Perspectivas

Una mirada psicoanalítica a “La otra isla” de Francisco Suniaga

Fotografía de Wikipedia.org

08/11/2020

Cuando un psicoanalista aborda un texto literario suele trabajar sobre los personajes y sus aspectos inconscientes o patológicos, como si de personas reales se tratase. Eso es lo que haremos ahora, y lo haremos a la manera de Freud en su El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen (Freud, S., 1907). Al hacerlo, solemos tener la impresión de que la apreciación del analista y la del autor de la narración, en lo que se refiere a la psicología y psicopatología de los personajes, coinciden. Freud, en su estudio de la Gradiva, hacía notar esa coincidencia, aunque él no la explica allí: tan solo sugiere que ambos han trabajado bien. Sin embargo, la respuesta es muy sencilla: El narrador crea una obra, y tanto el crítico como el analista interpretamos su creación, gracias principalmente a un instrumento extraordinario en el que el autor es maestro, que es la metáfora. También suponemos en él una gran capacidad de insight consigo mismo, y de empatía hacia los demás; pero el narrador, como el poeta, es maestro en el manejo de la metáfora, y es eso lo que explica estas supuestas coincidencias: tanto el crítico como el psicoanalista interpretan o traducen las metáforas que el autor ha creado, a veces sin ser consciente de todo el alcance que esas metáforas tienen. Pero en fin, ese es otro asunto que no abordaremos ahora, y pasaré a intentar comprender algunos aspectos de los muy interesantes personajes que Francisco Suniaga nos presenta en esta novela, como si de personas reales se tratase.

La investigación que aquí pretendo podríamos compararla con las que intenta, en la novela, el abogado José Alberto Benítez, y también a la que intenta Suniaga en su novela, pues, como dice Kundera, también la novela (la buena novela, se entiende) es una investigación sobre un aspecto de la realidad. La labor del psicoanalista se centra también en la búsqueda de una verdad desconocida, que esperemos sea más exitosa que la que intenta José Alberto Benítez en la novela. En el poema Ítaca de Kavafys, el poeta ubica, metafóricamente, dentro de nosotros mismos una verdad a la que debemos llegar al final del camino. Pero lo que Suniaga nos describe en su novela es lo que yo denominaría una patología de esa Ítaca interior que aqueja a muchos de sus personajes. Aunque Kavafys nos recomienda en el poema que el viaje hacia ella sea largo y que no le temamos a los peligros que encontremos, Suniaga nos muestra una perspectiva en que esos peligros parecen muy serios, y los llevan a perder el rumbo o incluso a naufragar en su viaje.

Esto se revela con fuerza desmedidamente dramática y trágica en el personaje central de la historia, Wolfgang Kreutzer, al que Suniaga dedica el mayor espacio en su novela. Luego abordaré con más detalle su análisis, pero podemos constatar que ese naufragio (que en él resulta hasta literal, pues muere ahogado) no le ocurre tan solo a él, en muchos de los otros personajes que viven y conviven en esta isla encontramos algo de ese fracaso vital, aunque sea menos dramático. Por orden de aparición, el primero que nos encontramos en la novela es Dieter Schlegel, el cocinero alemán trasplantado a Margarita, que monta un restaurante, pero añora vivir como los pescadores artesanales que todas las mañanas mira en la playa regresando de su faena en el mar. Esa pareciera ser su Ítaca más auténtica y secreta, su otra isla a la que seguramente nunca llegará. Sin embargo, no cabe duda de que se aproxima bastante a ella, pues se ha instalado a la orilla de ese luminoso y cálido mar Caribe de los pescadores, tan lejos de su oscura y fría tierra, y al menos puede mirarlos a ellos desde esta isla, no la otra sino la actual, que es su restaurante, lo que no parece un mal arreglo.

El siguiente personaje en aparecer en la novela, Edeltraud Kreutzer, la madre de Wolfgang, no pertenece a esta isla, sino que está de paso y motoriza ahí una investigación improbable sobre el porqué de la muerte de su hijo, que Suniaga aprovecha para desvelar el alma atormentada de Wolfgang y de otros habitantes de la isla. También en este personaje encontramos esa aura de fracaso, no solo porque su propósito al viajar a Margarita no se llegará a concretar, sino que vemos que su felicidad no está en el futuro, sino en el pasado, cuando Wolfgang estaba pequeño y la familia se iba de vacaciones al mar del Norte. Aunque esa nostalgia de lo perdido no es en principio patológica (la podemos encontrar en nosotros mismos y en muchos personajes de esta novela), la muerte de Wolfgang va a clausurar definitivamente para ella cualquier posibilidad de felicidad futura. En la novela, Edeltraud intenta inútilmente mitigar en algo la que ahora es una doble pérdida, un duelo repetido y casi imposible de superar, a través de la investigación sobre la muerte de Wolfgang, que encarga a José Alberto Benítez, nuestro siguiente personaje.

Benítez es un margariteño muy culto, pero irremisiblemente fracasado en su profesión y en su vida, y alrededor del cual giran los dos enigmas que transitan esta narración: el de su propio sueño en inglés y el de la muerte de Wolfgang. Es, por tanto, un personaje clave, sobre todo como eje conductor o bisagra de la investigación que también Suniaga ha emprendido en esta novela. Benítez, por su parte, no logrará culminar las dos suyas, pese a todos sus esfuerzos. Su compañero en la indagación sobre su sueño va a ser Pedro Boada, el psiquiatra sin título que lo intenta ayudar a descifrar el enigma, investigación a la que en un momento dado Benítez califica de inútil. La respuesta que da Boada a esa apreciación resulta muy reveladora, y a mi entender forma parte importante de esa investigación de Suniaga a la que antes aludí. Dice Boada que lo del conocimiento inútil le fascina, y es la ruta que escogió “por aquello de que cada quien tiene su método dialéctico de matar piojos” para desintoxicarse de su incorregible izquierdismo. Igual que el drogadicto que para desintoxicarse se hace predicador o miembro de una ONG para salvar las tortugas y se toma esa nueva ruta con fanatismo unidimensional. En Boada esto tiene que ver con el lamentable y rotundo fracaso de la vieja izquierda en Venezuela, una izquierda gloriosa e idealizada que mucho prometía, pero que terminó en una lastimosa degeneración, en la actual comparsa militarista y autoritaria que, autoproclamada revolucionaria, asola hoy al país. Este fracaso que explora Suniaga ya no es, pues, de Boada ni de Margarita tan solo, sino de todo un país, de toda una generación, aunque cuando Suniaga escribió esta novela esa debacle apenas comenzaba.

Boada queda protegido de su falsa Ítaca izquierdista, gracias a este dudoso remedio del fanatismo unidimensional por el conocimiento inútil. Y su intervención en la resolución del enigma del sueño de Benítez, aunque tiene la apariencia de un éxito, en realidad no lo es, pues no llega a una comprensión del sueño, sino que se conforma con haber averiguado de qué texto proviene, que resulta ser El llano en llamas, de Juan Rulfo, obviamente en español. Pero si es así, ¿por qué Benítez lo sueña en inglés? ¿Y qué significado profundo tiene para él? En la novela ellos no llegan a un discernimiento, pero si nosotros nos lo proponemos ahora, no parece necesario ser psicoanalista para interpretar que ese lugar donde anida la tristeza que nunca desaparece (que es una frase central de su sueño), es el corazón mismo de Benítez. La confirmación la podemos encontrar en el mismo cuento de Rulfo, Luvina, de donde procede el texto de su sueño, que evidentemente lo impactó al leerlo y casi lo lleva a un insight onírico al que le faltó, sin embargo, una buena interpretación ulterior; basta leer unos párrafos más abajo en el cuento de Rulfo para encontrar esa clave en la evocación del narrador en el cuento, mientras le describe ese lugar donde él ya estuvo en el pasado, a su interlocutor:

Usted va a ir a San Juan Luvina. En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…

El cuento Luvina es la descripción de un fracaso rotundo, sin remedio, y es allí precisamente donde quedó varado Benítez, y también Boada. Una promesa brillante de futuro que se disuelve sin remedio en un presente de perplejidad, nostalgia y tristeza. Es por eso que sueña con ese cuento de Rulfo sin tener conciencia de ello en la vigilia. Más allá de la anécdota que nos narra, Suniaga explica el fracaso de Benítez así: “…en su interior la idea del Derecho como trabajo y la justicia como ideal pertenecían a dos universos paralelos y estériles en los que ninguna expectativa florecía”. Su sueño lo traduce al inglés, posiblemente para disfrazar su origen (como siempre ocurre en los sueños, si seguimos a Freud), pero sobre todo porque el comienzo de ese fracaso se remonta a su período de emigración en Estados Unidos. No puedo dejar de anotar que Suniaga ya compara en su novela ese fracaso con el fracaso económico de Venezuela, que desde la época mayamera del ta barato fue cayendo en picada hasta lo que es hoy.

Esa es la anécdota de Benítez y de Boada; en las anécdotas de otros personajes vemos que cada cual intenta una explicación ante el fracaso de un proyecto personal, regional o nacional. Repito que este me parece el meollo de la investigación de Suniaga en esta novela, que vamos a ver repetirse en los tertulianos de la plaza Bolívar de La Asunción, tertulias en la que, por ejemplo, se busca una inútil explicación a esa perplejidad de que la pasada gloria independentista de Margarita haya desembocado en este estancamiento, en este fracaso que es su presente.

Pero continuemos con el siguiente personaje en aparecer, que es Renata Kreutzer. A ella, Suniaga no la define como una mujer bella, sino con una palabra antigua ya en desuso en Margarita: “aseada”, que probablemente podríamos traducir como “con sex-appeal”. Es una mujer que atrae a los hombres y despierta fuertes deseos sexuales en ellos, lo que tiene su importancia en la trama de la novela. Pero más allá de eso, vemos que Renata es feliz en Margarita. No en la otra, sino en esta, la más visible, la impredecible y en la que vivir es siempre una aventura, tan distinto de la vida en Alemania donde todo está previsto y reglado. Allá sentía que la vida se limitaba a dejar que los días pasaran y se cumpliera su ciclo de ser viviente. Aquí, en cambio, podía experimentar lo que Suniaga califica como “la incertidumbre humana de vivir”. Margarita es para ella uno de los pocos lugares donde la felicidad puede presentarse sola y no hay que esforzarse mucho para conseguirla. Ella pareciera ser el único personaje en haber llegado felizmente a su Ítaca particular.

Su marido Wolfgang Kreutzer, sin embargo, no la acompaña en esta apreciación de la vida en la isla. Él no es feliz allí, quisiera regresar a su país; podía quedarse largas horas mirando el mar Caribe, “carcomido –dice Suniaga– por la lejanía de Alemania y su mar del Norte”, donde había sido un niño feliz. Aquella nostalgia que habíamos visto en su madre por la época en que iban de acampada en el mar del Norte, en Wolfgang se convierte en tristeza profunda por un paraíso perdido que no logrará recuperar jamás. Por un tiempo muy breve se entusiasmó al acompañar a Renata en la emigración a Margarita y en el montaje de su restaurante, o en los períodos de descanso de ambos en la casa comprada y remodelada por insistencia de ella, proyectos todos que él secundó con fugaz alegría. Pero el trabajo en el restaurante, y toda su vida en una Margarita tan distinta de su añorado país, le hace patente que era un espejismo que duró muy poco. Wolfgang se sentía encallado en esta isla, como un barco que perdió el rumbo. Vivir en Margarita le resultaba demasiado estresante, y curiosamente, por las mismas razones que a Renata le resultaba atractivo: la incertidumbre omnipresente, en donde nada era seguro. De modo que reapareció el insomnio pertinaz que ya en una época anterior, en Alemania, lo había aquejado. Este es, podríamos decir, su primer síntoma mental en esta narración.

Y es gracias a ese insomnio que va a ponerse en contacto con esa otra isla insospechada, que en su caso son los gallos de pelea. Primero fue la intriga de escucharlos cantar en sus insomnes madrugadas, que para él fue como escuchar el canto de las sirenas, aunque desgraciadamente no estaba atado a ningún mástil como Ulises, y sin remedio fue derecho a buscar su perdición. Porque ese canto, inexplicablemente, lo despierta a la vida y a una marcada excitación sexual, y lo lleva a averiguar dónde estaban esos gallos, y por allí a ponerse en contacto con esa actividad desconocida, insólita para un alemán, que era, primero la cría de los gallos de pelea, y luego los combates. Así, no tenemos más remedio que preguntarnos: ¿Qué le ocurrió a Wolfgang, por qué esa pasión insospechada e incoercible que lo devora, en alguien como él tan contrario a las aventuras, tan deseoso de regresar a la certidumbre y seguridad de Alemania? Suniaga solo nos da unas pocas claves conscientes, que nos resultan insuficientes: era una actividad emparentada con el cuidado de su perro cuando era niño, y también con sus escapadas juveniles para jugar o ver el futbol con sus amigos y tomar cerveza. El deseo de libertad que en Renata se manifestaba en un disfrute de la vida en esta isla sorpresiva, incierta, pero circulando en ella por cauces más o menos civilizados y sanos, en Wolfgang se manifestará en esa otra isla fascinante, salvaje y absorbente, pero muy alienante, en la que para él se transforma el mundo de los gallos de pelea. ¿Qué diagnóstico podemos adscribir a esta fascinación? En ningún manual de diagnóstico psiquiátrico encontraremos nada referido a los gallos de pelea, pero como psicoanalista no puedo sino decirme que esto se parece mucho a una adicción, tan absorbente y destructiva como la de la heroína, la cocaína o el alcohol, y con similares alternativas de elación y depresión. Esta condición se parece a una psicosis maníaco-depresiva, o como se dice ahora, trastorno bipolar, aunque no genuina sino inducida y condicionada a la presencia o ausencia de la droga. Y si lo vemos desde la antropología, tenemos que decir que, en la lucha inveterada del hombre entre Naturaleza y Cultura, en Wolfgang gana definitivamente la Naturaleza. Una naturaleza primitiva y salvaje, como la de esos gallos de raza que, guiados por un mandato genético ciego, se enzarzan en lucha mortal sin odio ni propósito racional alguno.

Pero también hay que decir que no es sin resistencia que la Cultura llega a rendirse en la estructura mental de Wolfgang. A lo largo de los capítulos dedicados a él, Suniaga nos muestra a este personaje luchando por no sucumbir del todo a ese llamado de la Naturaleza, ese canto de sirena que lo toma por sorpresa. Como un alumno aplicado y obediente, Wolfgang asiste a las clases de Fucho sobre las diversas denominaciones de los gallos, aprende la cuidadosa tarea artesanal de afeitarles las plumas y cortarles los apéndices carnosos de la cabeza, los cuida y entrena amorosamente “como un padre que cuida a su hijo que un día irá a la guerra”, nos dice Suniaga. Esta actividad lo vivifica como una droga estimulante, y a estas alturas de la novela no semeja todavía algo destructivo, pues mantiene aún su relación de pareja y continúa con su trabajo en el restaurante. Pero, claro, las cosas no quedan allí, como suele ocurrir en toda adicción, y la siguiente indicación de que algo seriamente patológico está progresando en él, es la depresión profunda que le sobreviene al tener que separarse del primer gallo que estaba cuidando con exclusividad, y que podríamos comparar perfectamente con un síndrome de abstinencia. Fucho y Renata se alarman e intentan mitigar esa abstinencia suministrándole algún sustituto de la droga-gallo. Pero Renata se equivoca en su diagnóstico, cree que es la nostalgia de su patria lo que lo deprime y le da salchichas alemanas para consolarlo, sin ningún efecto, por supuesto. Fucho es más certero en el diagnóstico, y con su psicoterapia silvestre pero muy empática, logra llevarlo de nuevo a la gallera, donde poco a poco recupera la alegría. Es más certero, sí, pero no llega a barruntar la gravedad, la profundidad de su trastorno, y sin saberlo lo mete de nuevo en la boca del lobo.

En este momento vemos con más claridad la lucha de la cultura por ganar la partida. Al enterarse de que el gallo causante de su depresión va a pelear, se entabla en él una intensa lucha moral entre su deseo de verlo pelear y, dice Suniaga, “la necesidad de comportarse según las tablas que distinguen lo correcto y lo indebido”, pues sabe que una pelea de gallos es una muestra de crueldad de los hombres para explotar los instintos de unos animales inocentes que él debía rechazar sin ambages. Pero la línea divisoria se le vuelve difusa al constatar la violencia que lo rodea en esa isla, violencia natural que parece estar en todas partes, como Dios, y a la que le era imposible no sucumbir. Pero razona que la maldad estaría en ser cruel, y él no lo era con los gallos, de modo que, a través de esta intelectualización, zanja su dilema y sigue adelante con su sino. Suniaga nos muestra, en su descripción de las peleas de gallos, que la violencia no está solo en la arena, en la lucha a muerte de los gallos, sino en las gradas donde los hombres rugen salvajemente. Como una ola que no termina de caer y queda en suspenso, dice. Esto ocurre gracias a la identificación grupal operada con los gallos que se están matando allá abajo, pues matarse entre sí es una antiquísima pulsión del ser humano desde que se convirtió en homo sapiens. Era como delegar en los gallos esa pulsión para no actuarla, y dejar la ola en suspenso. Pero si en los demás esta identificación dura lo que dura el espectáculo, con lo que los espectadores logran permanecer dentro de cauces más o menos civilizados, en Wolfgang aquella ola va a terminar de caer, trágicamente, sobre sí mismo, ya que en él no se trata de una violencia catártica, como en los otros, sino interna, secreta, privada y, por consiguiente, mortal.

El momento culminante y sin retorno de su locura gallística ocurrirá, por supuesto, en esa primera riña que estoy comentando. Y como yo no sé describir ese momento con la maestría con que lo hace el autor de esta novela, lo citaré literalmente, vale la pena.

[Wolfgang] se hundió lentamente en un silencio interior del que no tenía antecedentes, tan tenaz como el de los gallos que se mataban en la arena sin que sus gañotes dejaran escapar un sonido. En la profundidad de ese silencio, cual un eco remoto, escuchaba los golpes de las espuelas sobre los huesos de las cabezas, el batir de las alas y el apagado chasquido de los picotazos que laceraban los pellejos enrojecidos al límite. Estaba convencido de que solo él era capaz de escuchar el fragor sordo de esa batalla, valorar el carácter grandioso de aquella lucha, apreciar el significado de aquella ofrenda y, sin que su conciencia tomara parte en decidir el derrotero, su alma se fundió en una indestructible identidad con los gallos, los únicos otros habitantes de la dimensión mística a la que había accedido. Fue en ese instante de entrega inaudita cuando se produjo el acontecimiento que lo catapultó aún más allá de su éxtasis y, como al hechicero que ha logrado traspasar el umbral de un misterio satánico y se queda atrapado por el demonio que se le ha revelado, lo hizo prisionero de los animales que habrían de perderlo. Un evento alucinante que haría de los gallos y Wolfgang una comunión perfecta, sacramentada por una liturgia brutal, que nunca se volvería a romper.

Vemos aquí claramente que la identificación de nuestro personaje con los gallos no es grupal como en los demás espectadores, sino solitaria y maligna, pues lo deja atrapado para siempre. El acontecimiento irreversible del que habla Suniaga en este pasaje, nosotros no podemos sino calificarlo de psicosis. A partir de allí, presa de un humor delirante, Wolfgang se hizo gallero y propietario de gallos de raza, ignorando las inoperantes advertencias de Fucho acerca de los sinsabores que una excesiva identificación con los gallos podría traerle. Cuidaba y entrenaba a los gallos como si fuesen personas, más bien como si fuesen él, con el único resultado de cansarlos en exceso, y ya no atendió las recomendaciones de Fucho sino su propio método, que visto superficialmente parecía muy “científico”, muy alemán, pero que en verdad era delirante, psicótico. Y a partir de allí ya desatendió sus deberes conyugales, laborales y cualquier otra consideración racional: la batalla de la civilización ya estaba perdida definitivamente. Tal vez la elección por Suniaga de la nacionalidad alemana en estos personajes no sea casual, pues evocó en mí muy nítidamente la locura alemana de la segunda guerra, que termina, como en Wolfgang, en una autolisis, en un derrumbe absoluto del tercer Reich y de la nación alemana. Aunque no tenemos que ir tan lejos para darnos cuenta de que la metáfora de Suniaga apunta a un delirio semejante en el líder político del momento en Venezuela, Hugo Chávez, sin que en la novela aparezca nunca siquiera aludido. En ese delirio arrastró, lamentablemente, a buena parte de la población, a semejanza del líder alemán de la segunda guerra, y los resultados finales, que en Venezuela podemos ver ahora, en ambos casos se parecen.

La disposición exaltada de ánimo que acabo de leer en la cita de Suniaga se repitió en cada pelea en que participó con sus gallos de ahí en adelante, acompañando esos eventos –cómo no- de gran ingesta alcohólica. Pero por si alguna duda quedara de la inmensa cualidad adictiva de esta actividad, vale también la pena transcribir, del diario de Wolfgang, su propia descripción de una pelea en la que su gallo ganó, y también él, pues uno de los enganches de esas peleas son las apuestas que los espectadores y propietarios van haciendo a lo largo de su desarrollo:

Desde mi puesto podía sentir cómo la fuerza descomunal y pura que mi gallo irradiaba en la arena me traspasaba la piel, se apoderaba de mis sentidos y me elevaba por encima del resto de la gente. Nunca había experimentado un regocijo tan claro, tan contundente, el regocijo de la victoria. Esa sensación de haber derrotado a los demás Esa euforia del triunfo que aliviana la sangre no se puede siquiera comparar con el sentimiento doméstico de portarse bien y ver los beneficios en el largo plazo, cuando eres muy viejo o cuando te mueres para que, si a Dios le parece, te abran las puertas de la gloria. Esto es la gloria en una tarde y sigues vivo para verlo. 

Es indudable que a Wolfgang (tampoco a Chávez, desde luego) no le gustaría el consejo de Kavafys de demorar la llegada a Ítaca. El poder adictivo de esa droga que le permitía tocar la gloria inmediatamente, sin esperar, que tan parecido es al poder político absoluto y atrae a tantos jóvenes al mundo de las drogas, queda bien patente en esta cita. La impaciencia por llegar rápidamente a la meta es incluso una característica de nuestro tiempo. Como psicoanalista no puedo menos que darle la razón a Kavafys.

Resumiendo, y para terminar, diría que Suniaga ha construido una admirable novela en la que explora, con el concurso de tres personajes extranjeros, un aspecto de la idiosincrasia margariteña (pero ¿sólo margariteña?) que se podría describir como un fracaso civilizatorio, donde podemos ver que el contacto de estos extranjeros con esa realidad tan supuestamente distinta a la de su país culmina en tres desenlaces diferentes: En Renata, una integración aparentemente perfecta, liberadora, al medio; en Wolfgang una alienación anticivilizatoria extrema y mortal, y en Edeltraud una sorpresa de la que al final prefiere escapar para siempre porque, y la cito: “este es un lugar donde Dios ya no puede escuchar los ruegos de la gente como yo, tiene aquí tantas cosas de las que preocuparse que debe vivir en una eterna emergencia…” Ella nos muestra el contraste con una civilización tan distinta en apariencia como la de ella, pero donde la gente también tiene lugares donde anida la tristeza, como en Luvina, donde también la gente puede rebelarse y buscar una libertad que la civilización le niega, donde también la gente puede llevar dentro una locura que tan solo espera un peligroso viaje a Ítaca para declararse. Suniaga nos deja con la nítida sensación de que los fracasos de Benítez, Boada o los tertulianos de La Asunción, no son en definitiva idiosincráticos de Margarita ni de Venezuela, sino un asunto humano universal.

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Alfonso Gisbert es médico psiquiatra y psicoanalista, didacta de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis y de CEAP de Madrid, autor de varios libros sobre psicoanálisis.


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