Retratos, hitos y bastidores

Vermeer en mi casa

04/08/2022

La lechera. 1660. Johannes Vermeer

“Si Dios preocupa a Vermeer es de otra manera; en la realidad que pinta, en la luz que se filtra al filo de la cortina, en el destello de un collar de perlas, en una madeja de seda, un cofrecillo de correspondencia, una guitarra, la leche que se derrama del pichel, los brillos de la corteza de pan”.

Pierre Descargues, “Vermeer de Delft”

1. Por las incontables horas que de niño pasaba yo en la cocina de nuestra casa en San Bernardino, uno de los recuerdos más tempranos que conservo es de una anticuada estampa enmarcada, presidiendo la mesa del pantry. Era una mujer con cofia blanca y delantal azul, manipulando vasijas y cántaros sobre una pequeña mesa de mantel verde oliva, a juego con su corpiño. Su gesto reverencial hacia los panes y la leche que servía, aunado a la luz tenue colada a través de la ventana de su despensa, hicieron que, como si se tratara de otra de las imágenes religiosas que presidían dependencias de nuestra casa, el oficio culinario que a diario practicaban mamá y Margarita, su hija de crianza, adquiriera para mí valor litúrgico. Acaso por contrastar con el mudo recogimiento de aquella doncella y su bodegón, emulado en la faena cotidiana de nuestra casa, me resultaextraño, dicho sea de paso, la publicidad adquirida por la culinaria hoy en día, entre escuelas gastronómicas, restaurantes de moda y programas de televisión.

Al lado del pantry, sobre la máquina Singer de pedal de hierro y armazón de caoba, donde mamá cosía para nosotros, había otra imagen de una mujer peinada con bucles, cayendo sobre su tez inclinada y su blanco cuello almidonado, mientras parecía estar laborando bordados o encajes. No obstante los iluminados colores de tejidos y brocados, encabezados por el traje ocre de la costurera, la estampa transmitía, a mi parecer, mucho de la laboriosidad austera, observable asimismo en la lámina colocada sobre nuestra mesa de diario. Y al igual que me ocurría con la lechera y la cocina, esta otra imagen ennoblecía ante mis ojos el oficio silente de la costura, practicado por mamá algunas tardes, tras despachar nuestro almuerzo y cabecear un rato en su mecedora.

Habiéndole preguntado alguna vez, todavía yo niño, sobre la procedencia de aquellas estampas, mamá me respondió que se las habían traído de regalo mis tías Almandoz Ramos, de su primera gira por Europa, al iniciar la década de 1950. Si bien ella nunca estuvo familiarizada con las ciudades del Viejo Mundo y sus museos, me advirtió que creía que “la de la cocina” la habían comprado en Ámsterdam. Quizás porque recordaba una foto que mis tías se habían tomado en la Venecia del Norte, vistiendo trajes holandeses, la cual enviaron a la familia como postal, según la usanza de la época. También me comentó que “la del costurero”, como mamá la llamaba, era del Louvre en París, que ya sabía yo que era capital de Francia. Tenía esta última ciudad, por ende, significado precedente, mientras que Ámsterdam quedó para mí, desde la infancia, asociada con aquella mujer que servía la leche con donosura.

2. Al terminar la primaria a comienzos de los años setenta,supe que esa ciudad no era Ámsterdam sino Delft. Antes de estudiar historia del arte en bachillerato,siguiendo los textos de Cándido Millán, en alguna de las enciclopedias que comencé a coleccionar bajo los auspicios de papá, apareció el artículo dedicado a Johannes Vermeer (1632-1675). Fue entonces cuando identifiqué como La lechera el facsímil de nuestra cocina, datándolo en 1660 y ubicándolo en el Rijksmuseum de Ámsterdam, según la leyenda de la ilustración que acompañaba la entrada enciclopédica. Fue una revelación que acentuó mi curiosidad por el maestro holandés, al punto de llevarme a adquirir un pequeño volumen que en 1967 le dedicó la editorial Hermes, con el patrocinio de Unesco, uno de mis primeros libros comprados en la librería Suma de Sabana Grande, de cuyos dueños era amigo.

A través del pequeño cuaderno no solo pude poner nombre a La encajera de mamá, sino también supe que varias escenas domésticas de los menos de cuarenta lienzos atribuidos a Vermeer – producción algo pequeña para sus dos décadas de vida activa – han sido interpretados por críticos como alegorías. Además de las dedicadas a la Fe y la Música, Vanitas estaría representada en La pesadora de perlas, con su chaquetón encapuchado ribeteado en piel, parada frente a la ventana por donde se cuela la escasa luz que parece invernal. Mientras que nuestra lechera, uno de los primeros lienzos donde Vermeer incorpora su puntillismo característico, encarnaría la Templanza, en su gesto de verter. Junto a esa sirvienta rolliza que fue temprana obra maestra, me fascinaron las más de las jóvenes burguesas en otras láminas del cuaderno, retratadas entre damascos y gobelinos, muebles pulidos con marquetería y pisos encerados de baldosas blanquinegras. Todos reproducidos con una perspectiva minuciosa que confirma, según el texto introductorio de De Vries, la utilización de la técnica de cámara oscura por parte del artista.

Sin salir de sus casas, esas damas y sirvientas pueblan el tapiz de una burguesía tan urbana como los escasos exteriores del maestro. Entre estos se contaron La calle, catalogada por Vitale Bloch como “un interior vuelto hacia afuera”; y la nublada Vista de Delft, “el más bello retrato de ciudad de todos los tiempos” para Proust, según cuenta Descargues. Sus reproducciones en el libro fueron, por cierto, las primeras imágenes de paisajes holandeses que pude yo contemplar.

3. Cuando tía Maruja falleció, al finalizar la década de 1990, tía Virginia me obsequió unas tablillas que aquella conservaba en su habitación, para que las colocara en mi estudio, si me gustaban. Ante mi sorpresa por no haberlas yo visto antes, me dijo que las habían traído “de aquella travesía por Europa después de la guerra”, y que Maruja las había retirado del recibo al mudarse de la quinta de San Bernardino a la de la Alta Florida, al comenzar los años setenta. No obstante el más de medio siglo transcurrido, las tablillas mantenían no solo la calidad de la reproducción facsimilar, sino también intactas en el reverso las leyendas, indicando sus pertenenciasa museosholandeses.

Mi interés por Vermeer había permanecido latente desde la adolescencia, alimentado por ocasionales visitas a museos donde me detenía a contemplar sus obras escasas, como compensando la ausencia insalvable de los de Holanda, donde nunca he estado. No obstante los tumultos de turistas y las prisas inexorables de los viajes, traté de hacerlo en el Louvre, por supuesto, con La encajera de mamá. Asimismo en los Museos Estatales de Berlín, con El vaso de vino y El collar de perlas, cuya dama con chaquetón orlado en armiño alegoriza la Lujuria, según los críticos. También con La pesadora de perlas y la Mujer del sombrero rojo, casi fovista, en la National Gallery de Washington; y mientras vivía en Londres, con las dos versiones de Mujer ante su espineta, exhibidas en su contraparte de Trafalgar Square.

Apelando a esos recuerdos museísticos, al recibir la serie de reproducciones, reavivé el interés infantil con nuevas lecturas de mis viejos libros, lo cual hice en suerte de homenaje póstumo a tía Maruja, otrora profesora de arte en liceos caraqueños. Entonces entendí mejor aquella afirmación del cuaderno de Hermes, al cual volví, de que las madonas burguesas de Vermeer, algunas de ellas en estado de buena esperanza, conforman una pintura de género que solo fue posible en la tercera generación del Siglo de Oro holandés. Ya para entonces se había superado la religiosidad medieval de los miniaturistas flamencos, así como de los iluminadores de libros de horas, quienes importaran el gótico francés a través de la corte borgoñona. Y el esplendor de esas primeras generaciones de los antiguos Países Bajos fue alcanzado, de Gante a Brujas, por Jan van Eyck y Roger van der Weyden, seguidos por El Bosco y los Bruegel, antes incluso de entrar en contacto con los renacentistas italianos.

También entendí la importancia de que Batavia se separara de Flandes y del Imperio español en 1581, liderada por la liga de Utrecht, mientras crecían los intercambios artísticos con Italia. Con su independencia política desde 1609 y su expansión naviera y colonial, la bonanza económica de la Holanda protestante, así como su culto por la mundanidad burguesa, se plasmaron en varios de los “retratos colectivos” de Frans Hals y Rembrandt van Rijn. Dada la magnitud de grandes lienzos, como los Regentes del hospicio de ancianos del primero y La ronda nocturna del segundo, no están estos doelen stukken entre las tablillas recibidas de mis tías. Pero sí se cuenta en la pinacoteca diminuta El alegre bebedor de Hals, con toda la vitalidad y pinceladas espontáneas, casi impresionistas, del artista de Haarlem. También está el Retrato de María Trip ejecutado por Rembrandt, cuya opulencia burguesa resplandece en las blondas del traje aterciopelado, junto a los aderezos de perlas y gemas, contrastantes con la espiritualidad bíblica de otros personajes del maestro de Leiden.

4. Representando generaciones intermedias de esearteneerlandés, casi superpuestas por su cercanía y profusión, también hay en la colección una tablilla que reproduce un patio pintado por Pieter de Hooch, reminiscente de que el paisaje fue otro gran motivo de ese Siglo de Oro. Junto a Gerard ter Borch y Karel Fabritius, se asume que también De Hooch haya influido en Vermeer, aunque este no parece haber tenido verdaderos maestros, más allá de su membresía en el gremio de San Lucas. Pero queda claro que la iluminación, las composiciones y el colorido de sus obras llevan a plenitud, en su laboratorio casero, ingredientes clásicos y barrocos italianos, después de la influencia del claroscuro de Caravaggio y los tenebristas sobre los pintores de Utrecht.

Como culminación de esa síntesis está entre las tablillas, cual joya de la corona, la Mujer de la perla, contemplada por mis tías en el Mauritshuis de La Haya, durante aquella tournée de posguerra. Aunque cuestione su denominación como “Gioconda del Norte”, porque su expresión no es enigmática aunque sí algo fría, De Vries reconoce el clasicismo logrado con ella por Vermeer; no solo por el acorde azul y amarillo de turbante y traje, sino también por “la pureza de la forma, la disposición del espacio y la calidad monumental”.

5. Muchos de esos recuerdos y lecturas volvieron a mí en septiembre de 2014, al ver en la cadena BBC World una serie documental de tres partes, denominada The High Art of the Low Countries, presentada por Andrew Graham-Dixon. Interesante fue recapitular las filiaciones entre las tradiciones flamenca y holandesa, desde sus orígenes en el siglo XIV hasta su ramificación temática y estilística en el XVII, promovida por la separación política y religiosa, tal como epitoman las obras colosales de Rubens y Rembrandt. También la utilización que de esta genealogíahace el documental para poner en perspectiva – no obstante el salto temporal demasiado brusco, a mi entender, en la tercera parte – de artistas y movimientos más modernos, de Van Gogh, Mondrian y Der Stijl hasta René Magritte y Paul Delvaux.

De lo más revelador del documental me resultó entroncar el aburguesamiento temático en la iconografía religiosa de algunos maestros flamencos, tal como lo probara Van Eyck en Los desposorios de los Arnolfini, el cual me sedujo en más de una visita a la National Gallery londinense. También la paradoja, resaltada por el guion, entre esa pintura de opulencia y materialidad, por un lado, y la pobreza en la que terminaron algunos de sus artífices, por el otro: desde Hals, quien de anciano viviera de la caridad municipal de Haarlem; pasando por Rembrandt, mudado varias veces en Ámsterdam, a causa de altibajos financieros; hasta Vermeer mismo, de prole numerosa, fallecido joven y arruinado en Delft. Y resulta también aleccionadora la asociación, apuntada por Graham-Dixon, entre la prolija domesticidad de Vermeer – casi panteísta, en el sentido advertido por Descargues en el epígrafe – y el afán de limpieza y decoro en la vida pública, normado tempranamente en ordenanzas de ciudades holandesas.

Tras ver el documental televisivo y repasar mis viejos libros, decidí colocar en la sala y el comedor las tablillas que antes reposaban en mi estudio. La lechera se ha quedado sola en mi diminuta cocina sin pantry, porque La encajera se extravió al mudarme a Las Palmas. Tal como me ocurría con aquellas imágenes de Vermeer en la casa de San Bernardino, siento que la pinacoteca facsimilar ennoblece el habitar en mi apartamento modesto. Y al mismo tiempo, esas estampas y tablillas me recuerdan que Ámsterdam y sus vecinas se cuentan entre mis destinos irredentos, a pesar de haberme acompañado desde niño.


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