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Caprichosa y rebelde la memoria puede jugar bromas en las que la fotografía resulta una aliada de gestos espontáneos y extrañas vinculaciones. Un olor, una melodía, un sabor pueden trasladarnos en el tiempo mediante evocaciones de un pasado que se resiste a desaparecer. La fotografía, particularmente, nos sitúa en lugares y momentos lejanos atrapados en la cuadrícula donde el instante se detiene pero las relecturas e interpretaciones continúan. Así fue como una fotografía de Tito Caula (Argentina, 1926 – Venezuela, 1978) me conectó inesperadamente con un relato del Nobel de Literatura en el que comenta el proceso de publicación de Cien años de Soledad. Entre detalles y deliciosa prosa, Gabriel García Márquez explica los vericuetos que atravesó durante la escritura de su novela y el súbito relámpago del chispazo inicial. En su texto La odisea literaria de un manuscrito relata:
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
Con un toque de humor y otro de confesión, García Márquez desmenuza los intrincados caminos que llevaron a la edición de la novela invitándonos a transitar su laberinto narrativo. Así también, las fotografías de Caula nos permiten recorrer su proceso creativo entre el vaivén de la memoria como experiencia individual y colectiva. En 1970, cinco años después de que el escritor colombiano tuviera la reveladora epifanía, Tito Caula captaría una imagen que cinco décadas más tarde ilustrarían para mi aquella escena. Así de compleja e impredecible resulta la memoria cuando nos empapa sorpresivamente. Así es el lúdico alumbramiento que impregna los recuerdos asomando que “la memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros” (Jacques Le Goff).
Revisar su archivo de más de 30.000 imágenes es un ejercicio desafiante. Los caminos a tomar pueden ser múltiples y, en ocasiones, se bifurcan y llevan a otras rutas —algunas ya investigadas, otras por descubrir—. Publicidad, retrato de personalidades, foto fija del cine, eventos sociales y empresariales, fotoperiodismo, arquitectura, espacios rurales y urbanos son algunas de las categorías en las que puede agruparse su vasta colección. José Antonio Navarrete, Josuene Dorronsoro, Angela Bonadies, Vasco Szinetar, Lorena González e incluso su hija Ana María Caula han hurgado en este archivo caudaloso y fértil. En cada aproximación un elemento común se asoma: el guiño de la memoria y las formas que camaleónicamente adopta.
Desde el ejercicio nostálgico hasta el encuentro íntimo y familiar, desde la fotografía por encargo hasta el ojo obsesivo, acumulador de momentos y constructor de recuerdos. La obra de Caula se pasea por períodos (la industria cinematográfica argentina de los años 40 y 50 y el mundo publicitario de los años 60 y 70 en Venezuela) en los que se cuelan vestigios de los que fuimos y preguntas de lo que somos.
Intentamos leernos en sus imágenes como quienes buscan en el pasado una explicación o, al menos, unas cuantas pistas que entre líneas difusas nos permitan encontrarnos. Sus imágenes están impregnadas de la crónica socio política, en ellas reposan fragmentos de muchas historias como registro y testimonio. Son rendijas para asomarnos y mirar con detenimiento, resquicios de una memoria frágil que requiere ser resguardada. Se trata, en cierto modo, de un acto de resistencia que permite mirar en varias direcciones y adoptar una postura.
En palabras de José Antonio Navarrete “La contemporaneidad de Caula ya pertenece a la memoria, pero conectada por tantos hilos con el presente que resulta una “memoria viva”. Tal vez por eso sea también caótica y desconcertante. En todo caso, necesaria y oportuna pues como señaló Josune Dorronsoro “… el trabajo de este fotógrafo se desarrolló en el propio seno de aquello que se “transformaba” y a su vez “transformaba” nuestra sociedad…”
Las fotografías de Caula son las piezas de un gran rompecabezas inacabado en el que nos miramos camuflados; discretamente insinuados en el extenso trayecto que toca transitar. En ellas descubrimos al país y su metamorfosis, lo que avanzamos y lo que nos falta recorrer. “Se trataba de fotografías que mostraban la esperanza del progreso en todas sus facetas, celebrando la diversidad y la democracia”, afirma Diana López.
Acercarse al archivo de Caula es avistar una utopía barajada en trozos. Sus imágenes ofrecen intersticios a la memoria, pequeñas grietas para observar y dejarnos sorprender por la inquietud palpitante en sus tomas, por la vitalidad de la ciudad y las posibilidades de la fotografía para reconocernos a pesar del tiempo.
Johanna Pérez Daza
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