
William S. Burroughs
«Me veo obligado a aceptar la aterradora conclusión de que nunca
habría llegado a ser escritor si no hubiera sido por la muerte de Joan».
(William S. Burroughs)
A William S. Burroughs le gustaban básicamente tres cosas: los hombres, las drogas y las armas. Precisamente por culpa de todo lo anterior le agarraría gusto también a la escritura y se convertiría entonces en “El viejo Bill”, “El loco Bill”, “El gran Billie”, apodos con el que se bautizó a uno de los autores más representativos y provocadores de la generación beat. Ah, y existe un cuarto elemento al que Burroughs amó de una manera imperfecta, nociva, extraña, pero es que no sabía hacerlo de otra manera: su esposa Joan Vollmer, a quien asesinó la terrible noche del 6 de septiembre de 1951 en el 122 de la calle Monterrey, colonia Roma, Ciudad de México. Quedaba Burroughs viudo, aparte de dos niños huérfanos que ese día se habían quedado al cuidado de una vecina en la calle Orizaba, a unas siete cuadras de donde ocurrieron los hechos.
Dicen los testigos, que esa noche se reunían en una pequeña pero frenética fiesta en el apartamento de John Healy, becario estadounidense que estudiaba español en el México City College, que de pronto Burroughs –espoleado quién sabe por cuántas ginebras, tequilas, rones y otros aliños– sacó su pistola Star.380 que siempre llevaba consigo y le dijo a su esposa que estaba en idéntico estado de ebriedad:
– Escucha Joan, ¿recuerdas a Guillermo Tell?
– Claro, la leyenda suiza que inspiró Wilhelm Tell de Friedrich Schiller. Dispara con una ballesta a una manzana posada sobre la cabeza de su hijo. Solo por no reverenciar a su opresor.
– Exacto. ¿Te animas? Nunca he fallado.
Dicen que Joan apuró el último trago. Permitió que el loco de su marido, en precario equilibrio, le pusiera medio vaso de ginebra sobre la cabeza, se alejó entonces unos pasos, apuntó con el arma…
– Vamos, hazlo: ¡dispara! –lo retó ella.
Y William presionó el gatillo. Por un momento se hizo el silencio. En el apartamento de Healy, en la colonia Roma, en toda la Ciudad de México. Hasta que sonó un grito, probablemente del propio Burroughs, cuando vio a su esposa desplomada con un tiro en la sien y con el piso y las paredes manchadas copiosamente de sangre.
Joan fue trasladada a la Cruz Roja ubicada en la vecina colonia de Polanco. Pero llegaría sin vida al hospital. Burroughs fue apresado de inmediato. Un periodista de La Prensa logró sacarle una breve entrevista al gringo borracho que había asesinado a su mujer por lucirse con su arma frente a los amigos. De ahí las únicas declaraciones que se tienen del incidente en la voz de su perpetrador: «Mi esposa había tomado algunas copas. Yo saqué la pistola para mostrarla a mis amigos. La pistola se resbaló y cayó, golpeándose con una mesa y se descargó. Todo fue puramente accidental».
Joan Vollmer fue enterrada en el Panteón Americano de Ciudad de México: ahí reposan sus restos, ojalá que descansando en paz. Era una autora de cierto renombre pero a la larga sería olvidada, mientras que su marido, sobre todo a partir de este parteaguas, se dedicaría de lleno a la escritura (algo que hasta ahora había acometido sin mucho rigor y menos convencimiento) y se convertiría en uno de los representantes más famosos del movimiento beatnik y entre los autores más reconocidos del siglo XX.

Joan Vollmer
El loco Bill fue hallado culpable de homicidio, pero estuvo preso apenas trece días en el Palacio de Lecumberri ―un curioso centro de detención que cuenta en su historial con otros presos insignes como Álvaro Mutis, Ramón Mercader (el asesino de Trotski), José Agustín y David Alfaro Siqueiros. Se dice que el joven Burroughs contrató los servicios de un abogado que era un pillo de siete suelas: Bernabé Jurado, conocido como “el rey de los tramposos y un sagaz corruptor de jueces” quien consiguió su libertad por medio de un amparo. Se dice que las autoridades estadounidenses también metieron su cuchara para sacar a ese ciudadano americano envuelto en tan escandaloso crimen no solo la cárcel, sino de México. Años después, mientras Burroughs escribía su famosa obra Almuerzo desnudo en Tánger, un abogado mexicano reabrió el caso y solicitó su extradición, pero a la larga no se le dio curso a la causa.
Pero viajemos al pasado para entender la relación de William y Joan mucho antes de que se pusieran a jugar Guillermo Tell en la defeña colonia Roma. Vámonos a la Nueva York de mediados de la década del cuarenta con unos seres fuera de control marcados, cada uno a su manera, por la guerra. Por un lado estaba Joan Vollmer cuyo marido se había ido al frente de batalla dejándola en casa al cuidado de su pequeña hija (Julie), inmersa en la depresión, adicta a las anfetaminas y a la benzedrina (droga que se podía comprar legalmente en las farmacias en aquellos tiempos). Joan tenía una vida disipada y andaba maljuntada (o depende de cómo se mire) con unos jóvenes literatos irreverentes que escribían con furia contra el sistema moral estadounidense, practicaban el amor libre, rendían culto al jazz subterráneo y usaban drogas duras: Allen Ginsberg, Neal Cassady, Jack Kerouac y quien fuera la esposa de Kerouac (y luego la autora de su biografía): Edie Parker. Recién llegado su marido de la guerra, Joan le pidió el divorcio; el hombre, al verla en tal estado de adicción y en compañía de semejantes amistades (la crema y nata del beatnik que, aunque abrieron las puertas al movimiento hippie, eran más cercanos a una banda punk), se lo concedió inmediatamente. Entonces Ginsberg, el gran poeta autor de El aullido, tuvo la luminosa idea de presentar a Joan a un amigo cercano (muy cercano, pues se asegura que fueron amantes) que sería como su «contraparte masculina». El tipo en cuestión era un flaco huesudo, abiertamente homosexual, un joven proveniente de una familia acomodada que gracias a la influencia de sus padres y a un supuesto diagnóstico de trastorno severo de ansiedad fue dado de baja del ejército de manera que nunca fue a la guerra: se llamaba William Seward Burroughs y estaba ya enganchado a la heroína.
A Joan le pareció fabuloso aquel candidato que le proponía Ginsberg. Ni siquiera le importó que a William le gustaran abiertamente los hombres, ni tampoco su adicción a la heroína, ni que fuera un insigne forjador de recetas médicas ilegales, ni tampoco que estuviera implicado en un caso de asesinato, pues resulta que Lucien Carr, un joven amigo de Kerouac y de Burroughs –se dice que el elemento que servía de engrudo para mantener unida a toda esa banda de desaforados– hacía poco tiempo se había visto obligado a defenderse con su cuchillo de boy scout: le asestó tres puñaladas a un hombre mucho mayor y más grande que intentó abusar sexualmente de él, le llenó los bolsillos de piedras y lo arrojó al río Hudson. Una vez consumado el crimen buscó consejo en Burroughs, quien tibiamente le recomendó que confesara su crimen en la comisaría. Posteriormente buscó a Kerouac, quien decidió llevarse al muchacho al MoMa porque con buen arte moderno se piensa menos en esas cosas tan desagradables. En fin, que la policía le estaba siguiendo la pista a Burroughs y a Kerouac pues, estando al tanto del crimen cometido, nunca fueron a denunciarlo sino que guardaron cómplice silencio. Además, Burroughs no se ayudaba porque el negocio de la falsificación de recetas médicas era algo que favorecía enormemente a sus amigos y a sí mismo, y por si fuera poco –siendo un tipo brillante, nieto del hombre con su mismo nombre que había inventado y vendido más de un millón de calculadoras Burroughs– era capaz de explicar pormenorizadamente cómo sintetizar la droga deseada a partir de la compra de cuál fármaco, para luego someterlo a qué procesos químicos y a qué temperaturas, mezclándolo luego con qué catalizador para obtener entonces cuántos gramos de droga. Vamos, que era como el profesor Walter White de la serie Breaking Bad pero metido en el huesudo cuerpo de un escritor de la generación beat. Para colmo de males un día fueron sorprendidos por la policía Joan y Billie en plena consumación de eso que el personaje de La naranja mecánica llamaba “the old in out in out” dentro del auto, en plena vía pública, por lo que fueron arrestados por indecencia.

Burroughs peleando con Kerouac. Fotografía de Allen Ginsberg
Burroughs, por sus problemas de adicción y sus fechorías como forjador de recetas para conseguir medicamentos controlados, fue puesto tras las rejas. Mientras que a Vollmer se le recluyó en una institución mental para tratar sus problemas de esquizofrenia y adicción. Burroughs logró salir de la cárcel –una vez más por intercesión de su influyente familia– y en un gesto de auténtico amor (Burroughs siempre insistió en que no había amado a nadie tanto como a aquella mujer) se fue hasta el psiquiátrico donde tenían recluida a Joan y logró sacarla de allí. Decidieron irse a Texas, donde fueron también perseguidos por las autoridades, así que dieron un segundo salto, esta vez al otro lado de la frontera. Acabaron viviendo en Ciudad México a la que Burroughs describió con estas palabras:
Era una ciudad de un millón de habitantes con aire claro y brillante, y un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y despiadado azul mexicano.
Se establecieron en la colonia Roma. A Burroughs aquello le pareció fascinante, fue en México donde decidió seriamente que él también sería escritor y que algo tenía que ofrecerle al mundo en esa materia. La Roma, que antes había sido un barrio exclusivo y elegante, se estaba convirtiendo en una zona bohemia, de esas donde pasaban cosas, cosas que alejaban a la gente que quería una vida tranquila pero que atraía a sujetos de todas partes del mundo, incluyendo a los irreverentes jóvenes de la generación beat. Imperaba allí ese espíritu que más tarde recogería el loco Bill en estas líneas:
La Ciudad de México me gustó desde el primer día que llegué. En 1949 era un lugar barato para vivir, con una gran colonia extranjera, burdeles y restaurantes fabulosos, riñas de gallos, corridas y todas las diversiones imaginables. Un soltero podía vivir bien por dos dólares al día.
Digamos que William se desbocó en México, le dio rienda suelta a su consumo de drogas, alcohol y a su vida más frenética; retomó con bríos sus relaciones con otros hombres, así que Joan se fue quedando sola, apartada y deprimida. Fue entonces cuando la joven sufrió un ataque de poliomielitis que le afectó para siempre su pierna izquierda y, como además no conseguía benzedrina (droga a la que era adicta), se fue entregando progresivamente al alcohol, al aislamiento. Estaba sumida en una vida que había perdido todo arraigo y rumbo, y además con dos criaturas a cuestas: la hija de su primer matrimonio y el pequeño William Jr. de apenas un año, fruto de su matrimonio con el escritor.
Y aquí acabamos dando la vuelta para caer de nuevo en la noche del 6 de septiembre de 1951, con Joan de apenas veintiocho años, el día cuando logró convencer a su vecina del 210 de la calle Orizaba (edificio que no sobrevivió al terremoto de México de 1985) para que le cuidara a los niños por unas horas. Esa noche en que decidiría caminar las siete cuadras que la distanciaban de la fiesta donde ya estaba su marido con sus amigos y sus drogas y su arma Star.380; ahí, en el departamento identificado con el 10 sobre la puerta en el 120 de la Calle Monterrey. Sin sospechar siquiera que en pocas horas aceptaría el reto de William y en ese acto ella perdería la vida y él cambiaría drásticamente la suya.
Hoy en el 120 de la calle Monterrey funciona un puesto de tacos –antes estaba el Bounty, el bar que recibía a los miembros de la generación beat con su servicio de comida y bebida desde las 7 a.m. hasta las 11 p.m.– y en el apartamento identificado con el número 10 viven tres hermanas solteras con sus cinco perros, todos ellos de muy pocas pulgas y ellas todas malas. Las señoras no abren la puerta jamás, no saben por qué tanto güero se empeña en tocarles el timbre. Es una casa normal: no tiene nada de especial ni nada qué mostrar y se pueden ir todos largo a la chingada. Algunos conocedores dicen que tienen razón, que la muerte de Joan Vollmer Burroughs a manos de su marido, el viejo loco Bill, fue realmente en el número 8, en el apartamento ubicado al otro lado del pasillo. Ese lugar está habitado por fantasmas, consumido por la humedad, se cae a pedazos después de décadas de absoluto abandono. Y sí, lo más probable es que los hechos hayan ocurrido en ese trozo de la Roma que es un limbo entre este mundo y el oscuro más allá.
José Urriola
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