San Jacinto. Parroquia Catedral, Caracas, Venezuela, 1999 / © Ramón Grandal
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El monte de Venus ejerce un rol de distribución de las fuerzas en esta imagen y empuja la mirada como llevada por las aguas de un río. Es como si las figuras humanas y el escenario constituyeran un valle alrededor del abultado pubis, en cuyas praderas corriera un viento de izquierda a derecha.
La muñeca –llamémosla así– absorbe y acapara la atención, por ser blanca y por ser la única figura no “trepidada”, que es como los fotógrafos llaman, con elegancia, al salir movido. En este caso, como suele ocurrir, el grado de nitidez estratifica al elenco entre protagonistas y secundarios, según la mirada recorre el encuadre. Primero topamos con el hombre moreno de cabello gris. Pudiera ser el dueño de la criatura, quien la puso ahí y la protege, pero al mismo tiempo da la impresión de meditar junto a la justicia está sin estar allí del todo. Ensimismado, ignora el monumento, ni siquiera ha funcionado el amago de erotismo de la muñeca. Un ancho surco en la frente nos avisa de que este señor en realidad está lejos, atendiendo asuntos acuciantes. Sea lo que sea que ocurra aquí, no es con él. En un instante la muñeca seguirá prodigando su justicia de mercadillo, pero él ya no estará.
–No me consuela nada –dicen Marco Tulio Socorro, escritor y fotógrafo– que me digan que es la justicia vista por un ingenuo. Torpe será, pero ingenuo no. Este escultor tiene muy claro que la justicia es una minusválida desnuda que aspira a ser sexy para fines crematísticos, apuntando a un “target” que no lee sutilezas, por lo que va por ahí encueros, acarreando dos objetos que han vaciado de su carga simbólica. La balanza tiesa no se inclinará a favor ni en contra de nada. Más que balanza es pancarta, su veredicto está decidido de antemano. Eso que parece un paraguas viene a ser la espada, el castigo, la reparación, la acción física de la justicia en concordancia con lo que dicta la balanza. Veo coherencia entre este fracaso estético y el abismo ético de nuestras cárceles.
Le he enviado la imagen a mi hermano, quien marchó a la emigración pocos meses antes de que fuera captada esta fotografía. Quiero saber si la percibe con la misma mezcla de bochorno, piedad y sobresalto que yo. “La idea de República, entre nosotros”, me escribe, “viene a ser como un proyecto futuro, una especie de teoría que emanan las ciudades hacia espacios donde nunca ha existido justicia reglamentada y donde rige la ley del más fuerte. Uno al norte, el mar, y otro al sur, la selva, vastos ámbitos en los que ningún Estado tiene un control real. Territorios de piratas, contrabandistas, esclavistas, traficantes, asaltantes y demás bárbaros. El drama empieza cuando cuesta diferenciar la civilización de la barbarie. Esta justicia burdelesca de carretera ¿es civilización o barbarie?”.
A mi hermano Marco, la muñeca ¿de yeso? lo remite a la degradación del lupanar. Me llama la atención que no piense en una piñata. Total, las tiendas de artículos para fiestas infantiles tienen –o tenían, ¿cerraron ya todas?– en existencia y exhibidas hacia la calle reproducciones en cartón de las heroínas cinematográficas de las niñas. ¿Te encanta la Sirenita?, aquí te ofrecemos una réplica para que la destroces a palos con tus amiguitos.
La foto fue tomada por Ramón Grandal (1950-2917), fotógrafo cubano residenciado en Venezuela, en 1999, justamente el primer año de gobierno de Hugo Chávez, sedicente “hijo de Fidel Castro”. Si alguien podía saber cuan obscena llegaría a ser la justicia en un país donde había desembarcado Castro era un cubano exiliado.
Para continuar nuestro viaje por la fotografía en el sentido de las manecillas del reloj, tenemos que retroceder hacia la señora borrosa de la derecha. Nariz ancha, pómulos elegantes, labios sensuales, zarcillo. Es la única que está consciente de la cámara. Su mirada es inquisitiva y desconfiada, pero pese a esta interacción que nos plantea, resulta que lo que ocurre en la foto, no es con ella tampoco. A la pregunta de sus ojos, la cámara responde: tú quítate, que no es contigo. Está ahí de mancha, de textura, y también habrá pasado en un segundo. Su función es darle hondura al transeúnte oscuro y la muñeca. Y trazar una diagonal que nos cuelga en esa cruz que aporta, por azar, una señal de tránsito.
Es como si ante la ambigüedad y la insuficiencia simbólica de la estatua, el fotógrafo hubiera buscado el refuerzo de otro símbolo que en nuestra cultura es aliado natural de la idea de justicia. Una cruz, nada menos, con sus tres Marías al pie. Estas aparecen aquí como tres mujeres urbanas, de clase trabajadora, en actitud de descanso o de espera. El estar quietas les ha dado algo más de nitidez, esto nos dice que llevan unos minutos allí, quizá a la espera del autobús. Pero aquí su función es ser tres, ser mujeres y estar al pie de la cruz, víctimas directas de la madre de todas las injusticias, un símbolo que reconocemos aún sin ser conscientes.
El censo de personajes tiene que mencionar al cámara detrás de la cruz y junto al muro, así como al gordo calvo de barba, al que parece que le estuvieran poniendo un micrófono delante. Este detalle pone en contexto la imagen. No es el único registro que está ocurriendo en este instante. Es decir, no hay nada excepcional. No hay noticia, sino información ordinaria.
A la derecha, el corifeo, el “pueblo”, capitaneado por una mujer que parece llevar un bolso, ¿un archivo? apretado contra sí, junto al muro. De la actitud general de la masa que deambula nos habla un papel en el suelo, nítido por su permanencia, al lado de la muñeca, de quien súbitamente nos percatamos de que sigue ahí, Temis sexualizada, más que eso, ofrecida al mejor postor; y que en un segundo vistazo nos revela que quien la imaginó quizá tenía en mente a María Antonieta Pons u otro hombrón de esa generación, con ese pelo a lo Capitán Garfio.
El muro del fondo quiere ser institucional y lo consigue con más éxito que la sinvergüenzona aspirante a Miss Justicia. El muro es alto, blanco y su textura deja claro que es de bloques grandes y sólidos, que no es broma. Por último, el arbolillo de aire desvalido, junto con el corte del encuadre, velan lo justo el logotipo y rótulo del Banco Industrial de Venezuela. La rueda dentada del progreso, asociado al ideal republicano, se suma tarde y ninguneado al saco de símbolos. Como pescueceando.
Es la esquina de San Jacinto. No lejos de los tribunales. El creador de la Dama de la Justicia vendada y despojada de la túnica, así como del moño en lo alto del cráneo, ha podido pensar que, ya que por allí pasan tantos jueces y abogados, pongámosle una versión buenota de la clásica Temis griega, a ver si así la ven. Bien mirada, es una Diosa Canales avant la lettre. Los artistas se adelantan en todo a su tiempo.
Tras su viaje por el cuadro, el ojo regresa obligatoriamente a la protagonista. Para ese momento se nos ha pasado un poco el malestar que a primer vistazo produce su ridiculez, lo chimbo de la representación, lo inapropiado de la premisa. Entonces nos da un poco de ternura la desproporción del brazo derecho, el que en teoría debe sostener con firmeza y sin tembleques la balanza, el prognatismo borbónico de esta Temis del arrabal, los pechos como demasiado estupendos para el tema que nos ocupa, la rayita en el centro del pubis, que no sabemos si es obra del escultor o de uno que pasaba… quizá el mismo que dejó el papel tirado.
Parece que fuera a decir: «¿Saben cómo es la vaina?, que me ladillé». Y, tras arrojar lejos balanza y espada, subiera a lomos de una danta que tuviera por ahí aparcada, para largarse en dirección a la montaña de Sorte, por Yaracuy. En Venezuela.
Milagros Socorro
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