Una migrante venezolana descansa en la carretera de Cúcuta a Pamplona, en Colombia. Fotografía de Schneyder Mendoza / AFP
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Todos nos hemos visto en esta situación: estamos en la calle, con algún familiar o amigo, y le pedimos a un desconocido que nos tome una foto. El desconocido acepta, hace dos o tres tomas para estar seguro y nos muestra el resultado. Nosotros le decimos que quedó perfecta, que muchas gracias y entonces cada quien sigue su camino. Pero a veces sucede que la foto no quedó como queríamos. O quedó, más allá de melindres sobre el enfoque y la luz, francamente mal. Sin embargo, por elemental educación no decimos lo que en realidad pensamos:
—No quedó muy bien, ¿podría tomar otra foto, por favor?
Algo así me sucede últimamente con algunos artículos que ciertos escritores (no todos) han publicado sobre Venezuela. Los leo y, al igual que a ese desconocido de la calle, me gustaría decirle a sus autores: no quedó bien, hágalo de nuevo, con más ganas. La diferencia fundamental es que quienes escriben sobre Venezuela no son ningunos desconocidos. Son gente de la trayectoria y el nivel de un Juan Villoro, por ejemplo. Es como si a quien le pidiéramos la foto en la calle, salvando algunas distancias, fuese Henri Cartier-Bresson. Sería un desatino pedirle a semejante fotógrafo que repitiera la foto.
Y sin embargo.
El 21 de septiembre Juan Villoro publicó en Reforma un artículo titulado «Venezolanos». En el momento lo leí un par de veces y ahora que trato de encontrarlo la página del periódico exige estar suscrito para tener acceso al texto. Así que me tocará parafrasear sus ideas a riesgo de deformarlas en sus matices, aunque no en su contenido esencial. Allí, Villoro daba cuenta de un viaje a Medellín, en el contexto de la feria del libro, donde los «venezolanos» acompañaron de una u otra forma su estancia en la ciudad. Desde funambulistas de semáforo, pasando por una familia en situación de calle hasta un taxista estafador, Villoro contempló con sus propios ojos que la emigración masiva de venezolanos era una realidad palpable. También dio cuenta de la extraña insistencia de un periodista ecuatoriano en obtener declaraciones suyas al respecto. Lo que resulta aún más extraño fue la respuesta del escritor mexicano. Villoro afirmó no estar lo suficientemente informado para hablar sobre el tema. El resto de su artículo lo dedica a dejar claro, no solo su desinformación, sino su desinterés por la emigración venezolana, que ya varios medios han calificado como uno de los mayores fenómenos migratorios en la historia de América Latina, comparable con lo que ha sucedido en países en situación de guerra como Siria.
Yo entiendo que a Villoro el asunto de los «venezolanos» no le interese. O, incluso, que le fastidie. A mí, que soy un venezolano emigrante, a veces también me hastía. Es incómodo portar donde uno vaya esta cruz, que antes cargaron los cubanos, los chilenos, los argentinos y los colombianos exiliados. Ser un avatar ambulante de un gentilicio que en su territorio nacional está siendo aniquilado, en este caso, en el nombre del socialismo, no es una situación que le desearía a nadie. Ni siquiera a los escritores, siempre tan ávidos de experiencias para poder escribir sus novelas, sus cuentos y hasta sus artículos semanales.
Y sin embargo.
Me pregunto cómo hubiera sido la reacción de mis amigos escritores mexicanos si, en una hipotética entrevista, ante la pregunta «¿qué opina usted de la masacre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa?» yo hubiera respondido: «no estoy lo suficientemente informado para opinar al respecto». O, como le respondió Villoro al periodista insistente en la entrevista que le hicieron el 19 de septiembre, en Quito: «Vivimos en un siglo de migraciones, pero no puedo decir nada concreto sobre la migración venezolana». ¿Cuál sería la reacción de mis amigos escritores mexicanos si yo, interrogado sobre las desapariciones de los normalistas de Iguala, hubiera respondido «vivimos en un siglo de violencia, pero…».
¿A qué viene tanta renuencia? Esto es aún más incomprensible en un autor cuyas crónicas han sido para sus lectores un recorrido lúcido por la historia de México y de muchos otros territorios y realidades de América Latina. Villoro me respondería, como ya le ha repetido a los periodistas, que no está lo suficientemente informado. Argumento no solo irrebatible sino hasta respetable, por aquello de reconocer las propias limitaciones. Pero una cosa es que Villoro diga que no maneja el tema y otra muy distinta es que escriba un artículo donde pavonea, orondo y sarcástico, su ignorancia y su hastío. ¿Por qué Villoro hizo eso? ¿Para evitar, precisamente, que le vuelvan a preguntar sobre este fastidioso asunto? ¿O se trata acaso de la puesta en práctica del principio de autodeterminación de los pueblos anunciado ya por el canciller del gobierno de López Obrador cuando, pobre de él, los periodistas también cometieron el pecado de importunarlo al respecto?
No lo sé.
Yo mismo prefiero no entrar en demasiados detalles sobre la situación venezolana cuando alguien me pregunta. Una vez una colega de la Universidad de París 13, donde estoy haciendo mi doctorado, al saber que yo era venezolano mencionó al director Gustavo Dudamel. Estaba fascinada por su trabajo en el famoso sistema de orquestas juveniles y quiso saber más de él. Yo le respondí que sí, que Dudamel era un músico excepcional y que también había sido el instrumento sinfónico utilizado por Nicolás Maduro para desviar la atención de la represión, detención, tortura y asesinato de estudiantes durante las protestas de 2014. Nunca voy a olvidar la cara que puso esa colega. Me vio con horror, no tanto por lo que le contaba sino por habérselo contado. Como si yo hubiera roto un protocolo desconocido, una norma básica de convivencia. Como si yo fuera un extraterrestre.
Reinaldo Arenas describió muy bien este tipo de situaciones en Antes que anochezca, cuando ya se encontraba exiliado en los Estados Unidos y debía responder a las falacias que los mandarines ilustrados del castrismo, como Ángel Rama y Eduardo Galeano, publicaban sobre la situación en Cuba. En su autobiografía, dijo Arenas: «Es difícil poder tener comunicación en este país o en cualquier otro cuando se viene del futuro».
Desde entonces, evito el tema. La mayoría de la gente, en realidad, no quiere saber qué sucede en Venezuela. O no están preparados para asimilar la magnitud del genocidio que allá se está perpetrando y que ha llevado a millones de mis compatriotas a emigrar en las peores circunstancias imaginables.
Y sin embargo, te preguntan.
Y sin embargo, algunos escritores publican artículos para hablar de lo que no les interesa.
Rodrigo Blanco Calderón
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