Transeúntes caminan por el puente de Brooklyn en dirección contraria a las torres del World Trade Center, antes de su colapso, el 11 de septiembre de 2001. Fotografía de Henny Ray Abrams | AFP
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“Próxima estación: New York Penn Station”, dijo la voz de la acomodadora. El tránsito hacia la ciudad acababa de ser reiniciado y ahora el tren partía de la estación de Newark avanzando despacio. A la derecha, entre una tupida maraña de árboles el skyline de la ciudad comenzaba a perfilarse. Me preparé para verificar con mis propios ojos lo que ya había visto un millón de veces en las noticias. El sur de la ciudad había cambiado por completo. Un inmenso hueco se podía divisar hacia los lados de Battery Park y en el lugar que hasta hace demasiado poco tiempo ocupaban las torres gemelas, se elevaba una alta columna de humo que, empujada por los vientos del otoño, se movía lentamente hacia el norte envolviendo a la ciudad con un espeso velo ceniciento. “Qué solitarios se ven el Empire State y la torre Chrysler —pensé—, parecen dos monarcas desguarnecidos sin sus torres”.
Habían pasado tan sólo dos días, pero parecían dos siglos. La noticia me había sorprendido al llegar a la universidad el martes 11 de septiembre a las nueve y media de la mañana, cuando un par de amigos me detuvieron con cara de alarma en medio de la calle: “¡Supiste la noticia!” Corrimos al televisor más cercano. En el Centro de Estudiantes una muchedumbre de rostros lívidos veía, en un silencio de otro mundo, las imágenes de las dos titanes incendiarse y luego volverse añicos. “Esto es grotesco”, dijo alguien. “Esto es ridículo”, respondió una estudiante de 20 años. En los rostros no había rabia ni lágrimas, sino sorpresa. Nadie tenía mucha idea del número de gente que podía haber en las torres a esa hora del día, sólo se adivinaba que era demasiada. Una viejita que parecía haberlo visto ya todo, dijo sin dramatismo: “Este es el día más triste de mi vida desde el asesinato del presidente Kennedy”.
Desde entonces, en Rutgers University —localizada a cincuenta minutos de Nueva York— las expresiones de dolor y pasmo no habían dejado de sucederse. A mediodía todas las actividades académicas fueron suspendidas. Pero los estudiantes se negaban a irse y, casi sin querer, comenzaron a reunirse en grupos para organizar vigilias y especular juntos sobre lo que acababan de ver. Los comentarios parecen simplistas o triviales, pero quizás esta dificultad de asimilar lo que entra por los ojos y de calcular sus efectos sea el único alivio posible, el límite que separa la razón de la locura.
Era la una de la tarde cuando emprendí el regreso a casa. Al contrario de lo que pasaba a esa hora en los restaurantes del centro de New Brunswick, que usualmente se encuentran desbordados por el personal de la universidad y los empleados de la Johnson & Johnson, estaban desiertos. La gente había perdido el apetito y se encontraba hablando en las aceras y esquinas o escuchando los boletines radiales y televisivos.
A partir de ese momento, cada minuto se vivía como si fuera el último. En la televisión se repetían hasta el infinito las imágenes de los aviones chocando con las torres, los torbellinos de papeles luego del desplome y el huracán de escombros persiguiendo por las calles a los transeúntes que corrían despavoridos. Los sobrevivientes narraban su huída desesperada de las torres y los testigos contaban cómo habían visto saltar personas desde los pisos más altos, a un kilómetro de altura. Una mujer se sacaba las partículas de despojos enredadas en su pelo, mientras le contaba a un periodista que se había salvado gracias a haber perdido el tren del subway. Pocas horas después, el Robert Wood Johnson, uno de los principales hospitales de Nueva Jersey, se encontraba desbordado por la cantidad de donantes de sangre y una multitud ansiosa por enrolarse en servicios de voluntariado. Los médicos y enfermeras iban de un lado al otro sin malgastar movimientos ni perder tiempo en detalles insignificantes.
A las seis de la tarde en las casas, en el hospital, en los pocos cafés y comercios que quedaban abiertos, en los carros, en las calles y todos los teléfonos del país, las conversaciones giraban en torno a un tema único. En este punto la tragedia se había desencadenado en expresiones de dramatismo. “Esto es tan loco”, repetían una y otra vez la gente que lloraba abrazada en las aceras.
Pero poco después de caer la noche el dramatismo comenzó a traducirse en crudas expresiones de represalia. Hay algo que no cuadra y es urgente encontrar un culpable. “Hay que partirle el alma a los malditos bastardos que nos hicieron esto”, escuché reclamar en la avenida Easton a un hombre con aire profundamente indignado. Los nervios en la calle están a flor de piel. La gente ha comenzado a colgar banderas en las antenas de los carros. Las reacciones de los políticos no eran por lo demás demasiado distintas a las de la gente común. “Los Estados Unidos cazará y castigará a los responsables de este acto de cobardía”, había dicho el presidente George W. Bush en su primera alocución después del ataque. “Esto es un acto de guerra. Estados Unidos llevará al mundo a la victoria”, agregaría horas más tarde. Esa misma noche la senadora y ex primera dama Hillary Clinton declaraba a la cnn: “Esto ha sido un ataque no contra Estados Unidos, sino contra todo el mundo civilizado. Cerraremos filas con el Presidente hasta darle a los culpables un castigo ejemplar”.
Ciudad en cuarentena
Eran las cuatro y media de la tarde del jueves 13 de septiembre. Habían pasado casi cincuenta y tres horas desde que los aviones comerciales se habían estrellado contra las torres del World Trade Center como dos balas de plata. El tren se deslizó morosamente y en absoluta oscuridad por el túnel de acceso hasta detenerse en el andén 4 de la Pennsylvania Station, justo debajo de otro de los símbolos de la ciudad, el Madison Square Garden.
Al contrario de lo que esperaba, en la estación un torrente humano se movía con ritmo aún más febril que de costumbre. Pero al salir a la calle, pude comprobar lo que ya había escuchado muchas veces: la ciudad ya no era la misma. Los neoyorquinos, que de ordinario son locuaces o arrogantes y siempre frenéticos, se encontraban sumidos en una especie de letargo que los hacía caminar arrastrando los pies. Pero a pesar del paso de zombies que llevan sus cuerpos, los ojos se mueven inquietos revelando la gran ansiedad de no saber si los ataques son el clímax de la pesadilla o tan sólo el principio. Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue la cantidad de gente que llevaba máscaras para respirar, como pulpos pegados a la cara.
En vez de tomar el subway, bajé desde la calle 34 caminando por la Séptima Avenida. Aunque era imposible, la ciudad se empeñaba tercamente en recuperar la normalidad. Muchos comercios y boutiques estaban abiertos, pero no había clientes ni nadie haciendo window shopping. Los carros de la policía, los bomberos y otros cuerpos de ayuda se abrían paso a toda velocidad mientras sus sirenas disparaban ráfagas de colores y sonidos que barrían las calles en varias manzanas a la redonda.
A medida que me aproximaba al down town, los signos de la catástrofe se hacían cada vez más evidentes. Al volver la vista hacia los edificios, las ventanas aparecían cubiertas con la bandera americana. No sólo la gente llevaba lazos y brazaletes en señal de duelo, sino que los postes y casetas telefónicas se encontraban empapelados con las fotografías de las personas desaparecidas.
Una de ellas es Gennie Gambale, de 27 años, que había sido vista por última vez en el piso 105 de la torre norte el martes a las ocho y media de la mañana. Otro era Richard “Dick” Morgan, un financiero de 66 años, que según la información del volante había sobrevivido al cáncer de piel. Ese día llevaba una camisa azul, su anillo matrimonial y un reloj del ejército suizo. Nadie lo había vuelto a ver desde el 11-S. Los volantes también le pedían a quienes supieran de gente desaparecida que velaran por sus mascotas, pues a estas alturas había muchos animales esperando a sus amos sin comer ni beber. Nada más neoyorquino que ésta implacable preocupación por los animales, pensé.
Cerca de la calle 23 el aire de Nueva York comenzaba a tener un olor metálico y el sabor picante de los gases lacrimógenos. Le pregunté a una muchacha con pinta de modelo y que paseaba un perrito hasta dónde estaba permitido el paso. “Si tienes una buena excusa o un recibo de teléfono para mostrar que vives en la zona, tal vez te dejen pasar después de la 14. Aunque no te sugeriría que fueras más allá de Houston, si no quieres entrar en otro mundo”, me advirtió.
En la alcabala de la calle 14 se agolpaba todo tipo de gente, desbordando a los policías con solicitudes de paso. “Mi hermano está en el Saint Vincent Hospital…”. A pesar de sus buenas maneras, los policías eran inflexibles en el cumplimiento de las medidas de extrema urgencia que habían sido tomadas para prevenir el caos.
Al llegar al Saint Vincent experimenté una intensidad del dolor que no alcanzaba a vislumbrar en las imágenes televisivas, las fotos y los testimonios. Los muros aledaños al hospital y las unidades móviles de los canales de televisión se encontraban tapizados de extremo a extremo con centenares de fotografías. En las leyendas de los retratos se apuntaban las señas particulares de los desaparecidos y de las personas a quienes contactar en caso de haberlos visto. Todos incluían una característica física o de personalidad resaltante: el cabello, un tacón especial para disimular la cojera, una sonrisa de comercial de televisión, una placa de veterano de guerra, un tatuaje alrededor del antebrazo en forma de serpiente que se muerde la cola o de corazón flechado con una rosa entornada a la altura del tobillo. Era como si de repente la tierra se hubiera tragado a miles de personas y sus familiares se empeñaran en recordar que habían existido, que no habían sido meros fantasmas o números de la seguridad social.
El momento de pánico había quedado atrás. Desde la mañana no se habían producido nuevos rescates, pero un enjambre de camarógrafos y reporteros seguían clavados en el islote frente a la entrada de emergencia y apuntaban nerviosamente sus cámaras hacia la más mínima señal de actividad. Los reporteros entretenían la falta de nuevas noticias, tomando testimonios que mostraran el lado humano de las víctimas y desaparecidos. Algunos miembros del personal médico y de las brigadas de auxilio paseaban su rostro fatigado por los alrededores o hablaban por teléfonos celulares.
Los neoyorquinos saben que algo les fue arrebatado en esa mañana diáfana, que la ciudad ha sido vulnerada, que pasará mucho tiempo antes de que las almas de sus muertos reposen en paz. Lo que más me impresionaba, sin embargo, era la indoblegable esperanza de los familiares que, acuclillados en las esquinas, aguardaban desde hacía dos días a que por obra de un milagro sus seres queridos salieran con vida del montón de hierros retorcidos y trozos de concreto de las moles derribadas 20 cuadras más abajo. “Mi hijo, mi hijo; quiero encontrar a mi hijo”, decía con voz jadeante una señora de unos 60 años sosteniendo la fotografía de un hombre de 39, corredor de la firma Cantor Fitzgerald.
Abandoné el Saint Vincent a las seis de la tarde. A pesar de ser una de las zonas más bulliciosas de la ciudad, el Greenwich Village guardaba un silencio brutal. Por unas cuantas calles sólo vi parejas deambulando y grupos de hombres homosexuales y travestis con mascarillas conversando entre susurros a las puertas de los locales vacíos.
Cuando salí de New Brunswick había un profundo cielo azul sin nubes; aquí los espirales de humo se deslizaban con paso lento y acompasado hasta que una densa tiniebla se apoderaba de las calles semidesiertas. Sin haber estado nunca en una guerra, tuve la sensación de atravesar un campo arrasado después de una batalla. A diferencia de muchas otras ciudades, en Nueva York el predominio de los trazos en línea recta le da a las calles una vertiginosa perspectiva. Hace apenas tres días, al bajar por la Séptima Avenida, los edificios se alineaban un tras otro hasta formar gigantescas murallas paralelas que se abrochaban al fondo con las dos descomunales torres gemelas. Ahora la perspectiva se interrumpía sólo por la nube tóxica. Recordé lo que había dicho una mujer en la televisión: “Siento como si a la ciudad le hubieran volado sus dos dientes delanteros”.
Zona cero
A partir de Houston Street comenzaba lo que los expertos en desastre han llamado la zona cero. La seguridad es casi infranqueable, de modo que la mayoría de las personas que han venido a practicar el voyeurismo de la catástrofe o el turismo del desastre con sus cámaras fotográficas y de video, tienen que conformarse con agitar banderines y corear a los socorristas que salen de la zona prohibida cubiertos por una gruesa costra de polvo y ceniza.
Una noche turbia comenzó a caer a las siete y media. En vano intenté que la policía me dejara entrar en el campo cero. Al fondo se oía el ruido de la maquinaria pesada y se veían las siluetas espectrales de las grúas levantando escombros. Crucé Houston hasta que finalmente, un sargento me dio paso por la alcabala de Bowery Street.
De allí en adelante caminar se convirtió en un ritual de muerte. Una brisa helada arrastraba periódicos con la imagen de las dos torres ardiendo. También venían flotando y rodando otros papeles: facturas telefónicas cubiertas por un manto de hollín, memorandos, notas de transacciones bursátiles con las esquinas chamuscadas o salpicados con extrañas manchas. Subían y bajaban como sostenidos en vilo por ese aire espeso, denso y salado que me recordó al mar muerto. ¿De dónde venían y cómo habían llegado hasta aquí? Tuvieron que viajar un kilómetro o quizás más desde el epicentro del desastre. Mientras caminaba pensé para mis adentros que tal vez se trataba de los vestigios un vasto naufragio. Era ese el otro mundo al que se refería la muchacha del perrito. La vibra era realmente pésima, como si cada átomo estuviera cargado malignamente, como si el tiempo se hubiera fracturado y la ciudad se hubiera despertado convertida toda en una ruina, incluso cuando apenas había comenzado a desmoronarse. Un abrasador y nauseabundo vapor de formaldehído impregnaba todo lo que se respiraba y se adhería en lo más profundo de la ropa. Los olores tenían una penetración insoportable. “Tendré que desnudarme en las escaleras y botar todo esto antes de llegar a casa”, pensé. Los trenes del subway no podían circular por temor a que las vibraciones produjeran nuevos derrumbes. El alumbrado público no funcionaba y muchos edificios de esta zona habían sido evacuados, de modo que la calle permanecía completamente a oscuras. Mientras caminaba casi a ciegas, un teléfono público comenzó a repicar sin nadie que lo atendiera. A las puertas de la estación de bomberos de LaFayette había capillas funerarias vestidas de flores, como pequeños monumentos a los cientos de bomberos desaparecidos.
En el camino le pedí un cigarro a un fotógrafo. Intentó encender el fósforo varias veces. “Esto es increíble”, me dijo como electrizado mientras sostenía la llamita entre sus dedos. “No quiero estar en un sitio así nunca más en mi vida”, concluyó antes de reemprender el regreso. Los equipos de maquinaria pesada, camiones de bomberos y convoyes militares estaban estacionados a todo lo largo de la calle, desde el Puente Manhattan hasta la entrada del Holland Tunnel. Detrás de ellos las fachadas de las tiendas de China Town, iluminadas por potentes lámparas de emergencia, resplandecían con coloridos fulgores. Al fondo, se escuchaban las voces distorsionadas por los altavoces y las radios. Los sonidos llegaban con eco como si emergieran del fondo de una cueva. Los carros de la policía y las ambulancias pasaban a toda velocidad. La realidad se movía a un ritmo desquiciado, aunque el desorden, el humo y las luces creaban la ambigua impresión de estar viviendo en cámara lenta.
La gente común se había retirado de las calles y sólo quedaban los parias que pasaban la borrachera, el personal involucrado en la remoción de escombros y salvamento, y los vecinos que se habían negado a abandonar sus casas. Muchos permanecían sentados en el borde de las aceras mientras contemplaban absortos las caprichosas volutas y las figuras que el humo iba dibujando sobre los encristalados rascacielos de Wall Street.
“Ésta ha sido una semana tan mala. Vi a las dos torres caer desde este mismo punto. Por primera vez en 35 años he sentido a la ciudad tan golpeada”, me dijo un hombre que atiende una ferretería tomándome del brazo. “Las vi”, repitió abriendo los ojos y es como si yo mismo pudiera ver en sus retinas el reflejo de las moles desplomarse y volverse un impenetrable hongo de escombros. Por lo que me contó parecía no haberse movido de ahí en más de dos días. Permanecía de pie, sin pestañar, con la mirada clavada en dirección a los monumentos que habían sido borrados del mapa. El hombre no se lamenta. Dice creer que Dios es justo, pero sus ojos transmiten una infinita tristeza. “Esta ha sido una semana muy mala”, lo escucho repetir. Yo no tenía nada que decirle.
A las nueve y media decidí volver. En la intersección de Canal Street y la Sexta Avenida encontré a un obrero de construcción trocado en socorrista que se hallaba trabajando a una cuadra del World Trade Center cuando sucedió la tragedia. Desde entonces no había abandonado el campo cero. Era imposible distinguir el color original de sus ropas. Todo su cuerpo estaba cubierto por un polvo caliginoso. Se sacudió las botas para demostrarme que eran negras y no blancas como se veían. Luego me puso de frente sus manos despellejadas y sin que se lo pidiera comenzó a recordar de modo espontáneo, aunque monocorde, lo que había vivido durante los dos días que pasó excavando. Primero mencionó las explosiones y las personas saltando por las ventanas en medio del pánico. Después se demoró en un inventario desordenado de todo lo que se encontraba disperso por la zona cero. “Allí hay de todo: celulares, carros, computadoras, dinero, tarjetas de crédito, joyas… Nadie toca nada porque sería un sacrilegio”. Por último se detuvo en descripciones gráficas de los cuerpos horriblemente destrozados bajo el peso de las vigas de acero, de los zapatos, piernas, brazos, las prendas de vestir y objetos personales que se podían ver colgando de los árboles que se mantuvieron en pie. “Tengo los ojos verdes de esa muchacha grabados en mis ojos. Me acerqué a verla y en su pecho había una plaquita que decía Katie. Intenté moverla pero al levantar la viga que tenía encima, su cuerpo se separó en dos partes”, concluyó extendiéndome un pequeño sobre con fotos de los despojos. Miré las fotografías y se las devolví. “Ojalá Dios no haya sido el autor de este holocausto, hermano”, me dijo, y un estremecimiento me recorrió los huesos.
Reanudé la marcha hacia el norte. Al trasponer Houston, se abría otra ciudad. Una muchedumbre silenciosa encendía velas en un semáforo que había sido adornado como un altar votivo. Todo estaba muy quieto. Me detuve un momento. Y luego seguí caminando sin volver la vista atrás.
Entré al subway en la Sexta con Bleeker. El vagón estaba lleno de un gentío silencioso. Al cerrarse las puertas en la calle 17 apareció un hombre diminuto y locuaz.
-Good evening, ladies and gentlemen. Buenas noches, damas y caballeros- dijo -en un inglés y un español atravesado por un acento de las antillas- y luego le presentó a su público lo que vino a vender.
-Batteries, baterías. Las tengo doble A y triple A- repetía como un loro, zigzagueando entre los pasajeros con pasos rápidos y nerviosos.
Nadie le hizo caso hasta que prorrumpió otra vez a todo volumen.
-Uuuuhhhh…!!!! Señorita usted tiene unas hermosas piernas.
Y en un mismo instante todas las miradas se concentraron en una mujer negra de casi dos metros de estatura que llevaba un short minúsculo y viajaba de pie sostenida sobre un par de esbeltas extremidades.
-Uuuuhhhh…!!!! A mis ojos usted es una sú-per-es-tre-lla –dijo enfatizando cada palabra.
Y todos en el vagón sonreímos.
***
Este artículo fue publicado originalmente en Prodavinci el 11 de septiembre de 2013.
Boris Muñoz
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