Literatura

Una estola en Biblos

26/08/2020

[El 26 de agosto de 2019 falleció Humberto Mata (Tucupita, Delta Amacuro, 1949), uno de los cuentistas venezolanos más destacados del último tercio del siglo XX. En recuerdo de su obra y como un homenaje a su memoria publicamos uno de sus relatos]

Humberto Mata, retratado por Mauxi Ramírez

Hay cosas que se quedan clavadas en alguna parte y que luego nadie las puede sacar. Así le ocurrió cuando era niño con una palabra: se le incrustó tanto que fue el motivo central de toda su existencia. Si hubiera sabido entonces hasta dónde iba a llegar, por ella… Pero, ¿quién sabe nada de lo que viene? Contigo será sepultado tu recuerdo y pronto se secarán las lágrimas de quienes te acompañaron en tus exequias, según aquello del retórico Apolonio: «Más rápido que cualquier otra cosa se seca la lágrima».

Aprendió después, mucho tiempo después de escuchar la expresión mágica de boca de su padre, quien seguramente la aprendió de algún libro, que la palabra biblia deriva de allí, convertida en la voz inglesa «bible». Esta, a su vez, es una adaptación del nombre que dieron los griegos a un conglomerado mediterráneo desde el que se exportaba al Egeo el papiro egipcio, por lo que esta palabra se transformó (o fue transformada) en una suerte de sinónimo de aquél. Biblos (o Byblos) es el nombre de esa ciudad asiática cuya existencia se remonta al neolítico y que fue designada por los egipcios antiguos con el nombre de Kubna, por los asirios de habla acadiana con el de Gubla y por los cruzados (esas víctimas que conquistaron la ciudad en el 1103) con el de Gibelet. Biblos es la palabra que lo cautivó de niño; y a esa palabra –y a esa ciudad– dedicó la mayor parte de su tiempo —aunque nunca como entrega sistemática, como oficio, como profesión, sino como designio, como marca. Fue Martha, estudiosa de las civilizaciones, quien con envidiable facilidad lo puso al tanto de todo cuanto sabe sobre Biblos.

*

La llegada a Beirut por el aeropuerto es una de las experiencias más hermosas que pueda tener un pasajero. Acercarse a algo parecido a una península, iluminado y lanzado al mar es también un presagio –dijo.

Su primer viaje a Beirut; y con él, Martha, la compañera, con aquella hermosa estola verde; Martha, cómplice y víctima de su destino, la que tanto gustaba jugarse con él, hasta muchas veces ponerlo nervioso, por no decir molesto. Ella se sintió indispuesta durante todo el viaje, mareos, escalofrío, esas cosas. Estaban finalmente en Beirut, la ciudad dos veces destrozada: por el bombardeo, celoso e indiscriminado, del ejército israelí, por la guerra civil entre cristianos y musulmanes. Aún quedaba alguna huella física de esos hechos, pero la mayor parte había sido borrada. Pensó que en su país, esas huellas durarían siglos; y casi con asombro cayó en cuenta de que las del terremoto de 1812, por no hablar de las de aquel de los años ‘60, habían desaparecido. El tiempo actúa con pereza pero, como el mar, también con sistema. En su país hubo poblaciones, las originarias, que bruscamente al comienzo y luego lentamente cedieron espacios a otras que aún buscan su acomodo y razón de ser. ¿Alguna vez lo conseguirán?

Pero el tema no es su país; es Biblos, ciudad de muchas razas, distante una hora de Beirut por una autopista que bordea el mar Mediterráneo. Va solo, y el conductor lo lleva lamentablemente. Martha aún no se recupera del viaje y prefiere descansar en el hotel. A la derecha de esa autopista e internándose hacia la tierra, está la enorme Siria; y al Sur de la estrecha franja que es el Líbano, Israel. En el último día los justos, los que han observado siempre las prescripciones de la Torá, se reunirán en un banquete con las carnes de Leviatán y Behemot. Mas, ¿quiénes serán entonces los justos, los que habrán observado esas prescripciones y en consecuencia, brindarán con el Mesías?

Biblos, ciudad de la palabra sagrada, ciudad donde las culturas conversan y aniquilan, ciudad que él desde niño y sin saber por qué siempre ha buscado, con un afán a veces enfermizo, está constituida por excavaciones que muestran restos de obras pertenecientes a períodos que llegan hasta el medioevo. Ese artificio asiático era una historia de conquistas, de ruinas sobrepuestas, que sirvió como centro de comercio y como difusor del alfabeto fenicio. Se detuvo bajo un arco milenario, vio especies de columnas y un obelisco de épocas tan remotas que estaban cercadas para resguardarlas de los visitantes, vio el Mediterráneo, una bajada empedrada y bordeada de flores, un monumento romano, otro griego; unas vasijas fenicias, una necrópolis. Lamentó que Martha no viera todo esto, tomó fotos para enseñárselas y contarle. La cámara le colgaba de un cordón sujeto al cuello y a ratos, según se moviera, le golpeaba en el cuerpo. Eran golpes suaves aunque molestos. Transcurrió el tiempo recorriendo Biblos hasta que pasó la mañana. Había dejado para la tarde, lo más completo que se conservaba del lugar; el castillo de los cruzados. En 1189 fue tomado por una avanzada musulmana –recordó.

Fotografía de Mauxi Ramírez

Luego de almorzar en un sitio cercano y luchar por zafarse de vendedores de piezas del lugar “absolutamente legítimas”, como monedas de todos los conquistadores y de todas las fechas, se dispuso a volver al mutilado Biblos; y esta vez fue directamente al castillo o fortaleza cruzada, como había dispuesto; estaba construido con columnas romanas y griegas en la base y emitía el sonido del viento, aparte de que daba la sensación de ser un claustro de varios niveles, tal vez por lo bajo de los techos. Luego de pasear por sus galerías e imaginar la vida cotidiana de sus gentes; de revivir las risas y los chismes típicos de un lugar pequeño y encerrado, y de ver a sus hombres preparar las armas para lo que parecía ser la defensa de un ataque inminente, se asomó a una rendija protectora de flechas enemigas. Desde ella se divisa el mar y ella misma está en una parte abovedada que forma una estancia de unos tres metros. Le asalta entonces una imagen del castillo en una mañana fría y ventosa: por la rendija ve avanzar desde el Mediterráneo al ejército invasor que dentro de poco pondrá fin a la gloria del fuerte para suplantarla por otra. Es la fecha señalada, lo presiente. Y justo en ese momento, oye su risa, la risa de ella. Al voltear, ve una figura de mujer (¿Martha, con la inconfundible estola de seda, color verde agua?), que se aleja hacia otro lado del castillo. Le grita, asombrado y alegre por su presencia, pero ella le responde con otra risa y escapa, por el pequeño laberinto que es esa fortaleza.

El ambiente es asfixiante, tanto tiempo encerrados en aquella estancia a la espera del ejército invasor ha descompuesto todo y lo que respiran es orina, sudor, mal aliento, restos de comida podrida, licores fermentados, excrementos, odio y temor. Días sin salir ni retirar la vista del mar donde las naves enemigas desembarcan más y más hombres armados y coléricos. Ellos no se rendirán; si tienen que morir defendiendo el castillo, uno a uno ha de morir. Eso él lo sabe perfectamente y para ello está preparado. Lo invade el odio, más que ese ejército que se aproxima innumerable. Lo invade el recuerdo de la mujer que acaso ya otra vez no verá y que seguramente será tomada como esclava por sus enemigos. Quiere despreciarlos más que lo que ya lo hace, hacerles frente de una vez sin esperar hasta que el jefe dé la orden. Lo sofoca el encierro. Siente claustrofobia y náuseas. Sale al muro del castillo, les grita insultos a los de abajo en una lengua que no recuerda conocer, oye voces que en otra lengua desconocida le dicen cosas desde abajo, pero está dispuesto a todo y nada lo ha de detener, lanza un objeto que recoge del piso de la muralla y cree recibir el golpe molesto de otro, trastabilla y cae al vacío…

*

–¿Oiga usted, cómo está, qué le pasó? –oye aún una voz lejana que le pregunta.

–Le grité que tuviera cuidado, que podía caer, pero estaba como frenético gritando cosas incomprensibles. Hasta me lanzó un pedazo de piedra –dice otra voz, pero esta vez ya para otros que se acercan y hacen un círculo alrededor del hombre.

*

Sabe que va a morir y hasta supone que es mejor así, supone que esto de la muerte acaso lo salve de algo peor; porque no tiene palabras para decirle a Martha que la vio acá, en Biblos, precisamente en el castillo medieval, con su estola tan bella (ella le hacía una de sus típicas jugadas), y que lamenta tanto haber fracasado ante el ejército invasor y haberla dejado sola y a merced de tantos gentiles desalmados, sola y en manos del sultán Saladin o Saladino, señor de Egipto y Asiria, próximo señor de Jerusalén, rubor del asesino de musulmanes Ricardo I.

(Caracas, marzo 2011-agosto 2013).


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