Perspectivas

Tsutomu Yamaguchi, el auténtico hombre atómico

16/05/2022

Tsutomu Yamaguchi

El 5 de agosto de 1945 un joven ingeniero naval japonés de veintiocho años viaja en tren hacia Hiroshima. Al día siguiente deberá cerrar unos contratos para la compañía con la que trabaja: Mitsubishi Heavy Industries. Llegado el momento, se levanta temprano y decide irse a pie hasta el lugar donde habrá de encontrarse con los ejecutivos con quienes hará negocios. Es una mañana despejada la de Hiroshima el 6 de agosto, la gente bulle en las calles de la ciudad, de pronto Yamaguchi escucha el zumbido de un motor aéreo, un bombardero estadounidense llamado «Enola Gay» (en honor a la madre de quien lo pilotea) surca el cielo de Hiroshima y deja caer un objeto metálico como ningún otro que haya visto Tsutomu Yamaguchi. A las 8.14 era un día precioso en Hiroshima; a las 8:15, un infierno arrasado.

Nuestro joven ingeniero se encuentra apenas a tres kilómetros del lugar donde cae la bomba atómica «Little Boy». Cuenta que lo único que recuerda es un sonido: el pitido agudo en los oídos. También, que la tierra se estremeció, que de pronto todo se puso negro y rojo, los ojos se le llenaron de polvo y le ardían, el aire agrio se le hizo irrespirable y entonces se desmayó. Yamaguchi no sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente. «Cuando abrí los ojos todo estaba oscuro, no podía ver muy bien. Fue como cuando estás en el cine antes de que empiece la película», contaría para The Times décadas más tarde.

Se levantó trastabillando, todo lo que alcanzaban a mirar estaba hecho añicos. Yamaguchi tenía los tímpanos perforados, los ojos ensangrentados, quemaduras importantes en el pecho y el estómago; pero estaba vivo. Inexplicablemente vivo. Escuchó lamentos y llantos que se abrían paso entre los restos de edificios trizados, intentó levantar algunos escombros para liberar a quienes pedían auxilio, pero estaba demasiado débil y aturdido. Algún otro sobreviviente en mejores condiciones que él lo llevó hasta un refugio. Allí se fue enterando de lo que había ocurrido: les habían lanzado una bomba atómica de cuatro mil cuatrocientos kilogramos con un núcleo de sesenta y cuatro kilos de uranio-235. Habían muerto cerca de cien mil civiles en el impacto; la suma de cuántos morirían después a causa de la radiación la conocerían más tarde. O tal vez nunca.

Tsutomu Yamaguchi pasa un par de noches convaleciendo en aquel refugio de Hiroshima. Es insoportable el dolor cuando está despierto. Son también inclementes las pesadillas. Dormido o despierto recuerda en bucle, una y otra vez, el momento de la explosión en que se precipitó el apocalipsis. Así que todo para él es un suplicio, sea a éste o al otro lado de la conciencia. La vida es un infierno en la vigilia o en el sueño. Al segundo día, aunque los médicos le advierten que está muy débil y es una absoluta imprudencia, decide que necesita imperiosamente volver a casa con su familia. Tiene una esposa y dos hijos pequeños, seguramente la vida será más llevadera junto a ellos. Se sube al tren con las pocas fuerzas que tiene. Durante los primeros quince kilómetros –de los trescientos que lo separan de su destino ubicado al sudoeste de Hiroshima– no hace sino ver la destrucción por la ventanilla. El mundo conocido hecho dolor y ruinas. La noche del 8 de agosto la pasará finalmente en su casa: en su apacible hogar ubicado en la ciudad portuaria de Nagasaki.

La noche en el hogar le hace bien a Tsutomu; tan bien que al día siguiente se siente en condiciones de ir a las oficinas de Industrias Pesadas Mitsubishi. Ya lo sabemos, para los japoneses el sentido de la responsabilidad es punto de honor. Hay papeles que firmar, planos por supervisar, contratos por cerrar. A las 11:01, hora local, Yamaguchi cree estar alucinando, seguro se trata de su cabeza traumada que le juega sucio, no puede ser que esté ocurriendo otra vez. De nuevo oye un zumbido de avión y de pronto una segunda bomba atómica (la «Fat Man», así se llama en esta oportunidad) cae a unos tres kilómetros de su oficina con su funesta carga de plutonio. Todo se vuelve añicos, polvo, cristales rotos y aullidos. Una vez más Tsutomu Yamaguchi se desmaya y cuando despierta se encuentra de nuevo con una ciudad arrasada plagada de cadáveres y heridos. Ha sobrevivido a dos bombas atómicas. No lo puede creer. Ni él ni nadie.

Hay un nombre para los sobrevivientes de Nagasaki e Hiroshima: «hibakusha»; lo que se traduce como «superviviente de la radiación» y a veces como «superviviente de la bomba atómica». Un hibakusha es acreditado oficialmente como tal, se le asigna un carnet y recibe apoyo monetario por parte del estado japonés; también recibe asistencia médica gratuita de por vida y sus gastos fúnebres son totalmente exonerados. Pero a nadie le gusta ser un hibakusha. No están bien vistos. Mejor no decirlo –eso aconseja la mayoría–, mejor no mostrar el fulano carnet; conviene hacerse el desentendido y negar que se estuvo en Nagasaki o en Hiroshima en agosto de 1945 porque eso implica –además de desfiguraciones, mutilaciones y cicatrices evidenciadas en enormes queloides– que se está irradiado. Socialmente, los hibakusha están contaminados; se piensa que esa radiación puede afectar a quienes hagan vida con ellos. Puede incluso transmitirse a los descendientes. Por si fuera poco, son el recordatorio ambulante del terror innombrable. De eso que mejor no se pronuncia.

Los japoneses son unos maestros trabajando por medio de la ficción (sobre todo en mangas y animé) el trauma de las bombas atómicas, la radiación, el levantamiento desde los escombros, la reconstrucción. Pero estos señores hibakusha, que hoy tienen casi todos entre ochenta y noventa años, son como un documental hecho carne que los confronta cara a cara con el horror sin que medie ningún tipo de filtro o metáfora. No es lo mismo oír hablar del tigre que sentarse frente a alguien que lidió con él. Son muy pocos los que se atreven a decir abiertamente: yo estuve ahí, lo viví, lo presencié, te lo puedo contar en primera persona; yo soy la herida que aunque nos hagamos los locos aún está abierta, soy esta terrible cicatriz que no se muestra ni se comenta.

A Tsutomu Yamaguchi le tomó varios meses recuperar el habla después de sobrevivir a su segunda bomba atómica en menos de una semana. Quienes lo conocían aseguran que era un muerto en vida. No oía, no emitía sonido, de ser por él no probaba bocado tampoco ni dormía nunca más. Pasaron los años, las quemaduras cicatrizaban bastante bien, los niveles de radiación en su organismo eran altos pero no le significaban ningún inconveniente para seguir viviendo una vida normal, si acaso le quedó una sordera en el oído derecho, pero nada más. Cierto, en algún momento le daría cáncer pero ese momento no acababa de manifestarse. Toda su familia estaba irradiada también, de manera que tarde o temprano el destino se encargaría de cobrarles la factura. Pasaba el tiempo mientras Yamaguchi veía a sus vecinos, amigos y familiares morir por los efectos de la radiación en tanto él seguía inexplicablemente vivo y con la salud de un roble. Le tomó sesenta años romper el silencio. A los ochenta y nueve no aguantó más y decidió contar su historia. Sí, convertirse a esa avanzada edad en uno de los voceros más importantes del mundo en lo referente a la desgracia atroz de las armas nucleares. Que nadie más, nunca más, en ninguna parte del planeta, volviera a atravesar por eso que él y los otros hibakusha habían vivido.

Tsutomu Yamaguchi. Fotografía de JIJI PRESS | AFP

Al rozar los noventa años, Tsutomu decidió visitar escuelas y universidades, conceder entrevistas a medios de comunicación, incluso fue recibido para contar su increíble historia en la sede de la ONU. Dicen que fue la muerte de cáncer de su segundo hijo lo que lo impulsó a romper su prolongado silencio. Quién sabe, eso Yamaguchi nunca lo confesó; para él simplemente fue el resultado de sesenta años con algo inverbalizable matándolo por dentro, aún más que la radiación, hasta que de pronto dijo: no puedo más, lo tengo que soltar y que el mundo se entere.

Hay imágenes que te generan automáticamente un nudo en el esófago. Imágenes que podrían servir para determinar si uno es humano o no. Con ellas Tsutomu termina su conferencia y no aguanta más, rompe a llorar. Se inclina sobre el escritorio y con un puño apretado contra la boca pide disculpas varias veces a la audiencia. No llora porque le da vergüenza ese momento de debilidad pública; llora porque se siente culpable. Él no sabe por qué la vida le ha dado tanto tiempo. No se explica el porqué de su (¿terrible?) suerte. Llora porque lo que le pasó es una carga demasiado pesada para un ser humano y porque le toca ahora la dura tarea de repartir esa carga entre los que no la sufrieron para que ellos se encarguen de garantizar que no ocurra nunca más. Tsutomu se quiebra porque tiene más de noventa años y por alguna razón, que no conoce palabras en este mundo, la radiación altísima que es parte de su organismo no lo termina de afectar. Ha gozado de una larga vida cuando se supone que no debería tener ninguna desde la mañana del 6 de agosto de 1945.

En 2009 el gobierno japonés reconoció oficialmente a Tsutomu Yamaguchi como el único hibakusha que había sobrevivido no solo a la bomba de Hiroshima (acreditación que ya tenía en su haber) sino también a la de Nagasaki. Moriría finalmente en enero de 2010, a los noventa y tres años. El cáncer, por tanto tiempo esperado, le atacó el estómago y una vez diagnosticado se lo llevó en pocos meses.

El Museo Memorial de la Paz de Hiroshima asegura que hay unos ciento sesenta y cinco japoneses que comparten su muy peculiar suerte: sobrevivientes también de ambas bombas atómicas. Pero ningún otro se ha atrevido a hablar ni tampoco ha sido oficialmente reconocido.

Las conferencias que daba Yamaguchi eran llamadas por él «una lección de paz». Pareciera que en ellas hubiera hallado la clave para liberarse de la radiación que siempre portó consigo: ya te hiciste digno del mensaje para poner en palabras el horror, ya sembraste en las nuevas generaciones lo que te correspondía, ya cumpliste con tu extraña y difícil misión, Tsutomu, ahora puedes descansar.


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