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Texto escrito justo antes de que Solzhenitsyn fuera expulsado de la Unión Soviética en 1974 y fue publicado originalmente en el Washington Post el 18 de febrero de ese año
«Hace tiempo no nos atrevíamos ni a susurrar. Ahora escribimos y leemos samizdat, y a veces cuando nos juntamos en la sala de fumadores del Instituto de Ciencias nos quejamos unos a otros: ¿qué malas pasadas nos están jugando y a dónde nos arrastran? Alardeamos gratuitamente sobre los logros cósmicos mientras existe pobreza y destrucción en casa. Respaldamos regímenes lejanos, no civilizados. Iniciamos la guerra civil. Acogemos temerariamente a Mao Tse-tung –y seremos nosotros a quienes envíen a la guerra contra él, y tendremos que ir–. ¿Existe alguna salida? Encima someten a juicio a quien les da la gana y meten a los cuerdos en los manicomios –siempre ellos, y nosotros permanecemos incapaces–.
Las cosas casi han tocado fondo. Ya nos ha afectado a todos una muerte espiritual universal, y la muerte física pronto se inflamará y nos consumirá a todos y a nuestros hijos –pero seguimos riéndonos cobardemente, igual que antes, y refunfuñamos sin mordernos la lengua–. ¿Cómo podemos detener esto? ¿Carecemos de fuerza?
Nos han robado la esperanza, y hemos sido tan deshumanizados que por la modesta ración de comida diaria estamos dispuestos a abandonar todos nuestros principios, nuestras almas, así como todos los esfuerzos que realizaron nuestros predecesores y todas las oportunidades para nuestros descendientes –pero que no molesten a nuestra frágil existencia–. Carecemos de firmeza, de orgullo y de entusiasmo. No tememos ni a la muerte universal por las bombas nucleares ni a una Tercera Guerra Mundial, y ya nos hemos refugiado en las grietas. Sólo tememos a los actos de valor civil.
Sólo tememos separarnos de la manada y dar un paso solos, y encontrarnos de pronto sin pan blanco, sin calefacción y sin estar empadronados en Moscú. Hemos sido adoctrinados en cursos políticos, y de la misma manera se fomentó la idea de vivir cómodamente, y que así todo vaya bien para el resto de nuestra vida. No es posible huir del entorno y de las condiciones sociales.
La vida diaria define la conciencia. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Acaso no podemos hacer nada?
Pero podemos –podemos hacerlo todo–. Nos mentimos a nosotros mismos a cambio de seguridad. No son ellos los culpables de todo –lo somos nosotros mismos, sólo nosotros–. Se podría objetar que hasta un juguete puede pensar lo que quiera. Nos han amordazado. Nadie quiere escucharnos y nadie nos pregunta. ¿Cómo obligarles a escuchar? Es imposible cambiar su forma de pensar.
Sería normal votar para expulsarlos del poder –pero no hay elecciones en nuestro país–. En Occidente la gente conoce las huelgas y las manifestaciones de protesta, pero nosotros estamos demasiado oprimidos y de hacerlo nuestras perspectivas son terribles: ¿cómo renunciar a un puesto de trabajo y echarse a las calles? La amarga historia rusa ya exploró durante el siglo pasado otros caminos que resultaron fatídicos. No son caminos para nosotros y sinceramente no los necesitamos.
Ahora que las hachas han hecho su trabajo, cuando todo lo que se sembró ha brotado de nuevo, vemos cómo se equivocaron aquellos jóvenes presuntuosos que creyeron que a través del terror, de la rebelión sangrienta y de la guerra civil harían de nuestro país un lugar digno y feliz. El círculo, ¿está cerrado? ¿Es que realmente no hay salida? ¿Es que lo único que podemos hacer es esperar de brazos cruzados? ¿Acaso puede cambiar algo por sí solo? Nada sucederá mientras sigamos reconociendo, alabando y fortaleciendo –y no dejamos de hacerlo–, el más perceptible de sus aspectos: la mentira.
Cuando la violencia se introduce en la vida pacífica su rostro brilla con autoconfianza, como si llevase una bandera gritando: “Soy la violencia. Huye, déjame pasar. -Te aplastaré”. Sin embargo la violencia envejece rápido, pierde la confianza en sí misma, y para mantener una cara respetable llama en su ayuda a la falsedad –cuando la violencia no puede posar su poderoso brazo ni todos los días ni sobre cada hombro, entonces sólo nos pide obedecer a la mentira y participar diariamente en la mentira–. Toda la lealtad exigida descansa en esto.
Y la salida más simple y más accesible a la liberación de la mentira descansa precisamente en esto: ninguna colaboración personal con la mentira. Aunque la mentira lo oculte todo y todo lo abarque, no será con mi ayuda.
Esto abre una grieta en el círculo imaginario que nos envuelve debido a nuestra inacción. Es la cosa más fácil que podemos hacer, pero lo más devastador para la mentira. Porque cuando los hombres renuncian a mentir, la mentira sencillamente muere. Como una infección, la mentira sólo puede vivir en un organismo vivo.
No nos presionemos. No hemos madurado lo suficiente como para dirigirnos a las plazas a gritar la verdad o a expresar en voz alta lo que pensamos. No es necesario.
Es peligroso, pero déjennos negarnos a decir lo que no pensamos. Este es nuestro camino, el más fácil y accesible, el que tiene en cuenta nuestra arraigada, inherente cobardía. Y es mucho más fácil –incluso es peligroso decir esto– que el tipo de desobediencia por la que abogó Gandhi.
Nuestro camino es hablar fuera de ese corrompido límite. Si no uniésemos los huesos muertos y los peldaños de la ideología, si no cosiéramos los trapos podridos, nos asombraríamos por lo rápido que la mentira quedaría desamparada y desaparecería.
Lo que estuviera desnudo aparecería entonces desnudo ante el mundo entero. De modo que cada uno, en su intimidad, debe realizar una elección: o seguir siendo siervo de la mentira voluntariamente –por supuesto, no queda fuera la inclinación a mentir, pero otra cosa es alimentar a la familia, educando a los hijos en el espíritu de la mentira–, o despreciar la mentira y volverse un hombre honesto y digno de respeto tanto para los hijos como para los contemporáneos.
A partir de ese momento:
–No escribirá, firmará o imprimirá por ningún medio una sola frase que, en su opinión, deforme la verdad.
–No dirá esa misma frase ni en público ni en privado, ni por sí mismo ni por instigación de otro, ni como agitador, profesor, educador, ni siquiera como actor.
–No representará, adoptará o difundirá una sola idea que considere falsa, o que distorsione la verdad, ya sea a través de la pintura, la escultura, la fotografía, la técnica o la música.
–No citará fuera de contexto, ni oralmente ni por escrito, sólo por complacer a alguien, o para enriquecerse, o por lograr éxito en su trabajo, una idea que no comparta o que no refleje con precisión el asunto en cuestión.
–No se obligará a asistir a manifestaciones o a reuniones contra su voluntad, y tampoco levantará ningún cartel o eslogan que no acepte completamente.
–No levantará la mano para votar a favor de una propuesta con la que no simpatice sinceramente, ni votará públicamente o en secreto a quien considere indigno o dude de sus capacidades.
–No se obligará a asistir a una reunión en la que quepa esperar una discusión forzada o distorsionada de una cuestión.
–Abandonará inmediatamente cualquier reunión, sesión, conferencia, representación o película en la que el orador mienta, distribuya estupideces ideológicas o propaganda desvergonzada.
–No se suscribirá ni comprará ningún periódico o revista en los que la información sea deformada o donde los hechos principales sean ocultados.
No hemos enumerado, desde luego, todas las desviaciones posibles y necesarias de la falsedad, pero una persona que se vaya purificando fácilmente sabrá distinguir otros supuestos.
No, al principio no será igual para todos. Algunos, al principio, perderán sus empleos. Los jóvenes que quieran vivir en la verdad tendrán, al principio, muchas complicaciones, porque se exigen declaraciones llenas de mentiras, y es necesario elegir.
Pero no hay ninguna escapatoria para alguien que quiera ser honesto. Todos los días, cualquiera de nosotros tendrá que enfrentarse con al menos una de las situaciones que acabamos de mencionar, incluso si es investigador en la más exacta de las ciencias. Verdad o falsedad: libertad o servidumbre espiritual.
No dejemos que quien no sea lo suficientemente valiente como para defender su alma se sienta orgulloso de sus opiniones “progresistas”, no le dejemos alardear de que es un académico o un artista, o una figura reconocida, o un general, más bien dejémosle decirse a sí mismo: pertenezco a la manada y soy un cobarde, pero me da igual mientras esté bien alimentado y caliente.
Incluso este camino, que es el más modesto dentro de las posibilidades de la resistencia, no será fácil para nosotros; pero es más fácil que la autoinmolación o la huelga de hambre: las llamas no rodearán tu cuerpo, tus ojos no estallarán por el calor, y al menos siempre habrá pan negro y agua limpia para tu familia. Los checoslovacos, ese magnífico pueblo de Europa a quienes traicionamos y engañamos ¿acaso no nos han enseñado cómo un pecho vulnerable puede defenderse incluso de los tanques si existe un corazón noble dentro de él?
¿Consideras que no será fácil? Sin embargo, es la posibilidad más sencilla. No será una decisión fácil para el cuerpo, pero sí lo es para el alma. No, no es un camino fácil, pero ya existen muchísimas personas que durante años han mantenido estos principios y viven por la verdad.
No serás el primero en tomar este camino, te unirás a los que ya lo han iniciado. Será más sencillo y más corto para todos nosotros si lo tomamos juntos y sumamos nuestros esfuerzos. Si somos miles de personas no podrán hacernos nada. Si somos decenas de miles cambiará el rostro de nuestra tierra.
Si estamos demasiado asustados, no deberíamos quejarnos de que alguien nos robe el aire. Ya lo hacemos nosotros. Déjennos, entonces, hundirnos más, déjennos lamentarnos, y así cada vez estará más cerca el día en que nuestros hermanos biólogos sean capaces de leer nuestros pensamientos inservibles y despreciables.
Y si nos amedrentamos, incluso después de haber dado este paso, entonces es que somos inútiles e indignos, y se nos podrá lanzar a la cara el desprecio de Pushkin: ‘¿Por qué debería tener el ganado los regalos de la libertad? Su herencia, generación tras generación, es el yugo y el látigo’”.
Aleksandr Solzhenitsyn
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