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5 999 999 VECES MÁS es uno de los trece relatos que conforman El reino (Ediciones Puntocero, 2017) el último libro de Lucas García París (Caracas, 1973). Aquí, García hace uso de una de las versiones más conocidas de la teoría conspirativa sobre el personaje de Hitler y construye esta atractiva historia.
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En realidad Hitler no muere en su bunker de Berlín en abril de 1945. Todo es un elaborado montaje para escapar de las fuerzas aliadas que le rodean. El engaño lo organiza un selecto grupo de colaboradores que buscan extender el sueño nazi más allá de la inminente derrota del Tercer Reich. Convencen a Hitler de que Eva Braun debe morir: la presencia de su cadáver aportará credibilidad a la historia del pacto suicida entre los amantes. Hitler duda, pero finalmente su instinto de conservación y la continuidad del ideal ario acaban por convencerlo. Engaña a Eva. Le hace creer que se inmolarán juntos, su amor inmortal celebrado en los interminables salones del Valhala, o alguna otra desbordada fantasía teutónica por el estilo.
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Eva se lleva la pistola a la sien. Hitler le acaricia el cuello, sus ojos rebosantes de lágrimas. «Nos veremos en un instante», le susurra. Da luego un par de pasos hacia atrás. Observa cómo los sesos de Eva Braun vuelan por los aires y se distribuyen, con arbitrariedad, a lo largo de una rugosa pared de cemento gris.
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Haciéndose pasar por un civil brutalmente quemado, su cuerpo cubierto de vendas sucias y fluidos ajenos, Hitler abandona Berlín en un convoy de la Cruz Roja. En una camilla, a su lado, una mujer con el rostro lleno de metralla gime llamando a su hijo. Nadie en el camión parece escucharla. Su cara está cubierta por una tela empapada y sus lamentos parecen venir de muy lejos.
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Hitler ya se ha sometido a una a primera cirugía plástica. En una cabaña en medio de las montañas retira las vendas de su rostro. Un cualquiera calvo, de barba canosa mal afeitada, lo contempla con desprecio y perplejidad desde el espejo resquebrajado.
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Hitler cruza la frontera a Italia, rumbo a Nápoles, junto con un oficial de la SS y un financista de Hamburgo. Todos viajan bajo nombre falso. Por motivos de seguridad, ninguno de los viajeros conoce la verdadera identidad de sus acompañantes. Hitler intenta entablar conversación con el chófer del Lancia negro en el que viajan. Non parlare, le dice, sin verle, el chófer.
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Pasan la noche en una villa abandonada, donde ratas enormes recorren los antiguos frescos en las paredes enmohecidas. Descascaradas escenas de pasados aristocráticos. Hitler cena raciones K del ejército americano, spam enlatado en procesadoras cárnicas de Chicago que, pocos años atrás, han sido la referencia de sus subordinados para el diseño de los campos de exterminio. La cena le sienta mal. Sale a vomitar a un jardín cubierto con malezas, vigilado de lejos por el chófer del Lancia. En los grumos de su bilis disolviéndose en la tierra, Hitler cree ver formas cambiantes. A veces grupos de cadáveres apilados, a veces multitudes interminables, similares a las que alguna vez corearon su nombre.64
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Hitler recorre la cubierta de un carguero. Forma parte de una docena de nazis prófugos–militares, miembros del partido, empresarios afectos al régimen, un par de periodistas, un director de cine– disimulados entre los pasajeros italianos que se van a hacer la América. Hitler camina entre calabreses mal encarados, su nuevo rostro produciendo expresiones de contenido asco y pavor. A veces lo invade una sombría sensación de paz. Un estado interno que puede describirse de absoluta calma y silencio: un silencio como el que debe guardar el mayordomo frente a sus amos, un silencio como el de quien se esconde, un silencio de cosas que ya no tienen utilidad y son olvidadas por sus dueños en los fondos de los cajones.
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Duerme mal en las noches. Tiene un sueño recurrente en el que a veces Eva Braun, a veces su madre, a veces una mujer que es la mezcla de las dos, recorre desnuda las ruinas de Berlín. Sus pies descalzos pisan los cascotes y van llenándose de cortes y rasgaduras hasta que solo girones de carne sanguinolenta recubren apenas los huesos. Eva Braun o su madre, o esa mujer que es la mezcla de las dos, no parece sufrir ningún dolor ni reparar en los pies desollados y, en cambio, lo llama en susurros repite su nombre, lo busca con parsimonia entre los cascotes.
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Hitler se establece en un principio en Buenos Aires. Nadie en la comunidad de fugitivos nazis bonaerense conoce su verdadera identidad y le toman por un funcionario prófugo, de mediana jerarquía en el régimen. Intercambia saludos escuetos y comentarios intrascendentes sobre el clima en clubes sociales y estancos. La paranoia le hace desconfiar de todos. Habla un español gangoso con voz atiplada. Si alguien le pregunta quién es o qué hace responde que es un profesor de filosofía y se encuentra escribiendo una tesis cuyo tema cambia con cada encuentro. Se despierta de golpe en las noches esperando su inminente captura por los rusos o los americanos. Toma ansiolíticos que le hacen perder el sentido del tiempo y el espacio, sufre a veces episodios que duran solo unos segundos, unos segundos eternos, donde olvida que se encuentra en Buenos Aires y se cree aún en el búnker, a su alrededor las calles de Berlín en ruinas, sus enemigos acechando entre los cascotes y el humo.
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Acude a una fiesta muy bebido, atiborrado de pastillas. Le parece ver agentes judíos encubiertos en todas partes. La fiesta se celebra en una casona a las afueras de Buenos Aires y por un momento cree que los han reunido a todos, en aquel lugar tan apartado, con la intención de tenderles una emboscada y fusilarlos. Mantiene la compostura a duras penas. Conversaciones esporádicas con otros invitados que dicen haber compartido con el Führer momentos íntimos que él no recuerda para nada. Se sorprende hablando de sí mismo, amargamente, con una mujer obesa que lo observa con recelo. No debió haber ordenado la retirada de sus tropas en Rusia; Rommel era en realidad un patriota. A media noche arriba a la casona una limusina escoltada por soldados. El general Perón desciende acompañado de Evita. Otra Eva, piensa deslumbrado Hitler. La mujer parece brillar en la oscuridad, su piel la pantalla de seda de una lámpara finísima y majestuosa. Pero este efecto cesa con la proximidad. A medida que la mujer se acerca, Hitler puede ver la capa de maquillaje, el diagrama de venas violáceas en los brazos, los lunares oscuros.
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Los invitados levantan sus copas. ¡Sieg Heil!, exclama el general Perón. ¡Sieg Heil!, contestan todos, incluido Hitler
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Hitler se muda a un pueblo cercano a Bariloche, a un chalet en el que vivirá hasta su muerte en 1969. Cría pastores alemanes que vende con mayor o menor fortuna. Desarrolla una moderada adicción a la morfina, que consigue a través de otro refugiado nazi, un ginecólogo destacado en Sobibor que ahora mantiene un discreto consultorio odontológico en el pueblo. Da largos paseos por las montañas, acompañado de sus perros. Se masturba ocasionalmente, viendo revistas pornográficas argentinas y excitado por mujeres de dudosa procedencia racial.
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A lo largo de los años, se va enterando de la muerte del puñado de selectos colaboradores que participaron en el montaje de su muerte. Las noticias llegan por diferentes canales: a veces un titular en el periódico (dos son «cazados» por los servicios de inteligencia israelí), a veces por el ginecólogo/odontólogo, otras veces por cartas, escritas en clave y cada vez más espaciadas, que recibe de la organización secreta que lo ha ayudado y mantenido durante todos estos años. Con cada fallecimiento, Hitler tiene la impresión de que su identidad se va disolviendo, o va perdiendo «capas», o es como un rompecabezas ya armado al que se le van retirando las piezas hasta desaparecer. Para 1958, todos los implicados en su fuga han muerto, por lo que la única persona en el mundo que sabe que Hitler es Hitler, es Hitler.
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A veces se inyecta morfina por las noches invernales de Bariloche y sale fuera de su cabaña, recitando a gritos fragmentos de sus antiguas alocuciones. Las montañas y los pinos un público silente y detenido. Los pastores alemanes suelen acompañarle por un momento con largos aullidos angustiosos y luego toman asiento a su lado, escuchándolo, suponemos, sin entender nada de lo que dice.
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Para comienzos de 1966 la salud de Hitler es bastante precaria. Primeros síntomas de demencia senil (cambios bruscos de humor, lapsus de memoria, insomnio), problemas renales y hepáticos derivados de una dieta irregular y el consumo de morfina. Cansancio, fatiga.
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Bebe una cerveza con el odontólogo en el pueblo. Son contadas las ocasiones en las que se sientan en el bar, en el reservado más distante, intercambiando frases en alemán en voz baja, susurrando, cuidando de no ser escuchados. Desconfían de todos. En realidad, en el pueblo nadie les presta mayor atención. Si acaso, los tratan con un morbo ocasional e indolente.
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El odontólogo recuerda a una actriz famosa durante la guerra y aunque Hitler la conoció, no lo se lo dice, escuchándolo con fastidio; y en la barra del bar un televisor, el dueño sintonizando los canales en busca de un partido de futbol que aún no comienza, deteniéndose en un documental de la ii Guerra Mundial, toma en blanco y negro, temblorosa, de los campos de concentración, prisioneros esqueléticos, vestidos con uniformes grisáceos, la voz del narrador del documental diciendo «… según los cálculos, al menos 6 000 000 de seres humanos fueron llevados a los campos de exterminio. Hombres, mujeres y niños que encontraron la muerte en…». Cambio al canal del encuentro, Hitler pensando en la cifra («seis millones»), por un momento maravillado, por un momento sorprendido, tal vez con cierta angustia, y luego olvidándolo todo, en la televisión los jugadores llevándose la mano al pecho para escuchar los primeros acordes del himno nacional.
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Los hippies tocan a la puerta de Hitler, le piden permiso para pernoctar en su terreno hasta la mañana siguiente. Hitler los escucha con una mano temblorosa en la espalda, sosteniendo una vieja Luger. Son jóvenes y ve muchachas en el grupo, lozanas y rubias. Asiente malhumorado, los pastores alemanes ladran nerviosos. En la noche ve a los chicos levantar tiendas con retazos de telas (manteles, sábanas, banderas) al lado de dos furgos vw, para reunirse luego alrededor de una fogata. Se inyecta una dosis y se acerca a saludarlos, atraído básicamente por las muchachas que visten ropa de hombre y no usan sostén. Los chicos agradecen su hospitalidad, lo invitan a compartir una botella de vino. La velada transcurre, alguien toca una guitarra. Hitler se entera de la existencia de los Rolling Stones, a quienes aborrece porque no son Wagner, alguien le pasa un porro. Las chicas practican el amor libre con los chicos en las tiendas de campaña, a veces la silueta de los cuerpos en las telas como mutaciones bicéfalas gimiendo entre la música. Alguien le brinda un hongo a Hitler. «¿Un hongo?», pregunta Hitler. «Sí un hongo», le explica el chico que tiene una barba rala y rubia y que a Hitler le recuerda a aquel judío famoso, Jesucristo. El chico le dice que el hongo crece en la bosta de las vacas y que al ingerirlo produce alucinaciones, que cree que a Hitler le puede gustar, porque se ve que es «un tipo buena onda». «¿Buena onda?», pregunta Hitler, y una chica sonriente aparece cubierta con una piel de becerro, toma el hongo de la mano del muchacho con sus finos dedos y lo coloca en los labios de Hitler, que lo engulle también sonriente y le pregunta a la chica su nombre y la chica responde «Eva».
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Hitler de nuevo en el búnker, en la pantalla de su sala privada la filmación de una ópera; Wagner, por supuesto. Los colores como aquellos que él usaba en las acuarelas, pero sacudidos por vibraciones espasmódicas, chillando con voces wagnerianas. Los hippies se reproducen, se vuelven millones, millones de jóvenes hermosos; las chicas desnudas, los chicos antiguos guerreros arios; el pecho descubierto, erguidos de cara al amanecer sobre ilimitados trigales; un nuevo ejército brotado de nuestra madre patria aria, y Hitler habla en alemán, les cuenta que él es su Führer, que ahora sí marcará el inicio del imperio de los mil años, que lo de antes fue un ensayo y esto es serio, y les grita que lo acompañen, y los hippies en realidad ven al anciano parado frente a la hoguera, riendo, balbuceando frases inconexas; las chicas sonriendo al notar la erección del viejo bajo la tela desgastada del pantalón de sucia pana y luego viéndolo alejarse de golpe de la hoguera, caminando hasta perderse en la oscuridad, diciendo «síganme» en un alemán que nadie comprende y riendo, riendo, riendo.
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Hitler despierta en las montañas. Vomita. Se levanta perdido, tiritando, enfebrecido, busca un punto de referencia para encontrar el camino a la cabaña. Tarda dos horas en regresar. Para ese entonces los hippies ya hace mucho que se han ido. En el pueblo comentarán sobre la hospitalidad del viejo alemán con los locales y escucharán, con sorna y despreocupado escepticismo, las historias que se cuentan respecto a él y al odontólogo. Mientras tanto, Hitler entra tambaleándose por la puerta del chalet. Los perros lo miran malhumorados porque aún no han comido. Hitler sin aliento, dando un par de pasos en la estancia, superado por los vértigos. «No puedo respirar», le dice a uno de los perros, que lo observa ya sea sin comprender o comprendiéndolo y sin poder hacer mayor cosa al respecto. Un dolor avasallante como un inmenso y repentino tajo, le recorre el pecho. Cae de espaldas, fulminado. Levanta las manos. «¡Me estoy muriendo!», piensa sorprendido. Los perros lo ven agonizar, hambrientos.
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Se hace la oscuridad. Hitler, que no alberga mayores esperanzas sobre el destino de su alma inmortal, se prepara para la posibilidad de dirigirse al infierno. Y no como un castigo por los actos que ha realizado en contra de la Humanidad, al fin y al cabo el juez sería el Dios de los judíos y ese no existe o es tan miserable como aquellos. No, irá al infierno por haber fallado en instaurar el reino de los mil años. Su castigo será un castigo impuesto por Odín, o tal vez por el espíritu ígneo de los Padres Antepasados Arios o alguna otra desbordada fantasía teutónica por el estilo.
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Entonces lo sacude el dolor y la luz. Y luego, frente a él, las formas de una habitación a oscuras. No siente su cuerpo. Tal vez no ha muerto sino sufrido un ictus que lo ha paralizado. Tal vez aún se encuentra en el suelo de su chalet, de noche, y los perros indiferentes contemplan desde la oscuridad su cuerpo inmóvil. Entonces percibe un movimiento en la periferia de su campo visual. Descubre el fragmento de una colcha y luego unas manos diminutas. Tarda varios minutos en aceptar y, luego de aceptar, tarda otros varios minutos más (¿o son años?, ¿o son siglos?, ¿o son milenios? No, son solo minutos) en comprender. ¿Comprender qué? Que de alguna manera, que aún no entiende del todo, su alma inmortal ocupa ahora el cuerpo de un bebé.
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No tiene ningún control sobre el cuerpo. De vez en cuanto percibe sensaciones, pensamientos informes. Calor, el alivio al hacerse encima, el miedo a la oscuridad a su alrededor. No tiene ojos propios que cerrar. Registra todo lo que sucede sin descanso, sin pausa. Las horas se extienden interminables. Por algún lugar se cuelan los rayos del sol e iluminan las secciones de una habitación. Ve los barrotes de madera de una cuna y el cielorraso, supone, de un apartamento. Voces que provienen de una calle, el tráfico de vehículos, cascos de caballo. Llanto. Hitler siente la punzada del hambre, el abrumador anhelo de contacto materno. Una mujer, gruesa y joven, enorme como una montaña, se asoma al borde de la cuna. Ropa de cama. Murmura unas palabras, toma al bebé. Hitler se deja llevar por el vértigo del movimiento, las pequeñas manos buscando el seno tras la tela, la avidez por la leche. Hitler sobrepasado por el seno que lo ocupa todo, el sabor dulce de leche, la desesperación de no tener ojos y no poder cerrarlos. Una nana en alemán. Luego las palabras cambian y Hitler, junto con el sabor agrio del pezón, el roce de la tela y el espanto, reconoce expresiones en yiddish. «He aquí el destino de mi alma inmortal», se dice. «Mi castigo». Hitler atrapado en el cuerpo de un niño judío.
El infierno.
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Hitler presencia cada fracción de segundo, dentro y fuera de este cuerpo en el que se haya atrapado. Jacob, el tercer hijo de una familia de panaderos hebreos. Algún lugar en Alemania, a comienzos del siglo xx. La caída del imperio astro húngaro, la derrota en la primera guerra mundial. Los senos insipientes que una tarde en el parque le muestra una niña a Jacob, las reprimendas del padre y la madre. El tiempo pasa, interminable. Una mañana la familia escucha las noticas del golpe en Múnich liderado por el joven Adolf. El miedo anida en el cuerpo de Jacob. Hitler, allá adentro, enloquece varias veces y vuelve a recuperar la cordura. El padre de Jacob, alarmado. Vándalos han reventado a pedradas las vitrinas del negocio, familiares cercanos hablan de emigrar, el ambiente se está volviendo cada vez más peligroso para los judíos. Jacob hace el amor por primera vez, se corre en segundos sobre el cuerpo de una muchacha rubia, que susurra torpes palabras de amor. Se siente vacío, se siente ajeno. En el liceo se aburre mortalmente en clases, pelea con jóvenes alemanes que repiten consignas nacionalistas, atiende el negocio de la familia con desgano, lee a escondidas revistas de farándula, el dedo repasando los perfiles de las estrellas de los films de moda. Hitler suplica por un momento de silencio, por el vacío, por la desaparición, pero sus plegarias no son atendidas. El tiempo pasa, interminable. Jacob se escapa de casa, llega a Berlín, trabaja en un cabaret, limpiando el local al cerrar. Una madrugada, pasando la fregona, el dueño lo escucha cantar y le dice que tiene buena voz. Algunas veces Hitler pide perdón a Odín, tan intensamente que si tuviese voz sus alaridos se escucharían en el Valhalla, pero o a Odín no le importan sus lamentaciones o a lo mejor Odín no existe. Jacob bajo las luces del escenario canta vestido de frac. Descubre su vocación y descubre también, alarmado, excitado, que le gusta el dueño del cabaret. Hitler chilla (es una expresión, se entiende, ya que técnicamente no tiene voz, ni siquiera boca, ¿no?, como ya lo hemos explicado) cuando el dueño del cabaret entra en Jacob y lo abraza entre gemidos. En la radio suena la voz del Führer, chillando frente a miles, la voz eléctrica y estridente proclamando un nuevo orden. Canciones de cabaret, una y otra vez. Jacob se reúne con su padre, que no lo reconoce. En medio de una fiesta, su amante le presenta a un alto jerarca nazi. Le susurra al oído «pueden enterarse de que somos maricas pero que jamás se enteren que eres judío». Miedo. Miedo. Miedo. Hitler, allá adentro, enloquece varias veces y vuelve a recuperar la cordura. Se escucha a sí mismo notificar al glorioso pueblo alemán la invasión a Polonia. Se escucha a sí mismo anunciar el decreto mediante el cual se deben legitimar los documentos de procedencia y nacimiento que certifiquen la pureza racial. Se escucha a sí mismo varias veces más y ya no entiende lo que dice. Jacob recibe una carta de una hermana. La familia ha vendido todas sus pertenencias y escapan a América. Jacob se encuentra con un funcionario en un callejón oscuro. Una mamada y 50 000 marcos por unos documentos de pureza racial con los sellos oficiales. Miembros de la SS en las mesas próximas al escenario. Hitler, allá adentro, a veces espera que lo saluden, otras se siente caer, ahogado por el pánico que recorre al cuerpo que lo aprisiona. El tiempo pasa, interminable. Jacob ve desaparecer a las personas a su alrededor. Desaparecen los comunistas, los judíos, los intelectuales, los atletas, los borrachos, las putas, los viejos. Una noche desaparece también el dueño del cabaret. Sobre el escenario contempla al público, compuesto exclusivamente por nazis. Jacob cruza la frontera rumbo a París, el soldado en la estación le pregunta el motivo de su viaje. Jacob explica que va de gira, el soldado revisa de nuevo los papeles, llama a un superior, miran los dos la documentación. El tiempo pasa, interminable. Jacob en otro tipo de tren, de vuelta a Alemania. Cientos de personas hacinadas en el interior del vagón, olor a heces y orín, a miedo y desesperación. Un viejo cae y no se vuelve a levantar. Un niño deja de llorar y la madre se lamenta sin fuerzas. Hitler, en el interior, guarda silencio. Jacob ya no siente miedo, solo un cansancio abismal. Recuerdos fugaces de sus padres, del dueño del cabaret. Tararea canciones que nadie escucha. Por fin se abren las puertas. Algunos no bajarán jamás. Gritos y órdenes. Golpes y culatazos. Alguien se retrasa y recibe un tiro en la cabeza. Hitler, en el interior, guarda silencio. Jacob sabe que pronto todo va a terminar, pero Hitler sabe más, sabe con terror, sabe con ansiedad, sabe cómo va a terminar todo. Enloquece y recupera la cordura una y otra vez. Una fila para los hombres y los viejos, otra para las mujeres y los niños. Entregar escasas pertenencias, ropas meadas y sucias, firmar documentos. Gritos y órdenes. Golpes y culatazos. Alguien se retrasa y vuelven a disparar. Jacob se pone a cantar, desnudo; le ordenan cerrar la boca y no hace caso y el polvo germicida le impregna el paladar y tose hasta perder la razón. Lo arrastran vestido con un mono gris. Uno de los hombres que lo sostiene le suplica que no vuelva a cantar, pero Jacob recupera el aliento y entre nauseas que Hitler no puede ignorar, comienza a musitar otra canción. Lili Marleen. La puta Lili Marleen. Los guardias arrastran a Jacob y lo golpean sin piedad. Algo se rompe, algo se hincha. Es más duro respirar y más difícil ver. Jacob vuelve a cantar y las canciones suenan extrañas porque ahora faltan algunos dientes y el viento entre los nuevos espacios en la boca juega malas pasadas con el fraseo y la entonación. Hitler guarda silencio. Han pasado segundos, han pasado mil años. Jacob camina en otra fila. Rumbo a las duchas, le dicen. Huele a cenizas y el polvo reseca el paladar. Todos desnudos en medio de la penumbra, se adentran en la edificación. Jacob siente los escalofríos que preceden a la salida al escenario, la noche del gran estreno. Imagina las luces del cabaret, su boca acercándose al micrófono. Empieza a cantar mientras fluye el gas y Hitler intenta agradecer a Odín y al espíritu ígneo de los Padres Antepasados Arios pero le falta convicción y no puede hilar las palabras y solo recuerda la voz del narrador, en una televisión que aún no ha sido inventada, diciendo «… según los cálculos, al menos 6 000 000 de seres humanos fueron llevados a los campos de exterminio…».
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Entonces lo sacude el dolor y la luz. Hitler lo comprende todo. «Esto apenas comienza», se dice, antes de volver a enloquecer. «Esto apenas acaba de empezar».
Aún faltan, al menos, unas 5 999 999 veces más.
Lucas García
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