Monumento funerario de Fiódor Dostoyevski. Fotografía de Antonio Marín Segovia
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1839, Rusia. Una vela ilumina tenuemente la mesa donde un joven de diecisiete años lee un libro de tapa negra, con letras muy pequeñas y papel de Biblia. Es un ejemplar usado de Los Bandidos de Friedrich Schiller, comprado por menos de un centavo de dólar. El joven lo ha leído tantas veces que memorizó los errores del traductor. Vive en un cuarto alquilado en la Escuela de Ingeniería de San Petersburgo. Todavía no conoce la ciudad. Le resulta sombría y peligrosa. Afuera llueve, pero no se escucha la lluvia. El silencio agudiza su soledad, la hace agradable y lacerante al mismo tiempo. El invierno alcanza los quince bajo cero, y no hay suficiente leña para repeler el avance del frío, que se arrastra lentamente por el piso hasta encoger sus dedos.
Cuando va por el mejor momento del libro, alguien toca la puerta tres veces. Son las diez de la noche. Es inusual una visita a esta hora. El joven, que dispone de una calvicie precoz y de una mirada dura, abre la puerta con temor. El visitante es un amigo, de los pocos que tiene. Su cara expresa preocupación. El joven lo invita a pasar y lo primero que observa del visitante es una carta en su mano derecha. Antes de entregársela, el amigo inhala despacio, lo mira con dolor, y le dice:
—Tu padre ha sido asesinado.
Así empieza el tercer año universitario de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), quien cumplirá doscientos años el 11 de noviembre de 2021 (el 30 de octubre según el calendario juliano, usado en Rusia hasta el 14 de febrero de 1918). Su bicentenario ofrece la ocasión para honrarlo y estudiarlo. Y al estudiarlo reconocemos que su arte posee la posibilidad más elevada, que es permitir a cualquiera verse reflejado en ella. Además divierte, asombra, instruye, estremece.
Si buscamos los orígenes de su creatividad en su biografía, en sus libros y en su correspondencia, podemos encontrar cuatro fuentes: la pobreza, el trauma en Siberia, la aspiración literaria, y su interioridad. Comencemos por la primera.
Pobreza
Los asesinos más memorables en las historias de Dostoievski mataron por dinero. El apremio económico de sus libros fue uno de los tantos elementos que reflejó de su propia vida. Así lo podemos notar en toda su correspondencia, que relata cuarenta años de desgracias. Dice André Gide (Premio Nobel en 1947) que cuando leemos las cartas de Dostoievski esperamos encontrar a un dios, y nos encontramos con un hombre enfermo, pobre, y desprovisto de elocuencia. Él mismo comentaba su incompetencia para las cartas. No sé escribir cartas —apunta en una—. No sé escribir acerca de mí. Sin embargo, ellas nos sirven para encontrar al hombre real, al que viene enfrente del artista, al que sufre terriblemente la materialidad del mundo.
Mi querido buen padre —escribe en 1838—, ¿en serio puedes pensar que tu hijo te exige demasiado cuando te pide una pensión? (…) Quiero considerar tus dificultades, así que renunciaré al té, y te pediré solo lo más necesario para dos pares de botas (…) Me encuentro en tal situación que estoy dispuesto a ahorcarme. No puedo pagar mis deudas ni marcharme por falta de dinero (…) Durante toda mi vida —confiesa a los cincuenta años— he trabajado para ganar dinero, y toda mi vida he estado necesitado. Y ahora más que nunca.
En la primera etapa de su carrera literaria, que va desde 1843 a 1849, escribió varias novelas cortas y traducciones aparentemente mediocres. Fueron años de osadía, mimesis e incertidumbre, marcados por la pobreza y por sus inicios en el nicho artístico de Rusia. De esta manera le cuenta a su hermano Miguel, a los 22 años, justo después de renunciar al ejército:
Sí, hermano, sé que mi posición es desesperada. (…) Nunca tuve la intención de permanecer largo tiempo en el servicio. ¿Por qué desperdiciaría mis mejores años? (…) La única pregunta es qué haré por el momento. Ni siquiera tengo dinero para comprar ropa de civil. Si no recibo dinero desde Moscú enseguida, estoy perdido. En serio, es una certeza que me enviarán a prisión.
Para ese entonces estaba trabajando en su primera obra original, Pobres gentes (1846), una hermosa novela epistolar que narra la relación entre un viejo funcionario y una jovencita, ambos pobres. El éxito fue instantáneo. De la noche a la mañana, Dostoievski se convirtió en una promesa literaria. El principal crítico ruso de la época, Visarión Belinsky, lo recibió entusiasmado, creyendo haber descubierto una obra maestra, y con razón. Pero la dicha no duró un año. Su ambición y su inmadurez se combinaron con la presión por mantener a sus hermanos menores. Sin apoyos, Fiódor había asumido la responsabilidad financiera de su familia. En menos de un año publicó tres novelas que fueron mal recibidas: El doble (1846), El señor Projarkin (1846) y Novela en nueve cartas (1847). A todas las clasificaron de copias de otro escritor ruso, Nikolai Gógol, y el súbito prestigio se convirtió en inseguridad, soledad y deudas.
Este es el tercer año de mi actividad literaria —escribe en 1847—, y vivo como en un sueño. No puedo ver la vida, no tengo tiempo para concientizarme ni para aprender algo. Quiero aferrarme a algo sólido. La gente ha creado una fama dudosa sobre mí, y no sé cuánto tiempo durará este infierno de pobreza y constante trabajo apresurado. ¡Si pudiera estar en paz tan solo una vez!
La incipiente carrera finaliza en 1849, cuando lo acusan de conspirador y lo condenan a muerte. Se trata del momento más crucial de la existencia de Dostoievski. Y a la vez, marca el inicio de su trauma en Siberia, la segunda fuente de su impulso creador.
Siberia
A sus 27 años lo culpan de pertenecer al Círculo Petrashevski, un grupo socialista que supuestamente planeaba una revolución contra el zar. Lo encarcelan por ocho meses junto a seis jóvenes. En diciembre los trasladan a una plaza pública para fusilarlos. Les tapan la cabeza, les dan un crucifijo, y los dividen en dos grupos. Lo primero que les cruza la mente son sus seres queridos. Dostoievski ve a su hermano Miguel y reconoce cuánto lo ama. Los demás se abrazan y besan el crucifijo. Están listos para morir. En el último instante llega un jinete con una carta. La lee en voz alta y dice que la sentencia ha sido cambiada. Ya no morirán fusilados, sino que los enviarán a Siberia a cuatro años de trabajo forzado, a los que se suman cinco años como soldado.
Al parecer no existen cartas entre 1850 y 1854, que es su período siberiano. Lo que sí sabemos es que Dostoievski convive con asesinos, violadores y ladrones en las barracas más frías e infelices del mundo. Camina con grilletes amarrados al pie. Duerme mal, sobre tablas sin colchón, entre cucarachas, chinches y piojos. La puerta del refugio se cierra todas las noches con candado para que nadie escape. El invierno alcanza los cuarenta bajo cero, y en verano el calor se condensa con el sudor, los excrementos y la suciedad de los reclusos. No se ve nada a través de las pequeñas ventanas, repletas de hielo y mugre. Destruye su estómago por comer mal. Su dieta consiste en coliflores, agua y sopa. Padece de hemorroides, reumatismo, fiebres altas. Fuma histéricamente. Visita el hospital varias veces. Se le congela el pie. Sus nervios lo atormentan. Experimenta drásticos cambios de ánimo: ira, alegría, resignación, impaciencia, rencor, tristeza, pudor. Algunos lo insultan y otros lo entienden porque reconocen que tiene una condición mental, un extraño nerviosismo que evolucionaría a epilepsia. Se enfrenta a hostilidades constantes. Lee a escondidas y enseña a leer a otros presos. No habla con nadie del mundo exterior. Lo vigilan y lo amenazan frecuentemente. Pero a pesar de todo, después de cuatro años de prisión, dice estar “bastante bien». Así le escribe a su hermano Miguel, en la legendaria carta del 22 de febrero de 1854:
Ha pasado una semana desde que salí de prisión. Te mando esta carta en la clandestinidad más estricta; no menciones una palabra a nadie. (…) ¿Qué es lo más importante? Cuando reflexiono, veo que esta página es demasiado pequeña. ¿Cómo podría impartirte lo que está ahora en mi mente, las cosas que he pensado, las cosas que hice, las convicciones que adquirí, las conclusiones que encontré? No puedo ni siquiera intentar la tarea (…) Hermano, no me olvides. Te escribo y te regaño y dispongo de tu propiedad. Pero mi fe en ti no se ha extinguido. Eres mi hermano, y solías amarme. Necesito dinero. Necesito algo con qué vivir, hermano. Estos años no han pasado en vano. Necesito dinero y libros. Lo que gastes en mí no será desperdiciado. Si me ayudas, no estarás robando a tus hijos. Si vivo, yo te repararé con intereses, oh, miles más. (…) Por mi alma, todo está claro. Veo todo mi futuro, y todo lo que lograré, plenamente frente de mí. Estoy contento con mi vida. Sólo temo al hombre y a la tiranía (…) La eterna concentración en mí mismo ha brindado sus frutos. Ahora hay en mí múltiples exigencias y esperanzas en las cuales antes nunca había pensado.
Firme en su destino literario, Dostoievski mantiene sus esperanzas a pesar de haber vivido el infierno en la Tierra. El constante diálogo consigo mismo, y el hecho de aceptar su desgracia, le permite confiar en su eventual liberación. El despojo lo aferra al presente. No se afana en el futuro, vive su triste y austera cotidianidad de preso. Sin fuerza, busca certezas, temas, personajes. Capta cada impresión. Contempla el dolor porque sabe que es el mejor maestro. Estudia el alma de los desdichados. Delibera sobre Dios, filosofía, historia. Sueña con la gloria de sus maestros: Victor Hugo, Shakespeare, Balzac, Pushkin, Gógol. Descubre difusamente las directrices de su propia obra. Experimenta goces y dolores solamente atribuidos a místicos. Empieza a nacer el Dostoievski que hoy conocemos. En Siberia nace la llamada “religión del sufrimiento” en Dostoievski, que viene a ser uno de los rasgos emblemáticos de la literatura rusa del siglo XIX. Allí —como dice el ensayista Ignacio Millán— reside el secreto de la profundidad y de la sinceridad dramática de las historias de Dostoievski. He ahí la segunda fuente de su manantial creativo.
Aspiración
Podríamos pensar que la intención, la longitud, y el contenido de sus grandes obras —que son Los hermanos Karamázov (1881) y Crimen y Castigo (1866)—, provienen de un artista desmesuradamente ambicioso. Pero no, Dostoievski no escribía para la gloria, la mitad de su ser era demasiado humilde para eso. Digo la mitad porque Dostoievski era un sujeto radicalmente dual, y múltiple. En él habitaban todas las tendencias, si no hubiese podido crear personajes tan antagónicos y verosímiles. En el Dostoievski maduro, la tendencia moral que más sobresalió fue la del cristiano y asceta. Este era su ideal, el anhelo de su corazón contradictorio. Ese anhelo es también el fondo y el mensaje de su obra. En este sentido, pensar que la ambición era uno de sus motores sería un fallo natural.
Por eso, los personajes más desgraciados de sus historias, como Ivan Karamázov, Raskolnikov, la abuela de El jugador, Stravroguin y Kirilov, manifiestan formas distintas de ambición y soberbia. Todos terminaron locos, muertos, condenados o quebrados. A través de ellos el ruso avisa los peligros de la inteligencia sin fe, cuyas consecuencias inmediatas son el nihilismo y la permisividad. Asimismo, los héroes de sus novelas simbolizan la posición contraria. Alyosha Karamázov, el príncipe Mishkin, y Sonia de Crimen y Castigo, son representaciones de Jesús, símbolos de la abnegación y la compasión.
Pero a pesar de su cristianismo, y considerando las dificultades de su vida, el genio de Dostoievski debía tener un motor, una llama más allá de la moral que lo impulsase a seguir entre tantos infortunios. Esa llama era la aspiración, que se diferencia de la ambición porque es más sensata y menos arrolladora. Su base es la esperanza y el servicio, no el deseo. El Diccionario de la Real Academia asegura esta distinción, pues define la aspiración con un sentido religioso, muy pertinente en nuestro caso. Dice que la aspiración es el afecto encendido del alma hacia Dios. Mientras que la ambición es el deseo ardiente de conseguir algo, especialmente poder.
La aspiración de Dostoievski era grande e intensa, claro, pero literaria. Las cuatro “caras” que le atribuyó Freud —el literato, el neurótico, el pensador ético y el pecador— giraban en torno a su anhelo artístico. Nunca estuvo enfermo de poder ni atención. Sus cartas están repletas de referencias hacia sus modelos; en todas se trasluce la ilusión de emularlos, y de buscar la realización a través de la escritura. Veamos ésta, del 24 de marzo 1848, en la que afirma sus aspiraciones a pesar de la incertidumbre:
He jurado, por más difícil que sea para mí, que me recompondré, y que bajo ninguna circunstancia trabajaré por órdenes. El trabajo hecho por órdenes me oprime y me arruina. Quiero que cada uno de mis esfuerzos sea incontrovertiblemente bueno. Solo mira a Pushkin y Gógol. Ambos escribieron muy poco, pero ambos merecieron monumentos nacionales.
O esta, escrita en agosto de 1849 desde prisión:
Es un pecado desalentarse… La verdadera felicidad consiste en un excesivo trabajo realizado con amore.
Y luego, con la mirada en el futuro:
En cuanto salga comenzaré a escribir. He llevado una vida muy intensa en los últimos meses, y durante el tiempo que me espera, ¡qué cosas voy a ver y experimentar! No me faltarán temas para escribir enseguida.
A los 33 años caduca su condena en Siberia y lo transfieren a una base militar en Semipalatinsk, actual Kazajistán. Allí pasa los cincos años más grises y tediosos de su vida. Logra escribir una bella historia infantil llamada El pequeño héroe (1857), y se casa con una viuda llamada María Issayev, con quien nunca fue feliz. La soledad, la monotonía, y el mal humor eran constantes. Desde pequeño había sido inestable y cavilante, pero también terco, admirablemente terco. En marzo de 1856 afirma:
Puedo hacer algo digno; no soy, precisamente no soy, un hombre sin talento, tacto y principio. (…) Cuando uno tiene poderes mentales y espirituales que no puede ignorar, uno sufre profundamente con la inactividad. No soy apto para la carrera militar (…) Puedo atraer atención, recuperar mi buen nombre, y hacer mi vida un poco más fácil, pues no poseo nada salvo este, posiblemente modesto, talento literario.
En 1859 lo jubilan del ejército con permiso directo del zar. Pronto recupera su posición legal y su título de ingeniero —el cual nunca ejercerá—, y entra en la tercera etapa de su vida, la de 1859 a 1865, con una absoluta confianza en su vocación literaria.
Vida interior
Hemos mencionado tres fuerzas. Sabemos que la pobreza, el trauma en Siberia, y la aspiración literaria fueron manantiales para Dostoievski. Pero nos falta una. Una que viene a ser el fundamento de las anteriores. Sin ésta, el ruso no hubiese podido escribir una sola línea memorable, y menos aún superar las dificultades de su vida. Nos referimos a su vida interior, al diálogo y al silencio consigo mismo. Ella es la clave del genio de Dostoievski. Y aunque resulte imprudente resumirla en pocas líneas —pues tanto el arte como la interioridad de este hombre son inabarcables— sí podemos afirmarla. Ya Gide lo hizo, al decir:
Era uno con Cristo y Sócrates en la convicción de que los eventos exteriores de la vida del hombre son de poca importancia en comparación con la historia interna de su espíritu. (…) y en todos lados expresó esta distinción.
El mismo Fiódor lo menciona en una carta de 1854, cuando empezaba su vida en Semipalatinsk:
No se produce ningún acontecimiento exterior, ninguna alteración en mi vida, ningún accidente. Pero lo que transcurre en mi alma, en el corazón, en el espíritu, lo que ha brotado, madurado y marchitado, lo que ha sido desechado al mismo tiempo que la cizaña, eso no se menciona ni se explica en un pedazo de papel.
En las últimas palabras del Padre Zosima, quien representa al cielo en Los Hermanos Karamázov, encontramos una lección sobre los goces de la interioridad, un sentimiento cercano al éxtasis del querido Whitman:
No busques nunca recompensa, porque ya es grande la que consigues en esta tierra: tu júbilo espiritual, que es únicamente patrimonio del justo.
La observación de sí mismo es lo que permite a Dostoievski sobreponerse a sus tormentos. Le permite comprender a los demás. Es la fuente de su empatía. Y esa empatía es lo que lo faculta a crear esos extraordinarios personajes, que son, junto a sus frenéticas tramas, la gran e indiscutida maravilla de sus libros. Siempre cercanos y duales, orgánicos y contradictorios, apasionados e intelectuales, religiosos, humildes, miserables, perversos y viciosos, los sujetos de Dostoievski son el centro de su arte.
En el ensayo Dostoievski y el parricidio (1922), Freud menciona este poder interior. El sicólogo sostiene que el ruso hubiese sido un criminal sino hubiese interiorizado su fuerte tendencia destructiva, o Thanatos (pulsión a la muerte). En vez de exteriorizarla, que es lo que hace un asesino o un ladrón, la interiorizó. Esto ilustra varios puntos importantes. Por ejemplo, en su obra, la interiorización del thanatos explica el minucioso componente pérfido de sus historias. Y en su vida personal, revela la razón de su persistente sentimiento de culpa, de su masoquismo, y de su ludopatía.
Zweig también concibe la interioridad del ruso como el filtro por el cual se subliman los eventos exteriores. Y de la sublimación, como sabemos, aparece el arte. Así nos dice:
Tan bien sabía transformar sus humillaciones, que sólo el más cruel de los destinos podía estar a su altura. Pues precisamente de los peligros logra sacar la mayor seguridad interior (…) Vista como una tragedia desde el punto de vista artístico, la vida de Dostoievski es moralmente una conquista sin igual, porque es el triunfo del hombre sobre su destino, una transmutación de la existencia exterior a través de la magia interior.
Raúl De Armas
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