las costas jonias, un grupo de médicos, o como entonces se les llamaba, “asclepíadas” (seguidores de Asclepio, dios de la salud), trataba de aplicar esas leyes naturales al comportamiento del cuerpo humano y superar la manera mágica de concebir las enfermedades. Justo al otro extremo del mundo griego, en el Golfo de Tarento al sur de Italia, Alcmeón de Crotona, un médico relacionado con la escuela de Pitágoras, intentaba exactamente lo mismo.
Es muy poco lo que sabemos de Alcmeón. Aristóteles dice que “era joven cuando ya Pitágoras era anciano”. De los pitagóricos tomó sin duda su concepción del alma inmortal, intentó una teoría del sueño, estudió la epilepsia y descubrió que las funciones psíquicas residen en el cerebro, contra lo que anteriormente se pensaba. A él se debe la primera explicación de la enfermedad y la salud, tal y como nos la transmite Aecio (V, 30, 1):
Afirma Alcmeón que la salud está sostenida por el equilibrio de las potencias: lo húmedo y lo seco, lo frío y lo cálido, lo amargo y lo dulce, y las demás. El predominio de una de ellas es causa de la enfermedad, pues el predominio de una de las dos es pernicioso. La enfermedad sobreviene, en lo tocante a su causa, a consecuencia de un exceso de calor o de frío, y en lo que concierne a su motivo, por un exceso o defecto de alimentación; pero en lo que atañe al dónde, tiene su sede en la sangre, en la médula o en el encéfalo. A veces las enfermedades se originan por obra de causas externas: a consecuencia de la peculiaridad del agua o de la comarca, o por esfuerzos excesivos, necesidad o causas análogas. La salud, por el contrario, consiste en la mezcla bien proporcionada de las cualidades.
Para citar una atinada frase de Pedro Laín Entralgo, resulta difícil exagerar la importancia de este fragmento. Antes de él, la medicina no era más que una mezcla de empirismo y magia. Alcmeón resume en este texto toda una concepción “fisiológica” de la salud y la enfermedad. Ésta deja de ser mancha ni castigo divino para convertirse en alteración del orden de la naturaleza, una ruptura de su equilibrio. La medicina se convierte, pues, en asunto humano, en esa palabra tan difícil de traducir que expresa a la vez arte y ciencia, tékhnê, una “técnica”.
Hipócrates y la escuela de Cos
Decíamos que simultáneamente en las islas de Cos y Cnido otros “asclepíadas” se enfrascaban en la misma búsqueda que Alcmeón. Como suele suceder, de nuevo las fuentes son remisas a la hora de darnos datos certeros sobre la vida de Hipócrates. Según Sorano de Éfeso, el ginecólogo que escribió su primera biografía en el siglo II, vivió durante el tiempo de Pericles. Se sabe también que su padre y su abuelo también eran médicos, y que su padre se llamaba Heráclides. Se dice asimismo que, además de medicina, estudió filosofía con Demócrito el atomista y Gorgias el sofista. De resto, se formó en el “Asclepeion” de Cos y pasó toda su vida enseñando y practicando la medicina por las islas y el norte de Grecia. Parece que murió de avanzada edad, a los 80 o 90 años, aunque otros dicen que de más de 100, en Larisa, en la Grecia central.
Para Hipócrates y sus seguidores de la Escuela de Cos, el cuerpo estaba compuesto de cuatro “humores” que se encontraban en proporciones similares. Estos son la sangre, la bilis blanca, la bilis negra y la flema. Cuando estos humores se desequilibran (la akrasía) sobrevienen las enfermedades y la salud se restaura solo cuando se recupera su equilibrio. En ello va la terapia hipocrática, en suministrar los medicamentos naturales capaces de restaurarlo.
Hipócrates fue el primero en describir una cantidad de enfermedades, clasificándolas en agudas, crónicas, endémicas y epidémicas. Desarrolló protocolos de conducta médica en los que prescribía la estricta limpieza tanto del paciente como del médico y diseñó métodos de observación y de diagnóstico. Implementó asimismo una cuidadosa disciplina de anotación y comparación de los síntomas y ciclos de cada enfermedad, y desarrolló instrumentos y técnicas como la cauterización, la escisión y la proctoscopia que hoy continúan siendo útiles. Así, a la vez que desarrollaba técnicas quirúrgicas, sentaba las bases de la moderna terapéutica y de la semiología médica. Y como consideraba que la alimentación, el clima y la ubicación geográfica del paciente influyen en su salud, formuló una serie de prescripciones dietéticas de acuerdo a las estaciones y recomendaciones de ubicaciones idóneas para asegurar el equilibrio de los humores, y por tanto la salud. Todo ello le valió un prestigio unánime e inmediato.
El conjunto de todo el saber hipocrático está reunido en los cincuenta y tres tratados que componen el Corpus hippocraticum, una colección que probablemente fue compilada en Alejandría en el siglo I. Esos tratados abarcan temas que van desde cuestiones éticas (como el famoso “Juramento”) hasta temas dietéticos, epidemiológicos, clínicos, terapéuticos y quirúrgicos. Los alejandrinos trataron de clasificar estos tratados en aquellos que juzgaban auténticos (el “pequeño catálogo”, mikrós pínax) y los dudosos, que fueron comprados a navegantes y mercaderes de manuscritos (tà ek tôn ploiôn). Hoy sabemos que no todos los tratados pueden ser atribuidos al médico de Cos, incluso, strictissimo sensu, hay quien asegura que no escribió ninguno. Sin embargo el consenso general de los expertos apunta a que se trata más bien de una serie de estudios desarrollados durante algo más de trescientos años por discípulos suyos y otros “fisiólogos” de la Escuela de Cos (los filólogos identifican diecinueve). Lo que sí es innegable es que todos estos tratados contienen o continúan las enseñanzas del maestro.
Fortuna y pervivencia del Corpus hippocraticum
Asumo que no hace falta explicar por qué pocos corpora de la antigüedad gozaron de tanta fortuna como el que agrupa los tratados hipocráticos. De las muchas ediciones que de la Hippocratis Opera se hicieron en el Renacimiento, las más celebradas fueron la de Cornarus (Basilea, 1538) y la de Foës (Francfort, 1590). Sin embargo, la edición canónica para los estudios hipocráticos sigue siendo, siglo y medio después, la edición crítica con traducción francesa de Émile Littré (Oeuvres complètes d’Hippocrate, París, 1839-1861).
También en español podemos complacernos de contar con excelentes estudios acerca de la obra de Hipócrates, como el del médico e historiador Pedro Laín Entralgo, La medicina hipocrática (Madrid, 1970). Si obviamos las traducciones y el cultivo de la tradición hipocrática que se hizo en Al-Andalus así como la obra de copistas y comentadores medievales, puede decirse que el hipocratismo español se remonta al siglo XVI, cuando Bernardino de Laredo tradujo al castellano los Aforismos y el Pronóstico en 1522 y 1527 respectivamente. Sin embargo no será sino hasta 1747-1770 cuando Andrés Piquer y Arrufat, profesor de la Universidad de Valencia y médico de la corte, traduzca íntegramente el Corpus hippocraticum. En Hispanoamérica las enseñanzas del médico de Cos se difundieron prácticamente con la llegada misma de los conquistadores. El primer libro de medicina escrito en América, la Opera medicinalia (México, 1570), dedicaba el tercero de sus cuatro capítulos a las enseñanzas de Hipócrates y Galeno. De los nuestros y más recientemente, muy valorada es la Bibliografía hipocrática del también médico y helenista Blas Bruni Celli (Caracas, 1984), si bien merece mención el capítulo que dedica a Hipócrates Joaquín Díaz González en su Historia de la medicina en la Antigüedad (Mérida, 1974).
Al cabo del tiempo y de la distancia, se entiende perfectamente que para Aristóteles el maestro de Cos haya sido simplemente “el más grande”. Platón comparó su importancia con la de Fidias y Policleto en la escultura, mientras que Galeno le llegó a llamar “divino”, “inventor de todo lo bueno”. Para la historia, Hipócrates simplemente es, nada menos, el fundador de la medicina científica.
Mariano Nava Contreras
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