Literatura

Vender-Manosear: Homenaje a Julio Garmendia

02/12/2017

I

El narrador del cuento “La tienda de muñecos”, nieto y ahijado, ingresa al círculo económico de la tienda con la idea festiva de trastocar el orden, de jugar con la lengua patrimonial que debía resguardar, una lengua que no existe más que en su relación con el sentido genealógico del relato. Este mundo del juego y la confrontación está excluido del cuento de Garmendia por razones que podemos llamar las políticas de la tienda. El narrador desea convertir los muñecos en juguetes, desplazarlos de la esfera económica a la lúdica, pero el cumplimiento de ese deseo, que coincidiría con la etapa infantil de su vida y con la primera parte del relato, implicaría el sucumbir a esa atracción movediza de lo táctil. ¿No es acaso en esta tierra movediza donde de manera persistente y gozosa se hunde Heriberto dada su imposibilidad de domesticar lo táctil? Heriberto, el perverso, cumple de manera desviada el sueño infantil del narrador: invertir los valores del negocio e introducir otro tipo de economía en el relato. Si gracias al juego se instituía las ideas de “confusión”, “desorden” y “anarquía”, la depravación de Heriberto corre el riesgo de acabar con el trabajo familiar: él comercia, en sentido económico y sexual, con los peores muñecos, los de cuerda, los maromeros y los payasos. El padrino, el último dueño de la tienda, antes de morir se dirige en estos términos a Heriberto: “no atiples la voz ni manosees los muñecos”, puntualizando así su comportamiento afeminado. Al morir el padrino, Heriberto da gritos de angustia, se mece los cabellos, recorre la trastienda llorando, y estrecha con sus brazos al narrador diciéndole: “¡–Estamos solos! ¡Estamos solos!”. El narrador, “sin violencia” se separa de él, y le indica los últimos muñecos que su tío tenía en la cama: un sacerdote, un doctor y dos enfermeras, las instituciones encargadas del cuidado del individuo y de lo social, y que señalan el lugar del pecado y la enfermedad. Termina de esta manera el relato: “le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos…”.

II

Qué acecha a ese triángulo masculino dibujado por el abuelo, el padrino y el narrador, por donde circula deseo, sexo y economía. Si este primer triángulo proporciona a sus actores unas normas precisas sobre los vínculos afectivos y mercantiles de ese negocio familiar consistente en la formación económica del heredero, un segundo triángulo final (el representado por el padrino, el narrador y Heriberto), potencia aún más los miedos solapados en estas escenas pedagógicas mercantilizadas y sexualizadas. En este último triángulo uno de sus vértices toma un desvío, un desvío en batalla constante con la misma máquina familiar. Pero no se entiende nada de este desvío llamado Heriberto si se le remite simplemente a una figuración del cuerpo homosexual. Heriberto no es como el narrador, es decir, no está atado a la tienda por lazos de familia; su sexualidad no tiene nombre en el cuento, aunque esté construida con imágenes de la histeria; sus salidas de la tienda llevan al límite la noción de comercio; sus gritos agudos y sus gestos desestabilizan los poderes económicos y sexuales de la tienda. Heriberto aparece entonces, en este sentido, como ese vértice emocional que crea confusión en las actividades de la familia; un vértice, una postura (“estamos solos”) que es posición y enunciación de una amenaza de la lengua y del negocio doméstico.

III

La escena donde el narrador confiesa haber recibido de “manos” del padrino la tienda como herencia no tendría el sentido profundo que nosotros le atribuimos si no tuviera como contrapartida el manoseo de Heriberto. La preocupación por lo heredado es precisamente lo que distancia a ambos personajes: el narrador, en tanto beneficiario del capital familiar, habita un mundo donde cada cosa tiene un precio; Heriberto, valiéndose del objeto como medio para su goce personal, huye (pero siempre regresa) de ese mundo mercantil, y es precisamente esta huida de una sexualidad normalizada la que el relato considera peligrosa para el heredero; el primero hereda una pequeña fortuna familiar, el segundo una voz afeminada.

IV

Para entender esa huella desviada, callejera, que Heriberto deja en la superficie de los objetos (y en el imaginario de la literatura nacional), pensemos en el cuento “Marcucho el modelo” de Leoncio Martínez (relato que integra su colección Mis otros fantoches, 1932). Precisamente Marcucho, nombre hecho de faltas y personaje carente voz, exhibe sus atributos corporales en el único lugar posible de la época, una escuela de arte; allí, en ese espacio donde sólo interactúan hombres, su desnudamiento circula entre el deseo (sexual y artístico de mirar) y el dinero (el trabajo de su cuerpo). Como ha señalado Molloy, hay en esa persona que posa “algo que no puede ser dicho dentro de los discursos hegemónicos del periodo” ¿Qué otro destino imagina la narrativa de la época para estos personajes como Heriberto o Marcucho? Encontramos aún dos décadas más tarde, y de nuevo en la narrativa de Garmendia, otro raro no menos iniciado en los juegos femeninos de la literatura. Por el cuento “La Tuna de Oro” [1951] ronda la figura de “Panchito, alias La Niña” como parte del personal de servicio del viejo hotel La Tuna: “Las amaneradas atenciones de La Niña, en cambio, eran vistas con recelo, inspiraban suspicacias y daban pábulo a maliciosas burlas e interpretaciones. De tiempo en tiempo llegaban al hotel, con la mamá, las niñitas Melo; La Niña se unía a ellas en seguida, dejaba la escoba en un rincón y empezaban todos juntos a saltar sobre el entarimado: -¡Ole con ole! ¡Ole con ole!”. Esta niña de la limpieza se presenta en la literatura venezolana de mediados del siglo XX sin los signos de la decencia, brincando y vocalizando, ataviada con las imágenes de lo extraño y sospechoso, travestismo diseminado por la escritura del canto y del trabajo, un niña indecente que regresa siempre a su lugar de trabajo –la memoria y la literatura– donde le espera ese objeto brujeril y doméstico, la “escoba”.

V

Al asumir el heredero directamente el negocio, lo primero que rechaza son las maneras de Heriberto, y al apartarlo de sí impugna su manía de tocar, traza un límite al desenfreno de transformar los muñecos en objetos sexuales. He ahí su condición de peligrosidad, su extrañeza, en términos de Freud: un doble que es simulacro. La cuestión se hace más clara si precisamos que la naturaleza de lo táctil y lo visual fundan un modelo de economía y de sexualidad, y que esta distribución de los sentidos configura un uso del cuerpo y del dinero. Mientras lo visual se transforma en una experiencia cómplice de la norma económica y doméstica, lo táctil abre paso a la candidez de una perversión infantil. La marca de esta transformación y disolución es la noción de juego. ¿Pero sería posible –y cómo– rescatar esa diferencia que introduce lo táctil de su sentido negativo? Tal vez la respuesta esté en no reconocer el tono de fábula del relato, tomar distancia de esa representación afectiva que significa la memoria familiar.

VI

En el género narrativo, la tradición literaria había pensado los quiebres de la representación genérica como síntomas que se repliegan en la superficie de la nacionalidad. Dos espacios sensibles del entresiglo: en Peonía, Carlos, el dandy vestido a lo criollo, una noche escucha que un peón se refiere a él como “un marica”, precisamente por su “pinta”; en Ídolos rotos, don Pancho le reclama a su hijo Alberto, a tres meses de su llegada de París, no haber ejercido su profesión de ingeniero: “es un capital que tienes entre las manos, pero inactivo”. Estas escenas, rurales y urbanas, de formación cultural y filosofía pedagógica, entran con otra tensión en el espacio garmendiano, despojadas de sus estridencias épicas o dramáticas: por la “tienda” fluye un discurso moderno tensionando las convenciones morales de la sociedad tradicional, obligando a los personajes a sumergirse en aquello que los fascina y los excluye. La “tienda” (de fantoches y muñecos) funda una estilización nostálgica de la casa paterna, de aquello que aún no se puede exorcizar: el pacto familiar, que expulsa la teatralidad del deseo; y el quiebre genérico, fijado en el cuerpo y en la lengua.


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