#CCS450Entrevista
Verónica Zubillaga: Los que manejan la seguridad insisten en el fracaso
por Cheo Carvajal
Fotografías de Mauricio López
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A Verónica Zubillaga la conozco desde hace poco más de un año. El tema de la violencia y la letalidad de las armas nos hizo coincidir. Yo había escrito un par de artículos sobre la necesidad de movilizarnos socialmente para exigir políticas públicas para el desarme, invitando a la ciudadanía a aportar ideas ante un fenómeno que hemos normalizado hasta la exasperación, al que recurrimos en una narrativa casuística del horror. A través de algunos amigos comunes me contactó desde la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN). Me planteó la necesidad de articular fuerzas para actuar desde la imbricación de tres derechos: a la vida, a la seguridad y a la ciudad. Desde allí comenzamos a sumar a otras organizaciones, artistas, diseñadores, activistas, medios de comunicación, hasta que surgió la plataforma, todavía incipiente, de Acción por la vida, donde hemos compartido un año de reflexiones y acciones públicas, como la del pasado jueves 7 de diciembre en la UCAB, en un esperanzador y sentido Encuentro de mujeres, para convivir sin violencia.
Verónica es socióloga, doctorada en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), profesora de la Universidad Simón Bolívar. Fue integrante de la Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme, que quedó en el camino. Ha sido profesora visitante en Brown University e investigadora visitante en Harvard University. Es una convencida, a pesar de las dificultades, de que podemos reducir el índice de homicidios que azota en general al país, y en particular a esta ciudad en la que cohabitamos. Lo han demostrado otras ciudades latinoamericanas. Cuestión de investigación y acción. Y en eso anda.
Como uno de los temas ineludibles para el futuro de Caracas es el de frenar la violencia, y por contraposición el de lograr una mejor convivencia, decidí incluirla en esta saga. Ella piensa, junto con otros, entre los que me incluyo, que tanta violencia y tantas muertes se deben y se pueden evitar. Cuestión de insistir en la recuperación de la política como noción, no de control del poder, sino de construcción de una fuerza social desde la ciudadanía.
—En Caracas las fronteras entre territorios siempre lucen forzadas, siempre se traspasan, sucede como con los roces en un vagón de Metro a la hora pico: son inevitables. Pero igual se exacerban los dispositivos urbanos para la separación: muros, rejas, cercos eléctricos, garitas, vigilancia privada. La gente parece haber asumido que la violencia es inevitable y lo que queda es la ilusión del resguardo.
—En efecto, es una ilusión. Tenemos al menos dos décadas y media levantando muros, agregando rejas y cercos eléctricos, invirtiendo enormes cantidades de dinero en vigilancia privada y la violencia no ha parado de aumentar, al contrario. Hemos erigido tantos muros y cercos, que hemos construido zonas en la ciudad son modelos arquitectónicos que denomino de “confinamiento amenazante”. Ya no solo es la separación física, sino un grado mayor de hostilidad expresada en carteles con advertencias y amenazas del tipo: “Peligro, si usted traspasa esta reja su integridad física se verá severamente lesionada”. No lo estoy inventando: lo he visto con mis propios ojos.
La convivencia es el asunto más básico de la vida política, y una de las salidas fundamentales de la violencia tiene que ver con la reconstrucción del tejido social y la recuperación de la ciudad como sede para la convivencia. En este sentido, la ciudad plantea verdaderos desafíos existenciales y materiales a la política, como plantea Hannah Arendt: ¿cómo hacemos para convivir en un espacio común siendo tan distintos?
—Caracas se configuró desde la exclusión: unos adentro, otros afuera, unos “formales”, otros “informales”. A la separación física parece corresponderle un lenguaje que se empeña en remarcar la separación. ¿Un cambio de lenguaje puede llevarnos a un cambio de actitud?
—La ciudad nos confronta a nuestra ineludible condición de interdependencia: dependemos unos de otros por compartir el espacio de la ciudad. No podemos estar bien si nuestros vecinos no están bien. Somos vulnerables unos y otros. Las desigualdades estructurales e históricas en una ciudad como la nuestra plantean de entrada enormes retos, que desde luego no son insuperables. Más allá de la mejoría coyuntural vinculada a la década de bonanza petrolera durante el chavismo, en las ciudades venezolanas persisten enormes asimetrías estructurales. El chavismo no logró su promesa básica de incluir a los más pobres con dignidad, y esto sigue constituyendo a las ciudades venezolanas en sedes de violencia estructural y violencia infraestructural.
Pero la violencia no es inevitable, como lo demuestran la mayoría de las ciudades latinoamericanas. Necesitamos sobre todo un cambio material en la ciudad: la mejoría de la infraestructura en grandes zonas, con conexiones que permitan el acceso a la ciudad y sus beneficios para todos de manera digna. Pensar las relaciones sociales y las relaciones de poder en la ciudad nos confronta a la dimensión material de nuestra existencia como colectivo.
—¿A qué te refieres con “mejoría de la infraestructura”?
—Para tener una ciudad pacífica tenemos que abordar la violencia infraestructural que somete a la mayoría a condiciones deplorables de vida, a pésimos servicios que obstaculizan cualquier actividad básica de la vida diaria. Por ejemplo, a lamentables condiciones de transporte: ¿cómo puede alguien trabajar óptimamente si pasa cinco horas de su tiempo en tránsitos agotadores? Es decir, abordar las condiciones estructurales en la base de la misma inequidad urbana.
Hay condiciones situacionales, vinculadas al contexto urbano, a la ciudad como escenario de las relaciones sociales, cuestiones tan básicas como la iluminación. Una ciudad oscura es una ciudad de espanto, una ciudad que ahuyenta el encuentro y que impone el miedo, la desconfianza y un profundo sentido de desamparo institucional.
—Un tema transversal a toda la ciudad.
—Quisiera destacar que la pugna política nos ha hecho un enorme daño, pues la ciudad exige intercambios, flujos y enlaces, porque se trata de una entidad orgánica. Y en un contexto de antagonismo entre las autoridades de los distintos niveles de gobierno, gobernaciones y alcaldías, así como las alcaldías entre sí, se obstruyen estas indispensables conexiones. Temas tan básicos como la gestión de los deshechos y la basura amontonada. ¿Cómo no asumimos todavía el reciclaje de los desechos orgánicos e inorgánicos, que implica pensar en flujos y cooperación? Nuestras posibilidades de intercambio están truncadas por el antagonismo y la desconfianza. Con todos los problemas sanitarios que además producen estos deshechos que no circulan, que no se reciclan, que producen moscas. Una dura realidad que es metáfora de la gestión de la ciudad.
Pero volviendo a tu pregunta: sí, hace falta un cambio de lenguaje. Inclusive más allá, un cambio de narrativa que permita vernos como interdependientes, cohabitantes de un espacio compartido. Definitivamente, un cambio de imaginación política para gestionar la ciudad y sus problemas colectivos.
—¿A quién sirve el miedo, a quiénes les resulta productivo?
—El miedo nos ha hecho perder la ciudad y nos ha impedido disfrutar de la ebullición cultural propia de la urbe. En la literatura se habla de urbicidio para aludir a esta condición de privación de la riqueza de la vida urbana por la violencia y el temor que ocasiona, que a su vez produce una ciudad truncada, impedida. El miedo por supuesto contribuye a la segregación, a la fragmentación y al florecimiento de una economía de la desconfianza de la que hablábamos: cercos, rejas, alarmas, carros blindados. Pero el miedo es producto también del sentido de desamparo institucional, del sentido de desprotección. Compete al Estado asumir el atributo básico de la protección de los habitantes.
Llegados a este punto de repliegue y hostilidad urbana pienso que definitivamente nos toca reclamar y reivindicar salidas que opten por la recuperación del espacio público, por recobrar la ciudadanía, que es un concepto que subraya nuestra condición de pertenencia a una comunidad urbana y pone de relieve la relación con el Estado en términos de derechos, pero también de responsabilidades de los unos con los otros, por compartir el espacio y la condición de ciudadanía. Pero me gustaría aclarar que no se trata de una suerte de idealismo urbano, al contrario: es una aspiración muy pragmática de recuperar una calidad de vida a partir de una conciencia realista de la condición de mutua dependencia a la que nos expone la ciudad.
—Hablando de a lo que nos expone la ciudad: uno llega a una plaza y encuentra a unos guardias nacionales con sus fusiles, y a unos niños corriendo a su lado. ¿Cómo hicimos para asimilar con tanta naturalidad esta militarización de los espacios de nuestras ciudades?
—Diría que la militarización de las ciudades venezolanas es una de las particulares expresiones del urbicidio que vivimos en tiempos de revolución. Si la ciudad es el espacio del flujo, del intercambio, pero también del anonimato, de las libertades y obviamente, también de las licencias y la transgresión, la militarización implica el proceso de restricción de libertades por la expansión de la lógica, la estética y los discursos de la guerra. La extensión del temor, pero esta vez al Estado, que se revela como maquinaria atroz de guerra y muerte frente a sus ciudadanos.
A mí me parece existencialmente hiriente y profundamente indignante encontrarme una y otra vez, en espacios como parques, panaderías, plazas, militares con sus grandes armas desenfundadas. Eso es lo más contrario a la vida urbana, que es civil por definición. La militarización aniquila la posibilidad lúdica, cultural, la improvisación en una ciudad. Una ciudad militarizada es una ciudad trágica, patética, ocupada y siempre en riesgo de derramamiento de sangre. Es la negación de la ciudad.
Es verdad que la vida urbana supone la presencia del conflicto, y eventualmente de la violencia, pues son asuntos intrínsecos a la cohabitación de esa diversidad implicada en la vida urbana, pero precisamente ese es el ámbito de la política, y en todo caso de la gestión civil de la violencia urbana. Los responsables del orden deberían ser las fuerzas policiales, por oposición a las militares, y siguiendo un apego estricto al uso progresivo de la fuerza, tal como tanto se discutió en la abortada reforma policial que vivimos en el país.
—Parece que estamos instalados en ese conflicto.
—En este contexto de escasez de alimentos, medicinas, del colapso del sistema de salud pública, de la economía formal devastada, en el que se evidencia un excedente de la población que no puede insertarse en esa economía, sobre todo jóvenes varones de sectores populares, estamos viviendo tiempos de la expansión de la necropolítica. Esta es una noción que venía pensando, partiendo de la noción de biopolítica de Michel Foucault, y luego me di cuenta que el filósofo camerunés Achille Mbembe había escrito sobre ello, pensando en la relación entre el Estado y los ciudadanos en el África poscolonial.
Vale decir que Foucault distingue que el poder que detenta el soberano bajo el Antiguo Régimen es la potestad de dejar vivir. Es decir, como tiene el poder sobre la vida y la muerte, porque puede matar, su gran poder radica en decidir quiénes mueren y quiénes pueden vivir. Con el avance del Estado moderno, se expande la biopolítica, la soberanía se manifiesta en la capacidad de garantizar la vida, bajo la expansión de los sistemas de salud y de toda la maquinaria, y dispositivos que garantizan la reproducción de la vida biológica y por supuesto el control sanitario de los cuerpos. Por oposición, desprovisto el Estado de la capacidad de garantizar la vida biológica, su poder reside en la capacidad de administrar la muerte y decidir a quiénes deja vivir. La necropolítica, de acuerdo a Mbembe, es una política de muerte contra un sector de la propia población.
—¿La militarización es expresión de esa necropolítica?
—La expansión de la necropolítica en nuestro país, y específicamente en la ciudad, la vemos literalmente en esta multiplicación de militares fuertemente armados en espacios públicos, y sobre todo en el despliegue de operativos militares como el infausto Operativo de Liberación del Pueblo, conocido como OLP, en los barrios caraqueños.
He estado visitando un barrio caraqueño para registrar precisamente el impacto de la militarización y de la OLP en la vida diaria de la gente. En esta comunidad, estos operativos irrumpieron semanalmente por más de dos años. Es muy impresionante la devastación y el terror ocasionado por los agentes policiales. Entran encapuchados, las puertas de las viviendas están abolladas porque irrumpen con mandarrias y las revientan. La gente coloca cadenas con enormes candados, no para defenderse de los delincuentes armados, sino de los agentes policiales, quienes además les roban la comida, los equipos electrodomésticos.
—Un mensaje atroz, sobre todo para los niños que viven de cerca estas agresiones.
—Me impresiona que los niños nos enseñan las paredes llenas de balas donde mataron a jóvenes en el barrio en estos operativos. Han asesinado allí mismo a jóvenes varones, a quienes sacan literalmente de sus camas. Estando allí, cada vez que avisan que viene la policía, los niños corren diciendo que sintamos cómo sus corazones laten del miedo y debemos salir despavoridos. Es en efecto un ejército de ocupación armada, expresión de esta práctica sistemática donde el Estado se convierte en agencia de muerte, terror y venganza, valga la redundancia: extralegal.
—Una política de Estado, sin dudas.
—Es la manifestación más clara de esta necropolítica. Se ha denunciado que el año pasado murieron 4.667 en manos de las fuerzas del orden. Esto significa que agentes policiales fueron responsables de 22% de las muertes violentas en el país. Es evidente que el Estado puede garantizar la muerte, pero no la reproducción de la vida. En algún momento se juzgarán estos crímenes y por ello es importante registrar la devastación perpetrada desde el Estado a los sectores populares.
—La comunidad de Catuche, donde ante la ausencia de Estado prevalecía el enfrentamiento entre sectores, lleva ya 10 años sin un homicidio, gracias a los acuerdos de convivencia que allí firmaron. ¿Es “exportable” esta experiencia a otras comunidades?
—La del barrio Catuche es precisamente una experiencia de construcción de tejido social, de lo que llamamos en la literatura de “eficacia social”. Catuche fue primeramente el lugar de encuentro e intercambio entre comunidad, universidades, iglesia, redes de educación infantil y juvenil, como lo es Fe y Alegría, e incluso los llamados “malandros” locales y en un momento autoridades locales, como la Alcaldía, que se implicaron en el mejoramiento urbano y en el acceso de la gente del barrio a la ciudad. Es decir, se implicaron en un trabajo colaborativo, cada quien desde su posición y saberes, para el mejoramiento de las condiciones de vida, materiales y de servicios del barrio. En este sentido, es primero una experiencia de agencia colectiva, compleja, ardua, conflictiva, pero agencia colectiva al fin, entendiendo esta como la capacidad de la gente de incidir en su propio destino, partiendo de experiencias pasadas.
Años después, la experiencia del pacto de cese al fuego consistió en la formación de comisiones de convivencia entre las mujeres de dos sectores históricamente enemigos y un acuerdo de tregua con los varones. La tregua entre las mujeres y los jóvenes se decidió luego del asesinato de un joven en una noche de un intenso enfrentamiento armado. La madre, quien ya tenía otro hijo asesinado, clamó por el cese de muertes y por detener las venganzas.
—Un punto de quiebre desde lo más vital.
—Vale la pena detenerse en un instante en este evento. Esta mujer llama a las responsables de los centros comunitarios para pedir su intervención. Y estas deciden convocar una reunión. Esa primera reunión, donde se encuentran mujeres de sectores históricamente enemigos, con hijos, sobrinos y hermanos asesinados por los del sector vecino, fue una de las noches más emotivas que las mujeres puedan rememorar y constituye un giro en la historia del barrio.
Implicó para estas mujeres encontrarse y reconocer que todas tenían algo en común: el duelo cíclico y permanente por sus varones asesinados. Experimentaron aquello que Judith Butler en su libro Vida precaria, el poder del duelo y la violencia convoca: el advertirnos como humanos en nuestra dependencia y en nuestra recíproca vulnerabilidad. Sólo a partir del reconocimiento del peso insostenible del duelo y del no querer más muertes fue posible forjar un pacto.
—¿Un pacto replicable en otras comunidades?
—Catuche representa un caso único de agencia y posibilidades de transformación de la situación, tomando en cuenta esta larga historia de colaboración social y de redes de apoyo institucional. Una experiencia de eficacia colectiva. Es la restitución del oficio más básico de la política y la institucionalización, como es fijar pactos que definan cursos de acción futuros para forjar nuestros destinos. Acuerdos que se conviertan en rutinas en el tiempo y otorguen los significados necesarios para reconocernos en nuestra humanidad y en nuestra vulnerabilidad. Revela también la complejidad de los contextos y la importancia de las narrativas para darle sentido a la acción colectiva, como propone una sociología de la cultura.
Frente a esa mirada fatalista que apoya la idea de que los pobres están condenados a la violencia o, peor aún, condenados a una línea militarizada de políticas públicas, que define la situación como de guerra e instituye al Estado como depredador de los ciudadanos pobres, la experiencia de Catuche revela que el proceso de reconocernos en el dolor y nuestra dignidad, es lo que nos restituye en aquello que nos define por naturaleza: seres políticos, con capacidad de agencia y de incidencia en el curso de nuestra vida colectiva, aun desde posiciones diferentes y en conflicto.
—El rol de las mujeres en Catuche fue fundamental. Y parece que lo será también para nuestra ciudad.
—La otra cara de esta experiencia, por supuesto, es el peso que recayó sobre las mujeres, ya bastante sobrecargadas con las penurias de la vida diaria, a las que les tocó asumir una de las labores más básicas del Estado: la pacificación de las relaciones sociales y la preservación de la integridad de los ciudadanos. Catuche nos machaca la necesidad de constituir la violencia en un asunto de la vida pública. Además, creo que es una poderosa metáfora del gran pacto nacional que necesitamos para interrumpir estos ciclos de muerte, aunque es evidente que las condiciones no están dadas para ello.
Si revisamos, veremos que las mujeres han sido protagonistas en la historia urbana de América Latina, en el reclamo por mejores servicios en los sectores populares, partiendo de la necesidad de mejorar las condiciones de vida de sus hijos. Partiendo de esa necesidad, si se quiere privada, esta se traduce y traslada al espacio público. En este ejercicio de sobrevivencia y la preservación de la vida de sus hijos, están muy dispuestas a movilizarse y son muy capaces de hacerlo. Desde el punto de vista de la literatura, justamente por esta condición, y por esta socialización particular de las mujeres, esa disposición a cuidar de los otros, solemos hablar de una “ética del cuidado”. En ese sentido las mujeres son muy importantes en esta movilización para exigir políticas públicas alternativas a estas militarizadas, en las cuales están muriendo muchos jóvenes de sectores populares.
Pero esto, sin dudas, va más allá del género. El desafío ahora es articularnos, precisamente a partir de esta conciencia de que no podemos seguir en esta lógica de la venganza, y por contraposición actuar desde la ética del cuidado para reivindicar políticas de seguridad ciudadana respetuosas de los derechos humanos, que permitan la convivencia. No en balde somos una de las ciudades de América Latina que tiene las tasas de homicidios más elevadas del mundo. Todo indica que ya es tiempo de cambiar eso.
—¿Qué podríamos rescatar para Caracas de aquella Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme en la que participaste en el 2011?
—Esa comisión fue el resultado de la coincidencia de mucha gente, organizaciones sociales, académicos de universidades, organizaciones civiles como la Red de Apoyo, que ya estaban trabajando en la Comisión Nacional para la Reforma Policial. Esta coincidencia de voces y clamores logra poner en agenda el tema de las armas de fuego y su letalidad con la instalación de esta comisión. Ese fue un logro importante.
Pero hubo serios obstáculos, como la negativa del sector militar para asumir la responsabilidad que les tocaba en cuanto al marcaje de municiones. Todos sabemos que en Venezuela no producimos armas, pero sí municiones. Digamos que las armas son, en el fondo, como las impresoras: si no tienen tinta no funcionan. Las armas sin municiones no funcionan. Aquí el negocio finalmente es el de las municiones. Por eso una de las medidas fundamentales para el control era el marcaje, para poder rastrear el origen de las municiones desviadas desde órganos policiales hacia las redes ilegales, que es algo que han revelado sistemáticamente las investigaciones. Esa indisposición del sector militar a establecer ese sistema de control fue una tranca importante que no se logró vencer.
—Así el control luce como una promesa inviable.
—Estábamos en una contradicción importante: existía la idea del control de armas y municiones, pero Chávez decía que esta era “una revolución pacífica, pero armada”, que el pueblo debía estar armado para defender la revolución. Pero también se puede presumir una ingenuidad de parte de algunos actores estatales que confiaban que esas armas iban a quedar entre los leales a la revolución, de los sectores políticamente organizados. Pero todas las investigaciones revelan que las armas en este país no paran de moverse, son un flujo permanente. Y esas armas no han parado de circular. Uno lo ve en el aumento de homicidios con armas de fuego.
Los trabajos del sociólogo José Luis Fernández-Shaw lo demuestran muy bien: ha habido un importante ingreso de armas legales, a través de importaciones, cuyo pico más elevado fue el año 2009. Es el año en que los exportadores de armas hacia Venezuela declaran haber recibido de nuestro país la mayor cantidad de dinero por armas ligeras. Como dice el colega José Luis: “A mayor cantidad de armas, mayor cantidad de homicidios”.
—Una matemática simple y letal.
—Todos estos esfuerzos por el control de armas se vieron truncados por esta indisposición militar y por la profunda contradicción entre defensa de la revolución y deseo de controlar las armas, que por cierto se hace más intensa en esta época poschavista. Este año el presidente Maduro dijo que “lo que no se logre con los votos se logrará con las armas”. Estamos ante una contradicción y una indisposición para una política que a mediano plazo podría reducir la letalidad de la violencia que vivimos.
Al final, y volviendo al inicio de tu pregunta, las herencias más importantes de esa comisión fue reunir todo un grupo, que de una u otra manera ya venía colaborando en investigaciones asociadas a la violencia y la seguridad ciudadana, pero de allí quedamos más conectados, y hemos seguido colaborando intensamente. Ese es uno de los frutos más interesantes, así como los estudios que quedaron, donde precisamente están todas las evidencias sobre el grave impacto de las armas de fuego en nuestro país.
—¿Cómo es eso de conectar la investigación con el activismo?
—La violencia es un tema de investigación, pero al mismo tiempo es un grave problema social. Así que los investigadores que trabajamos en este tema en América Latina nos vemos arrastrados a implicarnos en el activismo, obviamente bajo la creencia de que las políticas públicas deben alimentarse de evidencias para poder ser eficaces. Eso es lo que hemos venido haciendo en estos últimos años, articulando gente del activismo con gente de la academia, para alzar una voz colectiva más potente, exigiendo políticas públicas de seguridad ciudadana respetuosas de los derechos humanos.
—Perfectamente podrías estar dando clases e investigando en alguna universidad fuera de Venezuela. Pero regresaste a Caracas, ¿por qué?
—Mi formación de socióloga, desde muy joven, con queridísimos profesores como Alberto Gruson, tiene que ver mucho con esto. Él siempre hizo hincapié en que el pensamiento sociológico es muy distinto al del sentido común. Precisamente, el contar con evidencias nos lleva a realizar las rupturas necesarias con el sentido común, que suele fundamentarse en creencias o en prejuicios, para así producir interpretaciones sólidas. Luego, mi temprana experiencia laboral con el profesor Roberto Briceño-León. Roberto ha sido un investigador muy comprometido con la sociología empírica, es decir, con la producción de datos empíricos para elaborar reflexión sociológica con potencia comprensiva.
Luego, cuando fui trabajando en mi doctorado, fui adquiriendo la conciencia de que el estudio de la violencia nos lleva a terrenos pantanosos, en los que uno puede contribuir a la estigmatización y todavía mayor discriminación de los actores con los que uno trabaja e investiga. En mi caso, eran los jóvenes de sectores populares armados. Por eso, de la mano de mis lecturas, adquirí la conciencia de que la interpretación tiene que comprometerse también con trazar las cadenas de relaciones sociales y económicas que anteceden, que nos llevan a comprender la acción de estos jóvenes en el marco de una violencia estructural vinculada a su condición de exclusión. Y que abordar el problema de la violencia exige abordar esa problemática, más allá de más policía y más cárceles.
—Es parte del cliché: esto se resuelve con más policías y más cárceles. O con la famosa “mano dura”.
—Tener la conciencia de que la representación que tenemos del impacto de la violencia está plagada de prejuicios, nos lleva más aún a la búsqueda de evidencias para poder contribuir con la formulación de políticas más eficaces en una situación tan urgente y problemática. Décadas de operativos militarizados masivos siguen evidenciando que esa no es la solución, pero hay una testarudez y una ignorancia política que lleva a los funcionarios responsables a persistir. Y hoy precisamente padecemos de manera radicalmente trágica las consecuencias de esa interpretación militarizada de la seguridad.
Podrán decir que han reducido los homicidios, pero en realidad lo que ha sucedido es un aumento impresionante de las muertes registradas en la categoría “resistencia a la autoridad”. Lo que devela la política sistemática de matanza de la que hablaba antes. Esto solo está incrementando los duelos y gestando más venganzas y muertes, porque de hecho, los agentes policiales también están muriendo en esta cruzada.
Recientemente ha habido una conciencia en América Latina de que la formulación de políticas públicas deben basarse en evidencias. Somos el continente que concentra la mayor proporción de muertes violentas del mundo. Y frente a esto, ya es hora de pronunciarnos con mayor contundencia. Junto con varios colegas y organizaciones aquí, participamos y colaboramos con decenas de organizaciones latinoamericanas en la campaña Instinto de Vida que se propone, a través de la movilización ciudadana y el enlace y presión frente a autoridades, reducir los homicidios a la mitad en diez años.
—¿Se puede?
—Hay muchísima evidencia sobre políticas de seguridad ciudadana eficaces como el control de armas y municiones, la recuperación de la ciudad y el espacio público, la atención a jóvenes y niños. Y en lugar de “mano dura” militar, “mano inteligente” policial. Es decir, la acción de inteligencia policial hiperfocalizada, haciendo énfasis en tener una policía bien preparada, que defienda los derechos humanos. Pero aquí insisten en el fracaso.
Cheo Carvajal
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