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En la recién concluida Novena Feria del Libro del Oeste (FILOC), valiosísima iniciativa de la Universidad Católica Andrés Bello que ha venido a constituirse en sólido espacio de referencia dentro del mundo cultural de Caracas, tuve la oportunidad de soltar la lengua un rato a propósito del libro Rómulo frente a Fidel. El pugilato del siglo XXI, escrito por el abogado y empresario Luis José Oropeza, y publicado en fecha reciente por las diestras manos de la Editorial Dahbar (Caracas, 2024).
De buenas a primeras, sobre todo si se toma en cuenta el poco tiempo que permite la dinámica propia de tales encuentros feriales, me resultó un verdadero dolor de cabeza abordar el libro de Oropeza por la fronda de temas en los cuales el autor va afincando su mirada.
Ahora bien, que este amplio recorrido temático se vea comprimido dentro de un mismo volumen tiene sentido en la medida en que, a modo de nervio central que lo gobierna de punta a punta, figura el duelo entre la democracia liberal y el autoritarismo, visto en este caso a través de las incidencias que ha tenido el castrismo en Venezuela, con todo su linaje y parentescos a nivel local, y que aún perdura hasta nuestros tiempos.
A la hora, pues, de escoger qué camino tomar, me contraería preferentemente de nuevo, para esta entrega en las páginas de Prodavinci, a tres asuntos en particular, sin que igual cosa pueda dejar de decirse con respecto a otros ángulos y esquinas que también enriquecen el libro gracias a la atenta pupila de su autor.
Con relación al primer asunto, “fidelismo versus betancourismo” que se desprende del propio título del libro, debo precisar que yo mismo, junto a un colega muy cercano a mí –Francisco Soto, de la Universidad de los Andes–, he incursionado en lo que significó la acción insurgente promovida por el castrismo en Venezuela durante la década de los sesenta y cómo ello afectó la gestión de Rómulo Betancourt y, muy especialmente, la de Raúl Leoni.
En otras palabras, tanto Soto como yo hemos intentado ofrecer nuevos entendimientos en torno a lo que fue el apoyo concreto ofrecido por Cuba con el fin de darle fuelle a la alternativa armada motorizada por un sector de la izquierda venezolana.
Pero, en este caso, lo que llama la atención es que Oropeza extienda la mirada desde esas acciones inconducentes ocurridas hace poco más de sesenta años hasta lo que, a su juicio, vino a implicar que el fidelismo lograse entrar más tarde por la puerta principal venezolana a partir de lo que supuso ser la asechanza anti-democrática encarnada, a partir de tiempos más recientes, en el Foro de Sao Paolo.
Hablamos, en otras palabras, del programa paulista como una invención revanchista del castrismo apoyado esta vez en algunos elementos novedosos que se nutriría de nuevos soportes no visualizados ni tan siquiera a los inicios de su existencia. Escuchemos cómo lo resume el autor al hablar de la proyección que el Foro de Sao Paolo ha adquirido hasta ahora:
Ya la estrategia progresiva de esta entente radical ha logrado percolar y atraer (…) el concurso amenazante de factores del poder mundial (…) El proceso expansivo que se dejó desde hace tiempo amasar desde Cuba, con su agresiva intromisión en Venezuela (…), viene mostrando evidencias de una contaminación extra-continental.
No se requiere de mayor perspicacia para comprender que el autor habla en este caso de una versión híbrida de autoritarismo en lo político (alentado por el ejemplo de la Rusia de Putin) clonado con una mezcla de neocomunismo con ímpetus de “neocapitalismo salvaje” como el que se despliega ahora en la China continental bajo el patrocinio de Xi Jinping.
Dicho de otro modo, Oropeza se detiene largamente en lo que fue esa urdimbre de nuevo signo que volvió a alimentar las apetencias cubanas que, en el fondo, jamás dejaron de hacerse presentes, ni dejaron de ser tales, en torno al caso de Venezuela.
Lo interesante, dentro de todo, es que Oropeza califica al Foro de Sao Paolo como una invención concebida dentro del molde de una «Nueva Internacional» o «Comintern», pero en su versión actualizada y engañosa del llamado «Socialismo del siglo XXI», lo cual le ha permitido distanciarse de la ortodoxia marxista y hacer suya una serie de causas de fácil deslumbramiento para ciertos sectores progresistas. De acuerdo con Oropeza, de lo que no se percataron los desprevenidos de nuevo cuño era que el sao paulismo venía a encubrir al mismo tiempo una agenda inequívocamente autoritaria en su diseño.
Porque, según Oropeza, no podemos equivocarnos: si bien ya no obramos en tiempos de Guerra Fría, sí nos vemos en cambio dentro de una prolongación del guerrafriísmo. Puede que tampoco estemos imbuidos en la gramática de la lucha de clases preconizada por el marxismo clásico, aunque sí nos vemos en presencia de novedosas batallas culturales promovidas por sus herederos neo-marxistas. No en vano, el propio Oropeza lo califica como una versión actualizada del «neocomunismo gramsciano».
Ese foro sao paulista fue capaz, como lo apunta el autor, de horadar los tejidos venezolanos y, sobre todo, que su agresividad acabara sirviéndole de sustento al proyecto chavista. «No olvidemos –observa Oropeza al hablar acerca de ese nuevo consorcio del socialismo radical – que de allí partió el diseño estratégico de la sigilosa invasión cubana de cuarteles y comandos de las distintas fuerzas venezolanas».
Todo esto, a fin de cuentas, lleva a Oropeza a calificar esa acometida como la «gran revancha histórica» del castrismo que hubo de ocurrir luego de lo que implicara su derrota, en los años 60, a través de la específica acción anti-insurgente llevada a cabo por el Ejército venezolano contra los grupos armados.
Para buen entendedor pocas palabras: a nadie le ha costado advertir cómo todo ello se ha materializado, desde unos buenos años atrás a esta parte, en la presencia cubana dentro del aparato oficial venezolano.
El segundo asunto acerca del cual quisiera referirme vine a propósito de algo que también figura como un elemento recurrente a lo largo del libro. Hablo de lo que Oropeza define, lisa y llanamente, como la indiferencia, el conformismo, los descuidos o temores en los cuales incurrió nuestra dirigencia civil durante el régimen alternativo 1958-1998.
A este respecto quisiera tocar específicamente el ámbito de las relaciones civiles-militares, es decir, lo que de algún modo (aunque él no lo denomine exactamente así) acabó convirtiéndose, en el caso venezolano, en un control civil “intermedio” o bastante “imperfecto” que, entre otras cosas, permitió que adviniese la insurrección liderada por Hugo Chávez en 1992.
Efectivamente, entre los descuidos que quepa atribuírsele a la dirigencia civil (que, en muchos casos, actuó de manera auto-complacida o muy atiborrada de confianza en el porvenir democrático, desatendiendo potenciales amenazas) sobresale el hecho de no haber podido construir un sistema más riguroso de control civil de las Fuerzas Armadas después del restablecimiento del ensayo democrático a partir de 1959.
En este sentido, la aguda mirada de Oropeza lo lleva a coincidir con autores que han abordado este tema de cómo la dirigencia civil venezolana consintió o permitió una enorme discrecionalidad de parte del sector militar. Esto, dicho de otro modo, remite a la opacidad con que el sector militar actuó alejado de todo escrutinio de parte del poder civil en algunas áreas específicas como, por ejemplo, en la órbita presupuestaria o respecto a la política de fronteras y, lo más grave, las amplias latitudes de las cuales se vio investido en materia de seguridad y defensa.
En lo que a este último detalle se refiere la dirigencia civil venezolana, bien por temor, indiferencia, o por lo que fuere, no se hizo mayormente cargo de formar especialistas civiles en seguridad, es decir, dejando casi siempre ese terreno al arbitrio exclusivo del sector militar.
Otra falencia dentro de este mismo cuadro pero que, en este caso, Oropeza no la menciona –aunque tampoco deja de ser importante– fue la falta de supervisión de parte de la dirigencia civil de los dispositivos curriculares en las academias de formación militar donde, obviamente, siempre se percoló una insistencia en torno a lo que suponía ser el sentido providencial y salvífico de las Fuerzas Armadas sobre la base de una supuesta herencia histórica y, al mismo tiempo, en detrimento de lo que sanamente habría significado robustecer el compromiso de las Fuerzas Armadas con los valores del sistema democrático a través de esos dispositivos de enseñanza ante los cuales el mundo civil tuvo casi siempre un acceso limitado.
Insisto entonces en que el tema de un control civil “imperfecto” es un asunto que Oropeza no deja de abordar entre la larga lista de irresponsabilidades que cabría atribuirle no solo a la dirigencia civil sino a la sociedad venezolana en su conjunto y, especialmente, a los medios de opinión que tampoco se mostraron muy apercibidos con relación a los peligros planteados en esa materia.
El tercer tema que entresaco de relevancia –entre otros muchos, tal como llevo dicho– es el distanciamiento que hubo de operar entre Carlos Andrés Pérez y Rómulo Betancourt a propósito del caso de Cuba.
Además lo hago porque esta parte del libro se ve revestida de un tono muy personal en la medida en que Oropeza, por su cercanía personal con Betancourt y, a la vez, por haber actuado fugazmente como ministro de agricultura durante el primer gobierno de Pérez, fue testigo de tal distanciamiento una vez que, en 1974, justamente iniciándose el quinquenio perecista, se resolvió restablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba, las cuales se habían visto interrumpidas, por iniciativa de Betancourt, desde 1961.
Y no solo eso. Cabe recordar también que, ante tal amenaza cubana, Betancourt mismo había figurado entre quienes más propiciara el aislamiento de Cuba dentro del vecindario interamericano. He aquí lo que llegara a opinar, según lo recordado por el propio Oropeza:
No [puede] ser que un gobierno de Acción Democrática sea el que me traiga otra vez a Caracas el peligro de una embajada de Fidel Castro, cuya expulsión de la OEA se llevó un largo y conflictivo tiempo de mi difícil y azaroso periodo constitucional.
Oropeza explora entonces, en esta parte de su libro, cómo la tensión Pérez-Betancourt se sumó al resto de las tensiones que ya venía registrándose entre ambos y que definitivamente hubo de separarlos dentro de la dirigencia accióndemocratista, con las consecuencias muy negativas que ello vino a comportar.
Pero existe otra cosa que anota el autor y que tampoco deja de llamar la atención. Ese restablecimiento de relaciones –como lo señala– tuvo lugar a cambio de nada, es decir, como si en medio de tal política de apaciguamiento no hubiese ocurrido en ningún momento la perturbación que presupuso la interferencia cubana en Venezuela en términos armados durante los años sesenta.
Al mismo tiempo, se trataba –de acuerdo con Oropeza– de lo que, de parte de Betancourt, suponía ser que la Cuba fidelista continuase actuando como una amenaza para los regímenes democráticos del hemisferio, sin importar las características de cualquier formato o nuevo ropaje que Cuba pretendiera conferirle a su relacionamiento regional dentro de una versión ampliada y corregida.
En todo caso, para Betancourt, se trataba de la conocida estampa de “vino viejo en odre nuevo”, lo cual, en el caso de Venezuela, implicaba, además, que el fidelismo contase en Caracas con la presencia de una embajada que habría de mostrarse muy activa a la hora de seguir irradiando sus objetivos anti-democráticos a nivel local o alentando la alcahuetería de una parte de nuestra intelectualidad que contribuiría en no poca medida a fortalecer a su manera la muralla del malecón de La Habana.
Con todo, hay algo que a Oropeza se le escapa mencionar, y es el hecho de lo que habían venido a significar los aires cambiantes de la propia Guerra Fría a partir de la década de 1970 y de lo que acabaría derivando, por tanto, en una pluralización o “distención” del sistema internacional.
Esto condujo incluso, antes del gobierno de Pérez, a que el primer gobierno de Rafael Caldera normalizara las relaciones diplomáticas y comerciales con los países de Europa del este, algo que no había ocurrido hasta entonces sino muy tímida o ligeramente durante el gobierno de Leoni. Esto, a primera vista, explicaría que Pérez viniera a completar de tal modo el capítulo de la distención.
Además, existe otra cosa que Oropeza no menciona y que se suma a todo ello, y es que no solamente se trató de que Venezuela restableciera relaciones con Cuba y la abasteciera nuevamente de petróleo sino que Pérez mismo se vería gobernado por el empeño de hacer que Cuba terminara incorporándose al Sistema Económico Latinoamericano (SELA) como una forma de ayudarla a salir de su aislamiento arbitrado por la OEA, pero también por la política estadounidense como parte de lo que fue la herencia de esa etapa de “bipolaridad extrema” de la Guerra Fría durante la cual el fidelismo actuara con tanta y tan descarada violencia en la comarca.
Pero a fin de cuentas, restablecidas las relaciones bilaterales, y más allá de la racionalidad que pudiera habérsele conferido a tal decisión dentro de una nueva etapa en la dinámica de la Guerra Fría, Oropeza no se llama a engaños con respecto a lo que, de parte de Pérez, pareció ser también un empeño muy marcado por darse aires “tercer-mundistas” y, sobre todo, por hacerle guiños a la izquierda venezolana luego de haber actuado como ministro de relaciones interiores del propio Betancourt durante la época dura del enfrentamiento armado.
Esto, naturalmente, lo empujó a reinventarse en su papel de nuevo líder dentro de las filas de Acción Democrática y labrarse una imagen de aceptación en los cuarteles de la izquierda nacional y regional al tiempo de querer mostrar un certificado de buena conducta ante Fidel Castro para gozar así del título de verse figurando entre los campeones del “anti-imperialismo”. Nada de esto, por supuesto, pasó, inadvertido ante el ojo avezado de Betancourt.
Todo esto se inscribe –y vale repetirlo– en las consecuencias que tuvo, según Oropeza, el hecho de haberse descuidado de tal modo la persistente amenaza, o asechanza cubana, y sus anhelos de revanchismo histórico en relación con Venezuela.
Lo que Betancourt en cambio no tuvo oportunidad de atestiguar, y Oropeza lo da a entender más o menos de ese modo, es cómo el destino vino a jugarle a Pérez una mala pasada durante su accidentada segunda presidencia a partir de la formación del consorcio internacional sao paulista y el aliento que éste le brindó a los conspiradores venezolanos del año 92.
Así, pues, de manera crudamente paradójica, el mismo Pérez que en 1974 le dio pábulo al restablecimiento de relaciones con Cuba a cambio de nada terminó descubriendo que la defenestración que lo condujo a desalojar la presidencia antes de tiempo (por obra, entre otras cosas, de las presiones del filo-castrismo local) vino envuelta dentro de un misil cubano.
El caso es que así como hacia el final de la Segunda Guerra Mundial los pilotos de los bombarderos británicos escribían con tiza un mensaje revanchista en las bombas que iban a dejar caer sobre Berlín, ese misil lanzado sobre Venezuela en el año 92 traía grabado el nombre de Fidel Castro y del foro que le había servido de dispositivo al castrismo a partir de una nueva era dentro de su vocación natural por la violencia: el Foro de Sao Paolo.
El hecho de intentar ofrecer al voleo unas breves puntualizaciones como las que corren hasta este punto se traduce, al fin y al cabo, en una forma de evitar que las secuelas del olvido hagan estragos en la memoria histórica. Pero también sirve para invitar a leer este libro que se articula muy bien con esta etapa de deslave nacional de la cual, sea por obra de nosotros mismos, o de los dioses, pareciera que no acabamos de salir. Como si Fidel aún siguiera rondándonos desde alguna parte.
Edgardo Mondolfi Gudat
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