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Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.
César Vallejo
A comienzos del invierno de 1516, hace poco más de quinientos años, se publicó un libro destinado a ejercer una influencia fundamental en nuestra historia y en nuestras vidas. Los investigadores no han podido establecer el día exacto en que salió de las prensas, pero se sabe que fue en Lovaina, cerca de Bruselas, que fue escrito en latín y que tenía un título larguísimo que se traduce más o menos como Un verdadero librito de oro, no menos benéfico que entretenido, acerca de la mejor organización posible de una República y de la nueva isla de Utopía. Era la primera vez que aparecía la palabrita.
El libro fue escrito por uno de los políticos y pensadores más influyentes de la Inglaterra del siglo XVI, Tomás Moro, el detractor del protestantismo que terminó decapitado y después convertido en santo. Tiene dos partes. En la primera trata problemas de orden político y filosófico, pero en la segunda cuenta el viaje ficticio del también ficticio explorador Raphael Hythloday, quien se separó de una de las expediciones de Américo Vespucio hacia el Nuevo Mundo y descubrió la isla de Utopía, donde vivió cinco años. En el relato, Hythloday envía unas cartas a Moro donde le cuenta la perfección del gobierno de la isla. Utopía es una república pacifista donde trabajan por igual hombres y mujeres, fundamentalmente la agricultura. En su tiempo libre los ciudadanos realizan actividades que estimulan la inteligencia y que no dejan de tener resonancias platónicas: lecturas, música, matemáticas. Todos los ciudadanos tienen las mismas horas de trabajo, esparcimiento y sueño. Allí las casas están regularmente dispuestas, todas con un huerto, y son exactamente iguales. Obviamente no pertenecen a nadie, pues no existe la propiedad privada, sino que cambian de dueño por sorteo. En Utopía las comunidades eligen un representante, y éstos a su vez, en voto secreto, a un príncipe vitalicio entre cuatro candidatos propuestos por el pueblo. El príncipe puede ser depuesto y condenado si se sospecha que pretende hacerse tirano. Su poder está regulado por un senado, donde es obligatorio discutir los asuntos públicos. A fin de evitar toda conspiración, cualquier discusión fuera del senado es castigada con la muerte.
Sin duda no hay manera más aburrida de ser felices. Sin embargo, Utopía conoció de inmediato una popularidad inusitada. Escrita y leída bajo el impacto del descubrimiento del Nuevo Mundo (fue publicada veinticuatro años después del primer viaje de Colón), ejerció una influencia innegable en obras posteriores como La ciudad del sol de Tommaso Campanella, la Descripción de la república de Cristianópolis de Johannes Valentinus Andreae, la Nueva Atlantis de Francis Bacon o el Candido de Voltaire, entre otras. De Moro dijo Quevedo que “había escrito poco y dicho mucho”.
Sin embargo, no creamos que la descripción de sociedades perfectas en lugares inexistentes fue una invención de Europa en la era de los descubrimientos. Ya entre los antiguos griegos, los poemas de Homero y Hesíodo, así como las Historias de Heródoto y las comedias de Aristófanes están llenas de estos lugares fantásticos. Más tarde Platón describirá las más célebres utopías, no solo en su República. La descripción de la antigua Atenas, de la Atlántida y de Magnesia en el Critias, el Timeo y las Leyes se deben a su fecunda imaginación. A él debemos una tradición de utopías filosóficas que va de Aristóteles y los estoicos a Cicerón. Lo que no hicieron los antiguos fue ponerle nombre a estos lugares inexistentes. Umberto Eco, en su Historia de las tierras y los lugares legendarios, repasa la larga historia de las utopías. Entre nosotros, no es posible entender los proyectos constitucionales de Miranda sin la influencia de las ideas de Moro.
Utopía, se ha dicho hasta el cansancio, es un neologismo griego (de ou = “no” y topos = “lugar”) que significa “el no-lugar” o mejor, “el lugar inexistente”. En lo que no se ha insistido suficientemente, creo, es en las consecuencias de este significado. “Utopía” no significa un sueño o un proyecto lejano que debemos alcanzar o realizar. Significa, al contrario, que ese sueño está destinado a nunca cumplirse, a no poder llevarse a cabo nunca. Y eso por una razón muy sencilla. Imaginemos que queremos imponer el sueño de la sociedad perfecta. ¿Sería la sociedad perfecta según quién? ¿Sería el sueño de quién? Obviamente este proyecto tendría que imponerse al de los demás, y ahí surgiría de inmediato la represión y el totalitarismo, como advirtió Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos. Popper señaló que todo proyecto utópico es esencialmente totalitario. Yo preferiría decirlo de otro modo. Prefiero pensar que el lugar de la utopía es la ficción, y que tratar de trasladar la utopía al reino de lo real equivale a sembrar la pesadilla. Utopía y realidad no son conceptos afines sino excluyentes. En otras palabras, la única utopía posible es tolerar que cada quien imagine la suya. Tolerancia es la única utopía. Nada que no sepamos los venezolanos.
Como todo gran libro, Utopía nos ha hecho mucho bien, pero también nos ha hecho mucho daño. Su nombre encarna una de las más acendradas enseñanzas de la tradición socrática, pero también uno de los grandes mitos de la modernidad: aquel que nos anuncia que con la sola ayuda de la razón somos capaces de construir una sociedad justa y perfecta. Pero también en su nombre hemos sufrido las más crueles tiranías y guerras, destrucción y muerte.
Mariano Nava Contreras
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