Literatura

Una carta a Armando Rojas Guardia

Grupo tráfico. De izq. a der. Rafael Castillo Zapata, Alberto Márquez, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia y Miguel Márquez. Fotografía de Vasco Szinetar

18/07/2020

Armando Rojas Guardia: Carta 3

Barcelona, 27 de mayo de 1985.

 

Querido Armando:

 

Acabo de terminar de leer tu increíble Dios de la intemperie: ¡qué emoción tener en mis manos, por fin, la materialización de esa maravilla de reflexiones impregnadas de tu enorme fe en la vida, de tu vivificante y aleccionadora alegría!… las palabras me salen un poco ruidosas, pero mi emoción tiene el exacto peso y la específica densidad de lo sincero: ¡este balbuceo grandilocuente no es más que la prueba de mi estado de alboroto, una prueba de que mi corazón está danzando por ti! Y ¡qué hermosa edición! (tu libro tiene la forma perfecta del breviario, y estoy seguro de que para muchos se convertirá en eso: un libro al que se ha de recurrir siempre, en determinados momentos de la vida… y es que tú tocas, te planteas y profundizas en los temas en los que muchos –¡cuántos!– de nosotros tenemos que detenernos de vez en cuando, y qué mejor compañía, qué mejor aliento que tu amorosa, descarnada, entrañabilísima lucidez… ¡qué manera tan amorosa de pensar que tienes!, ¡qué manera de componer un discurso que enamora!… Ayer hizo un esplendoroso día de primavera y me fui a Montjuich solo, con la sola y esplendorosa compañía de tu libro (cuando me enteré de que a Clementina le habían llegado tres ejemplares –¡uno dedicado, qué envidia!– no dejé de molestarla hasta que me dio uno; y de vuelta a mi casa con él, te juro que iba como un niño por el Paseo de Gracia a eso de las dos de la mañana, con el corazón inflamado de un extraño gozo y con una curiosidad digna solo, precisamente, de un niño…): dos esplendores reunidos en un solo esplendor, porque creo que no hay mejor lugar para leerte que el aire libre y el sol en plenitud (aunque no dudo que muchos te leerán en sus penumbras sacando de ti los mismos frutos luminosos que ofreces…)… Debo decirte que me quemé un poco, “distraído”, sumergido en la lectura de un libro que, en realidad, repasaba, pero que se me abría como por primera vez, descubriendo, afinando, incluso modificando cosas que no había advertido o comprendido de otro modo… Durante todo el tiempo que Clementina y yo hablamos de ti y de tu libro, yo evocaba una especie de diario maravilloso, de puesta al desnudo clarividente de la mente más valiente de nuestra generación; evocaba, al mismo tiempo, al hombre más generoso, pródigo portador de aquella valentía intelectual y afectiva, capaz de compartir con los otros ese proceso alucinante de la propia auscultación, de cara a un “otro” que se siente necesariamente convocado a participar contigo en ese difícil y arriesgado proceso… Y esta evocación he vuelto a comprobarla ahora, sólo que, debo decírtelo, la confrontación con la materialidad del discurso atrapado en las páginas impresas ha como destruido la imagen que, en la distancia y con los juguetones materiales que me brindaban mis recuerdos, yo me había formado de él… Se ha destruido, por así decirlo, la especie de mito intelectual en que se había convertido tu libro, y que se manifestaba (tal mitificación) cada vez que yo lo mencionaba con ferviente empeño y elogio a Clementina o a los pocos interesados en escuchar cosas sobre gente como nosotros… Esto no quiere decir que, tras esa ligera sensación de pérdida (la imagen en la memoria desplazada por la evidencia concreta del objeto…), el libro no me haya vuelto a estremecer y haya dejado en mí la semilla de otra imagen mitificable, seguramente mitificada en el futuro… y ante todo esto, como lector y como afectuoso afectado por lo que te ocurre y por lo que haces, no sé si decirte que me siento implicado hasta lo más hondo en lo que hace a la sustancia de tu libro, y no sé si decírtelo porque, a primera vista, pareciera obvio que con la fuerza de tus planteamientos gente como uno debería sentirse inmediatamente implicada en lo que cuestionas y propones; pero, al mismo tiempo, ocurre que tu libro ha llegado en un momento muy importante para mí, en un momento en el que necesito la compañía clarividente de un alma semejante (¡y qué difícil es encontrarte a un semejante semejante a ti!, ¡qué difícil es asemejarte al otro!, ¡qué difícil es coincidir!…): y aunque tu libro no puede ser el sustituto de tu presencia lúcida, reconfortadora, escuchadora, afirmativa –¡cuántas veces no me has hecho falta para eso que llaman desahogarse, para el humilde y deliciosamente simple, sencillísimo acto de compartir contigo mis dudas, que siguen siendo tantas, mis alegrías, mis confusiones!–, ha servido para reanimarme precisamente ahora en el momento este en que trato de salir del pozo en el que, una vez más, he caído… Pero no quiero empañar la celebración de la venida al mundo de ese portentoso engendro tuyo, haciendo el recuento de mi itinerario por el laberinto… Hace unas semanas que me prometí a mí mismo que ya no me quejaría más, que si quería salir realmente del pozo tenía que dejar de lamentarme y de estar abrumando a los otros con mis ayes, y comenzar a subir por las resbalosas paredes en busca de la luz y del aire libre… Sólo te diré que mi laberinto barcelonés me ha hecho transitar por recovecos oscuros de mí mismo que no conocía en mí: he pasado por las aleccionadoras estancias de la humillación y del miedo, y quiero empezar desde la pequeñez más pequeña y desde la sencillez más sencilla a rehacerme, a enderezar –o a tratarlo, al menos– una vez más el torcido árbol de mi vida… Tu libro, ahora, no hace más que darme fuerzas en esta tarea de recuperación de la luz, de la risa, de la alegría, del afirmativo nietzscheano que tanto ponderas… Tu libro, y un libro como el Roman de la rose (del que apenas he logrado comprender unos trescientos versos de su francés antiguo y raro…), que, embebido de la más pura cortesía medieval, me ha dicho tanto acerca de mí mismo y de mi mecánica amorosa, que ha sido para mí como un espejo en el que me he visto al mismo tiempo horrorizado de lo que en parte (a Dios gracias) soy y de lo que tengo que ser, la imagen gratificadora y positiva de mí mismo que persigo incansablemente en este mundo, para tranquilidad de mi espíritu y del de los que bien me quieren… pongo pues El Dios de la intemperie al lado del Roman de la rose, ambos son breviarios –o, al menos, pueden convertirse en eso–, a ambos se puede acudir como a un vademécum de “espiritualidad” y de “existencialidad” (?!); en algún sentido, se puede acudir, también, a él, a tu libro, como se acude a los Fragmentos de Barthes… No tengo otros puntos de referencia literarios a mano, pero si quieres otro, más entrañado, y quizás más valioso por provenir de quien proviene, te diré que, un poco escéptica al principio cuando yo le contaba las maravillas de tu libro, Clementina no pudo despegarse de la lectura en toda una noche y luego me llamó para compartir su emocionada impresión por lo que habías escrito, ella, una mujer “amorosa en saberes y sabia en amores”, como alguna vez le escribí, culta, refinadísima, y, sobre todo, de una sensibilidad y de una capacidad de escucha semejante solo, creo, a la que he visto en ti, o a la que a veces creo (o más bien quiero creer) que tengo yo mismo…; el entusiasmo de una apasionada por la Edad Media y por los cátaros, de una enamorada de Mozart, que ha desechado toda literatura que no tenga que ver con ese exquisito y esencial reducto de intereses, le ha dado puerta franca para que penetre en él a tu libro… Demasiado sabia como para intentar escribirte sobre esto directamente, quiero servirle de publicista, para tu regocijo y justo reconocimiento de ella… De aquí en adelante lo que queda es hacerle mucha propaganda a tu libro, en Venezuela, en Hispanoamérica, en España (¿por qué no mandan más ejemplares?); no he tenido tiempo de leerme los recortes de prensa que tiene Clementina, pero me imagino lo maravilloso que ha debido ser el acto de presentación: todo ese gentío reunido allí; tú, entre los entrañables amigos de siempre… Juan Liscano mismo, Caque, Miguel, los Albertos, Juan, por supuesto, Igor, Yolanda, Laura, toda la innumerable chorrera de amigos que te quieren y te aman, y toda la cantidad de curiosos que te admiran o te desconocen y quieren saber por qué se mete tanto ruido con un libro… Espero que, en medio de la multitud hayas echado de menos mi presencia: ¡no sabes –¿o sí?– cómo me hubiera gustado estar allí y compartir con todos ese momento de euforia!; ¡qué nostalgia pensar en la rumba entrañable que debió seguir al acto, en la borrachera fenomenal, en la purísima fiesta dionisíaca que debió coronar aquella celebración!… Si sacaron fotos mándame una dedicada y cuéntame por ti mismo cómo fue todo…

 

Tu carta con tu poemario me llegaron hace tiempo: me sorprendieron bastante porque creí que te habías olvidado de mí después de tanto tiempo… Pero mi sorpresa tenía una mitad de su motivación en el propio poemario, sorpresa de la cual no he salido pues no he podido releerlo con atención (en parte porque las solicitudes imperiosas del laberinto y las fuerzas que tenía –y tengo– que conservar para no hundirme en este tremedal de vida, no me dejaban espacio, ni tiempo, ni ganas ni aliento para hacerlo… pero lo haré); no había contestado siquiera la carta, que me pareció un poco distante, debo confesártelo, porque no quería abrumarte con mis pesadumbres en un momento en que ellas estaban en una de sus soberanas crestas vertiginosas… Pero ya la tempestad pasó, lo que queda es un reguero de escombros sobre la playa desolada, y ve tú a saber qué podrá salir de todo eso que ha quedado del barco descuartizado… Pero lo único que no he perdido en todo este tiempo es ese constante hilo de Ariadna que es la esperanza (tengo, para mi fortuna, una gran capacidad, una predisposición a la espera…); y aferrado a él es como te escribo, dando saltos por entre las paredes del laberinto para que me veas: esa especie de pelota peluda que brinca por encima de los muros, de vez en cuando, es mi cabeza enamorada de la luz que te hace carantoñas desde el otro lado de la mar océano… Escríbeme muy mucho, con largos cuentos y recuentos del nunca bien ponderado (y odiado) país natal… Un abrazo para Juan, enorme, y un inmenso beso… Saludos especialísimos para Caque, para los Márquez (quisiera saber tanto de ellos; por favor, “diles que no me maten” con su indiferencia), para Igor y Fabiola, para Yolanda, para Alberto Conte (que me debe respuesta, recuérdaselo), para Laura, para tantos amigos compartidos y por compartir…

 

Te besa y te abraza tu lector

 tu semejante

 hermano

 

Rafael


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