Fotografía de tokioform | Flickr
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Publicamos el cuento galardonado con el tercer lugar en el XVI concurso “Julio Garmendia” (Caracas, 2022), escrito por Lorena González Di Totto. Según el jurado, Travesía «es un cuento fragmentario, minimalista, que relata con elegancia el viaje emprendido por una joven en busca de su hermano, perdido al otro lado del mundo. Un viaje que traduce en kanjis el afecto fraternal, la aventura por lo desconocido y el amor por el silencio».
Recibo una postal por primera vez en mi vida, y es así como me entero de que las postales no llegan en un sobre, sino que aparecen en el buzón así, desnudas. Por un instante me angustio de pensar que el vigilante —chismoso como él solo— la habrá leído y ya conoce algún aspecto privado sobre mí, pero en realidad no hay mucho por lo que angustiarse:
Un trayecto se representa con un vector que empieza en A y termina en B. ¿Pero cómo se representa lo que se queda en el camino, o lo que se desvía? ¿Y lo que logra terminar la travesía sin llegar al punto B?
Te quiero.
Me angustio por otras razones. Es la letra de mi hermano y solo entonces caigo en cuenta de que tengo muchos meses sin saber de él. Vive en Japón y la dirección del remitente está escrita en kanjis y números de su puño y letra. Lo demás, en nuestro alfabeto. ¿Qué es esto? Me preocupa que se trate de una extraña carta de suicidio, pero también algo me dice que, a pesar de nuestra propensión —casi adicción— a la soledad, nuestros problemas e inquietudes son de otra naturaleza.
Volteo la postal y me sacude lo que veo. Es una fotografía de un paisaje, mitad sumido en sombras, mitad tragado por el brillo solar. A primera vista parecen simples montañas, mar, bosque y ciudad. No logro descifrar si es un efecto de la luz o si se trata de una fotografía editada, pero hay algo en las líneas, en los ángulos, en la manera como contrastan los colores, que se siente quimérico y a la vez perfectamente natural. Como si la fotografía hubiera logrado capturar aquellos colores que solo el ojo percibe, pero la cámara no. Como si el lente funcionara para ver un mismo paisaje desde varias perspectivas a la vez.
Le escribo a su celular. Tanto tiempo… Recibí tu postal… Cuéntame cómo estás. No suelo escribir este tipo de mensajes, ni a mi hermano ni a nadie. Guardo la postal y con ella la noción de que queda algo pendiente.
Los espaguetis se cocinan más lento en esta parte del mundo. Las recetas milimétricas que heredé de mi madre se vuelven inútiles. No soy capaz de calcular con mi criterio, mucho menos con mi paladar, si los siete minutos y medio que tardan en estar al dente aquí son nueve, doce o veinte. Mil trescientos metros de diferencia han arruinado el único plato que sabía cocinar y he terminado por acostumbrarme a la pasta demasiado dura o demasiado blanda.
Me pregunto si mi hermano tendrá el mismo problema en casa. Busco en internet qué altura tiene Tokio sobre el nivel del mar. Elevación: 40 m. Debe sucederle algo parecido, a la inversa. Pero él no se llevó las recetas de mamá; probablemente cocina como la gente normal, sin tanta necesidad de cronómetro.
En mi teléfono está aún el mensaje sin respuesta. Me pregunto si lo habrá leído.
No sé escribir correos electrónicos personales, pero intento una versión ligeramente extendida de lo que decía el mensaje de texto.
Ir al supermercado en bicicleta es mi nueva costumbre favorita. Tengo ya varios años haciéndolo, pero cada semana es el mismo asombro, maravillarme con el viento en la cara como en un comercial de un auto deportivo. En la cesta caben las seis o siete cosas que necesito para los próximos días. Mi hermano me enseñó por teléfono cómo instalarla. Fue una de las últimas veces que nos llamamos, antes de que todas las conversaciones se volvieran escritas, interrumpidas, fugaces.
Decido llamarlo directamente. ¿Por qué no lo hice antes, desde el primer momento?, me pregunto. Costumbre, supongo. Costumbre de nunca llamar, de casi no escucharle la voz a más nadie. Me atiende una voz femenina en japonés. Es evidentemente una operadora, una grabación. Mi primer instinto es prestar atención, pero enseguida caigo en cuenta de que, no importa cuánta atención le ponga, no entenderé.
Sé de algunas personas que están allá y que podrían ser sus amigos. Algunos compañeros de estudio cuyos nombres eran recurrentes en nuestras conversaciones de antes. Otros, los pocos compatriotas casi obligados a conocerse y hacer círculo por tener el mismo origen.
Gaijin fue una de las primeras palabras en japonés que aprendí. Comencé a estudiarlo cuando supe que mi hermano se iría a vivir a la isla; cursé solo dos semestres. También aprendí que Japón no es una isla sino un archipiélago, como si alguien hubiera lanzado en el medio del océano aquellos pedazos de tierra y estos hubieran soltado trocitos y migajas de sí.
Ninguno sabe de él ni están extrañados por eso. Me dicen que intentarán comunicarse.
No teníamos muchas cosas en común de pequeños. No sé si sería porque entonces se separaba más lo que era de niña de lo de niño, o si simplemente nuestra curiosidad vital se movía en direcciones diferentes. Casi no interactuábamos, ni siquiera para pelearnos la atención de los adultos. En mis recuerdos de infancia mi hermano aparece como una figura larguirucha, doblada sobre el piso dibujando, leyendo, o incluso haciendo a sus figuritas dialogar en un idioma ininteligible, pero siempre de espaldas a mí, a nosotras. Mi hermano niño es una silueta a contraluz; no le recuerdo la voz o la risa.
Me comunico de nuevo y ninguno de sus amigos-conocidos logra decirme dónde está, qué fue de él. No se me ocurre comentarles de la postal. Y antes de pensar en pedirles que visiten la dirección que aparece en el remitente, ya he comprado un pasaje a Tokio. Mi visita durará dos semanas; las creo suficientes para dar con la solución de esto que ya asumo como un misterio.
El invierno en Tokio puede ser cruel. Falta poco para la primavera y la temporada de cerezos, pero mi regreso está programado para antes. Empaco un par de medias, tres camisetas y un pantalón adicional en una mochila. El abrigo grueso y las botas los llevo encima. No hace falta dejar instrucciones ni tengo a quién dejárselas. Cierro la llave del gas, del agua, y paso doble seguro a la puerta. No le comento nada al vigilante, no quiero que me pregunte cuándo vuelvo, adónde voy ni por qué.
Treinta y seis horas después aterrizo en Narita y, aunque ya es evidente que estoy en Japón, me falta aún un largo trecho en tren para llegar a Tokio. Hay todavía muchos extranjeros a mi alrededor y, aun así, percibo las miradas de los japoneses sobre mí. Todo es diferente, los letreros, la comida que se exhibe en mostradores, las cosas obvias, pero en general pareciera que el mundo aquí hubiera sido hecho por otro diseñador.
Bajo en la estación de trenes de Ikebukuro y salgo a la calle. En este momento Tokio se me antoja una ciudad desarrollada normal, amplia, limpia; solo que no puedo leer los letreros. Detengo al primer taxi que se me acerca. Rescato algunas palabras de aquel japonés que aprendí hace más de una década, el taxista se emociona y suelta una frase que no logro entender. Termino por sacar la postal y señalarle la dirección. No me preocupa que lea el mensaje, dudo que sepa español. Asiente y emprendemos el viaje.
Voy sentada atrás, agotada, y la ciudad va mostrándome su cara más auténtica. Las vallas iluminadas que ni descansan ni dejan descansar, las aglomeraciones de gente trasladándose, comprando, escribiendo al teléfono, comiendo en medio de la calle. La forma y el color de los árboles. Adolescentes aún en sus uniformes escolares toman helado y fuman. ¿Querrán regresar a casa? Todo está iluminado y a la vez se siente oscuro. Todo es tan inmenso que, por más esfuerzo de los letreros, vallas, reflectores, no se llegan a manchar de luz todos los recovecos.
Comenzamos a meternos por calles más angostas y empieza a parecerse un poco al Japón medieval de mi imaginación. Todo desarrollado, pero a la vez tan tradicional. El taxi se detiene y me señala hacia un callejón en el que, al parecer, no hay acceso vehicular.
Camino con mi mochila a cuestas y, mientras avanzo, trato de asomarme por las puertas y ventanas que encuentro descubiertas. Logro vislumbrar a una familia engullendo directamente de sus tazones, sin palitos ni cubiertos; un hombre con la corbata desanudada rendido en el sofá, solo iluminado por el centelleo desquiciado del televisor; una mujer mayor envuelve un regalo con papel floreado y cordón dorado mientras su perro se revuelca en el sofá.
La identificación de las casas, por suerte, está en números arábigos, así que sé que me estoy acercando cuando, finalmente, encuentro la dirección de la postal.
No se trata de un edificio residencial o una casa. Una puerta abierta de par en par deja escapar música de ascensor y un letrero viejo de madera revela en japonés y en inglés que se trata de un bar. Esta situación no se me parece en nada a mi hermano. ¿Será que vivía aquí y demolieron el edificio para poner este bar? ¿Será que trabaja aquí?
No queda más que entrar.
Enseguida me golpea el olor a humedad y, aunque aquí la humedad huele diferente, no tengo dudas que se trata de eso. Las paredes de madera tienen vetas negras y el techo luce como si pudiera caerse en cualquier momento. El local está casi vacío: en una esquina una pareja se seduce en voz baja y en otra una mujer entrada en años sube la mirada de su libro para verme. Debe tener curiosidad de saber qué voy a hacer. Soy la única extranjera. Pero en un instante regresa la mirada a su lectura y a su bebida oscura y seca.
Me aproximo hasta la barra donde una luz púrpura, casi oscura, deja ver las distintas botellas alineadas. Sobre el tablón un gato gris se yergue, es sin duda el guardián.
—Chotto, chotto —escucho una voz masculina y me doy cuenta de que, entre las sombras, está el bartender, cincuentón y simpático.
Carga al gato —este maúlla en protesta— y lo deposita en el piso del otro lado de la barra. Con un gesto de su mano me invita a acercarme.
—Konbanwa —saco las palabras con timidez—. English?
—Hai! —se ríe—. Yes.
Por lo menos podré indagar sobre tantos temas incomprensibles en un idioma que entiendo.
Me encaramo en un taburete extrañamente alto para lo que me ha parecido la medida promedio de los japoneses.
—Drink?
Niego con la cabeza.
—No por ahora, gracias —le respondo en inglés—. Estoy buscando a mi hermano.
El bartender asiente con la cabeza. Me oye atentamente mientras pica limones en un tablón de vinilo.
Saco la postal del bolsillo de mi abrigo y la contemplo. Su letra delgada y pequeña.
—Él vive aquí, en Japón, desde hace muchos años. Tenemos tiempo sin hablar. No por nada malo, ya sabe. Solo la vida va interponiéndose y cuando no hay temas urgentes uno va posponiendo el contacto y… bueno, pasan estas cosas.
El japonés no levanta la mirada pero en su rostro percibo su atención.
—Me envió esta postal. Traté de contactarlo por teléfono, por todas las vías regulares. Vine lo antes que pude. Tengo la sensación de que no le ha pasado nada malo, pero igual me entró la urgencia de venir y verificar personalmente.
Le doy vueltas a la postal y, una vez más, detallo los rasgos de aquel paisaje imposible.
—Como remitente puso esta dirección.
El bartender no se inmuta así que asumo que, antes de decirme nada, quiere que continúe, que termine de explicarle con exactitud qué necesito.
—No creo que, desde que él la envió hasta este instante, hayan podido instalar este bar aquí. Se nota que tiene usted mucho tiempo aquí.
El hombre se sonríe y asiente sin despegar los ojos de las finas rodajas de limón.
—Es evidente que mi hermano se equivocó con la dirección —concluyo dejando la postal sobre el mesón.
—Muchas postales como esa se envían desde aquí —dice mientras se limpia las manos con una toalla. Mis sentidos se agudizan.
—¿Perdón? —me detengo a pensar un instante. Recuerdo casos en los que alguna persona no puede recibir correspondencia en su domicilio y pide prestada la dirección de algún otro lugar¾. Es posible que mi hermano viva cerca. ¿Lo conoce? Occidental, claro. Muy parecido a mí, pero con barba. Habla muy bien japonés.
El bartender toca unos botones en un aparato y comienza a sonar Walkin’ de Miles Davis. Me parece curioso, solo conozco dos o tres canciones de jazz, pero esta es justamente una de las que me resultan más familiares.
—¿Lo conoce? —insisto. Y el bartender me dice el nombre de mi hermano.
Se me enciende la cara, mi nariz quiere estallar, como si todas las lágrimas se hubieran acumulado allí.
El hombre separa una botella del resto. Parece uno de esos envases de colección, una figura extraña, casi chata, de un vidrio negro opaco. En lugar de corcho tiene un tapón de rosca, también de vidrio. Acerca un vaso corto y sirve dos dedos de un líquido que no se decide entre rosa y plateado. El vaso se empaña y se cubre de gotas de condensación apenas el líquido lo toca, como si se tratara de una bebida prácticamente congelada. El hombre regresa la botella a su lugar, simplemente allí, en la vitrina.
Acerco la mano, asumiendo que el trago es para mí, pero él aleja el vaso con un movimiento rápido.
—Es solo el paso uno. Es importante estar seguros para no desperdiciar.
—No entiendo. ¿Qué le pasó a mi hermano? —se me quiebra la voz.
—Oniisan está en otro lado.
Siento un latigazo, algo me estalla en la cabeza. El estómago se me ensancha y en menos de un segundo se contrae hasta convertirse en un nudo cerrado, inextricable.
Pienso en su sonrisa breve de dientes afilados. La curvatura de su espalda. Sus manos largas. Su rostro hecho de píxeles, la única imagen que tengo de su cara adulta, la de la última década y que jamás he podido ver con más detalle que el que permite la resolución de una cámara.
Reviento a llorar.
—Algunos vuelven. Pocos —agrega el bartender, como si esas palabras me ofrecieran algún entendimiento, algún consuelo.
Siento la mirada de la mujer del libro, de la pareja. ¿Estarán acostumbrados en este país a ver gente llorar en público? De repente, los detesto a todos, detesto todo este lugar y esta gente y esta humedad que me rodea.
—¿Qué le hizo a mi hermano?
—Oh, no, no. No vuelven por nada malo. Solo quisieron volver.
—¿Qué lo mandó a hacer? ¿Qué le pasó? —la rabia comienza a permear mi voz, mi expresión.
—Nos parece que está feliz.
—¿Feliz? ¿Cómo puede estar feliz si está muerto?
El japonés abre más los ojos y sacude las manos.
—¿Morir? No, no. Vivir.
Caigo en cuenta de que, o me están tomando el pelo, o estoy en medio de un malentendido tremendo. Afinco la mirada en los ojos del japonés, le repito el nombre de mi hermano con la mejor pronunciación de la que soy capaz y le pregunto:
—¿Dónde está?
—No puedo decir dónde. No porque no quiero. Porque no puedo. Hay lugares que no aparecen en mapas. No se hace la travesía con el cuerpo.
La travesía, pienso. Passage, en inglés.
—Cuénteme de qué está hablando.
Mi interés ya trasciende el saber qué sucedió con mi hermano, quizá porque de alguna manera le creo al japonés y sé, con un tipo de comprensión que no he tenido antes sobre nada, que mi hermano está bien.
—Los espacios no son solo físicos. Eso ya usted lo sabe.
Me transporto mentalmente a mi apartamento, ese pequeño lugar que he habitado, sola, durante años. Claro que los espacios no son solo físicos, de lo contrario ya me hubiera ahogado, la claustrofobia me hubiera aniquilado. Puedo salirme de mí, de mi corporalidad y solo por eso resisto y vivo, porque soy capaz de respirar algo más que aire y saciarme con más que comida.
Pero, a la vez, no basta. No hay saciedad.
¿Qué hago tan lejos?
Hace rato que la pareja de la esquina se fue. A la mujer del libro no la veo tampoco, pero sé que está por aquí, quizá en el baño o escondida. Ya es de madrugada y los cuervos graznan.
Recuerdo a mi hermano cuando pequeño: come un plato gigante de espagueti. Usa perfectamente los cubiertos y permanece impecable sin que impida ni una pizca su satisfacción. Nunca volví a verlo así.
No todos, pero muchos, muchos, encuentran algo. Quizá lo han estado buscando. Quizá solo se trata de algo que se atraviesa y deciden aceptar en el momento. Se dejan domesticar.
Mi conversación con el japonés no es algo que pueda recordar de ninguna de las maneras en que se suelen conservar las memorias. Sé, por todos los elementos externos como la gente, la temperatura, la luz, los sonidos, que ha sido una plática larga y densa, aunque no tengo una noción lineal de nuestra interacción. No recuerdo las palabras, pero las ideas me resuenan dentro. Para algunos de sus planteamientos se le acabó el vocabulario en inglés y —no sé bien cómo— solo proseguimos en aquella charla que, por más que la lógica me obligue a imaginar que solo pregunté y escuché, sé que fue un diálogo, que hablé tanto como él y que también expliqué cosas, porque estoy vacía. No tengo claro qué tipo de vacío es, si conduce a algo, bueno o malo; solo sé que en este momento se siente como la manera más auténtica en que puedo existir.
También tengo la sensación de haber entendido lo que necesitaba entender.
El gato se ha subido de nuevo al mesón, pero cualquier rasgo amenazante de su ser ha desaparecido. Me parece que incluso ha cambiado de color. ¿Sí es el mismo gato? Se acuesta boca arriba y me deja sobarle la panza descubierta.
Han pasado horas. La bebida sigue helada sobre la barra.
No era una nota de suicidio. No era una despedida. Era una invitación.
Lorena González Di Totto
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