Telón de fondo

Un terremoto anunciado

"Terremoto en Caracas" (1929), de Tito Salas. Fotografía de Cristóbal Alvarado Minic | Flickr

11/03/2019

Todo sabemos del famoso terremoto de 1812, uno de los más devastadores de nuestra historia por las muertes y las ruinas materiales que produjo en Caracas y en numerosas ciudades y poblaciones, pero también por su utilización como arma política. Fue considerado por los realistas y por los ingenuos como una reprimenda celestial. Si habíamos comenzado los negocios de la Independencia un jueves santo de 1810 y la tierra se revolvía el jueves santo dos años más tarde, no podía ser casualidad. No era una coincidencia, sino un castigo de la divinidad contra el pecado de los venezolanos sublevados contra la monarquía católica.

La explicación no debe parecernos insólita. La decisión política de entonces, debido a su magnitud, podía prestarse para cualquier tipo de manipulaciones. Anunciar la ruptura contra una venerada tradición de gobierno sobre cuyas ventajas se hablaba en los sermones, en los institutos de enseñanza y en las casas de familia, podía provocar respuestas que hoy pueden parecer estrafalarias. Las reacciones contra la ortodoxia se consideraban pecaminosas, y con el desacato de Fernando VII se había atacado uno de sus pilares. Si en la posteridad se han relacionado muchas catástrofes naturales con un castigo de Dios, que sucediera en los comienzos del siglo XIX ante un hecho político de envergadura es asunto que no se sale del cauce de las costumbres. A lo cual se agrega la intensidad subjetiva a la cual acude el colega Rogelio Altez cuando revisa las conductas frente al sismo (El desastre de 1812 en Venezuela, Caracas, Fundación Empresas Polar, 2006), capaces de buscar formas estrambóticas para la reconstrucción del fenómeno. Cada quien le mete fuego a su papel de víctima.

Pero las explicaciones que vinculan la catástrofe con una disposición del disgustado Creador no tiene que obedecer necesariamente a un interés político. Es lo que se desprende de dos casos sucedidos en Mérida, que tomamos del referido texto de Altez. Ahora los protagonistas son un sacerdote conocido por su ingenuidad y un joven penitente que pide el consuelo del confesionario, quienes pronostican el desastre porque lo presintieron a través de unas curiosas experiencia que en primera instancia no se relacionan con la posibilidad de que la Independencia condujera a un terrible seísmo dispuesto por la divina providencia. Serían casos de intensidad subjetiva, para seguir la opinión del autor, aunque el resorte de los dos personajes se adelantara a los hechos y, por lo tanto, no puede entrar en la casilla de lo que experimentan la personas cuando se derrumban los templos y las casas en un lugar, por ejemplo.

Veamos la primera vicisitud. La protagonizó el padre Montoya, cura de Guaraque y Pregonero, quien comunicó a su amigo el padre Márquez, párroco de Lagunillas, la curiosa experiencia que lo obligaba a escribirle una urgente misiva. ¿Qué le sucedió al padre Montoya?

Encontrándose un día del mes de noviembre de 1811 rezando el oficio divino en una huerta de plátanos que tenía un solar de su casa, había oído clara e indistintamente estas palabras: Padre Montoya, anuncie a Mérida que se hunde; sorprendido por aquellas voces efectuó un escrupuloso examen por dentro y fuera de la huerta, y convencido de que por las inmediaciones no había persona que hubiese podido proferirlas, fue a su mesa y las escribió en el margen del breviario que estaba leyendo; que caso había olvidado aquella ocurrencia cuando el día anterior –mes de febrero de 1812- hallándose en el propio lugar ocupado en el mismo oficio, había oído idénticas voces, por lo cual creía de su deber recomendarle que lo anunciara a Mérida.

El padre Márquez no le creyó, porque «era uno de aquellos hombres a quien Jesucristo, en su incomparable Sermón de la Montaña, ofrece el reino de los cielos como bienaventurados por la pobreza de espíritu». Peor todavía: se burló de la experiencia ante unos compañeros en el seminario. Pero quedó consternado cuando se dio cuenta en breve de que su remitente había escuchado palabras ciertas: Mérida su hundió. Como estaba turbado, consultó el asunto con un sacerdote reconocido por sus virtudes, Salvador Vicente León, después párroco famoso de Boconó, quien le recomendó no burlarse de los cristianos que pasaban por tontos y le relató el siguiente episodio:

Yo mismo di al desprecio otro caso de un joven de este sitio. Era este un muchacho de una inocencia virginal, mi hijo de confesión, el cual se me presentó a reconciliarse el miércoles santo por la mañana. Como hubiese comulgado el Domingo de Ramos, creía que su objeto era ganar el jubileo del jueves santo y lo cité para la noche, pero el me dijo: No señor, quiero reconciliarme ahora mismo; vengo, no a confesarme –añadió– sino a comunicarle una cosa muy grande que me ha sucedido anoche y que me tiene muy conturbado mi espíritu. Poco después de haberme dormido oía algo, como un gran ruido, y veía que se ausentaban despavoridos los habitantes de la ciudad con un estrépito horrible. Veía también un ángel que movía sin cesar una espada de fuego que tenía en la mano; pero cuando el ruido era muy grande venía una señora y le hacía bajar el brazo.

El joven se durmió asustado, pero después volvió a tener el mismo sueño. Por eso estaba en el confesionario. El confesor no encontró mejor salida que mandarlo a retirarse en paz, pero también fue presa de una impresión descomunal cuando un terremoto se ocupó de destruir la ciudad. Fue una impresión que lo acompañó durante toda su vida, pues no se cansó de repetirla después ante sus feligreses de Boconó. Como el padre León hacía gala de acrisoladas virtudes y como, además, fue prócer de la Independencia, nadie dudó de su relato.

Pero ustedes, respetados lectores, son libres de pensar lo que quieran sobre las dos experiencias. Se han recogido ahora porque no parecen el producto de las reacciones de naturaleza política que produjo el terremoto de 1812, a menos que los sacerdotes que las contaron las cosieran caprichosamente a posteriori. Mas no parece, porque no formaron parte de los elementos que entonces manejó la Iglesia para llevar el terremoto al molino de la causa realista y porque uno de sus difusores militó en el bando republicano. Tal vez sean solo testimonios de las casualidades que a veces suceden y se comentan en los corrillos para perderse después, muestras de pueblerina credulidad o fragmentos de una historia menuda que no debe permanecer en los rincones de la memoria para que el trabajo de los historiadores no sea excesivamente aburrido.


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