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La Venezuela del siglo XIX es un tiempo de dolencias desatendidas y del desamparo de quienes las sufren, especialmente los más pobres. Se puede llegar entonces a situaciones de indolencia escandalosa frente a las penalidades del prójimo, como la que veremos de seguidas. Un hecho realmente digno de atención y capaz de reflejar conductas de insensibilidad, cuando la sociedad pretende introducirse por los senderos de la modernidad liberal.
Para captar la magnitud del asunto, leamos unas letras que circulan en el Diario de Avisos el 5 de diciembre de 1837.
El abuso y los repetidos ejemplares (sic) de depositar los cadáveres de los párvulos en la fachada de la Iglesia Metropolitana de esta capital, cuyo tránsito es el más concurrido por su inmediación a la plaza del mercado que está allí mismo, es lastimosísimo y escandaliza a cuantos transitan por aquel paraje, viendo días enteros expuestos en el, restos de la humanidad que debieran depositarse en sitio más apartado. En ello influirá tal vez la miseria de algunos padres, no es dudable que a la par de su propia delicadeza y miramiento por aquellos a quienes dieron el ser y debían sepultar antes que abandonarlos en el último trance, deber que caracteriza de falta moral un tal procedimiento que no puede disculparles la sana razón, séase la inclinada miseria o cualquiera otra la causa de el. Esta falta se comete, se repite y convendría evitarla más bien que corregirla.
De consiguiente, es de llamar la atención de las autoridades, ya para que se disponga una especie de parapeto en el paraje en que se ha introducido la indicada costumbre, que es muy posible por medio de una pequeña tapia que guarde y no desfigure el orden del frontispicio de dicha Iglesia Metropolitana. Y por pena que se señale otro sitio decoroso que sirva de depósito a los cadáveres de los miserables, o de aquellos cuyas familiar se niegan a prestarles el último homenaje del amor, del cariño o hasta de la simple benevolencia, en darles sepultura con el ceremonial eclesiástico.
Probablemente sea difícil encontrar un cuadro que refleje mayor indiferencia en torno a las desgracias producidas por la miseria y por la falta de recursos para la atención de urgencias que caben en la parcela de la salud pública. En el frente de la catedral y en una ubicación próxima al mercado de la capital, los transeúntes pasan por el lado de los restos de los recién nacidos que abandonan sus familiares. La asistencia al templo en el cual reside la autoridad de la mitra y la búsqueda de provisiones en la feria más popular de Caracas son antecedidas por los despojos de los «angelitos» que determinan las necesidades del transito en una zona donde circula a diario una muchedumbre.
Una respuesta inmediata conduce a reprobar la actitud de los desalmados que convierten la puerta de la iglesia en un insultante cementerio, o a encontrar en la indigencia la responsabilidad del suceso. Sin embargo, la observación no se puede reducir a tales límites. Hay que detenerse en el papel del gobierno frente a cuyas narices pasan las cosas. A los funcionarios no les debe importar demasiado, porque no han hecho nada para impedir el espectáculo y porque su pasividad hace que aparezca una crítica en el periódico. Los dignatarios de la Iglesia son susceptibles de un comentario semejante, no en balde se hacen de la vista gorda ante un hecho que, si no les acicatea la cristiana conciencia, por lo menos molesta la celebración de los oficios sagrados.
También hay que meterse en el pellejo de los que contemplan la macabra rutina, para llegar a la siguiente pegunta: ¿acaso el ver la muestra de los recién nacidos convertidos en basura no los familiariza con ella hasta el punto de no considerarla extraordinaria, hasta el extremo de juzgarla como parte de una normalidad que no conduce obligatoriamente a la reprobación? El escritor del Diario de Avisos indica cómo el observador posterior que piense así no va descaminado, pues se muestra enfático en la censura de los responsables y pide una solución, pero también es partidario de una transacción que termina en el disimulo. Tal vez se encuentre frente a hechos que no han producido una reacción general de condena, pues llega a conformarse con la construcción de una pared que oculte los cadáveres de los neonatos, esto es, con un púdico cobertor.
Un fragmento del Diario de Robert Ker Porter, cónsul inglés en Caracas entre 1825 y 1842, nos informa sobre la antigüedad de esta manera de deshacerse de los recién nacidos. Escribe en 1838, o poco después:
Al regresar a casa Manuel (uno de sus domésticos) me dijo que la cocinera había salido con un bebé blanco que había sido abandonado en el callejón. Pregunté si estaba vivo o muerto, y me dijo que vivo, y que ella había ido a dejarlo en algún otro sitio del mismo modo en que lo habían hecho aquí. Este es el primer caso de este tipo que he presenciado desde que llegué a Caracas, y lo más singular e innatural de las circunstancias es que se trata de una criatura blanca, pues pocos son los de las clases bajas que tienen este color. En vista de que se ha puesto fin a la costumbre de abandonar los niños muertos en la puerta de la Catedral, supongo que ahora piensan distribuirlos vivos, pues se deduce que si una madre no tiene con qué pagar los últimos derechos de su prole, mucho menos puede proveer las necesidades de su existencia.
Ker Porter habla de un hábito que considera superado, pero conviene detenerse en el hecho de cómo se sorprende de que el abandonado de sus días sea de piel blanca, como si solo los morenos y los negros fueran capaces de hacer una aberrante exposición con los cadáveres de sus hijos.
De allí que se requiera una mejor explicación del asunto. Una explicación que, en lugar de nacer de los prejuicios, nos vea como una sociedad que da sus primeros pasos en un teatro de familiaridad con las atrocidades, de frialdad compartida y de insensibilidad generalizada que pudo continuar en el futuro.
Elías Pino Iturrieta
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