Telón de fondo

Tertulias y república

26/03/2018

A partir de 1830, cuando Venezuela se separa de Colombia para hacer tienda aparte, los periódicos comienzan a hablar sobre la importancia de las tertulias. Es bueno que la gente se reúna, afirma El Liberal. Hay que salir de la casa para intercambiar opiniones, agrega La Bandera Nacional. También las mujeres deben establecer la costumbre de sentarse a hablar sobre temas de interés, se lee en El Canastillo de Costura. Otros semanarios insisten en la necesidad de formar congregaciones de opinión que den fundamento a la república naciente.

Pero, ¿por qué esta insistencia que ahora nos debe parecer extraña, o innecesaria?, ¿por qué tratar un asunto que hoy suena a ordinario y a imprescindible? Durante el período colonial no existió el hábito de ventilar los asuntos del bien común, y las guerras de Independencia, debido a la violencia generalizada, impidieron el suceso. La vida colonial fue de portones cerrados y de señores que los protegían para evitar que el deshonor penetrara en sus domicilios, o para no meterse en camisa de once varas. Las casas no estaban para recibir, sino para resguardo de la paz doméstica.

Lo privado era obligatoriamente privado, de acuerdo con los preceptos de la ortodoxia católica y con los mandamientos del rey. El mundo, resumido en los peligros de la calle y en el encuentro inmediato de los riesgos que ofrecía debido al acoso de fuerzas y trampas que no se podían controlar con eficacia, era un enemigo capital. Había que evitar las ocasiones, se decía sin mayor explicación en el púlpito y en los devocionarios, como si las tales ocasiones solo se encontraran en la vía pública para conducir a la perdición del alma y al quebrantamiento de las leyes civiles.

Solo un elenco selecto de elegidos, los blancos criollos más acomodados y nobles, se podían dar el lujo de intercambiar opiniones sobre los hechos que llamaban la atención, en especial si se referían a temas de buen gobierno, pero en salones herméticos. Como el comercio del cacao, del tabaco y del café no solo les proporcionaba riqueza, sino también noticias de lo que pasaba en el exterior, especialmente en las otras colonias y en Madrid, contaban con el privilegio de un material atractivo y no pocas veces riesgoso para las conversaciones. De allí la necesidad de la discreción, hasta el punto de evitar la multiplicación de unos convites que podían alarmar a la autoridad. El resto de la sociedad, el pueblo llano, la plebe, debía conformarse con murmurar en los rincones con la mínima información que a duras penas manejaba.

El hermetismo se trató de superar en el comienzo de la república, a partir de 1810, mediante la creación de clubes que buscaban membresías selectas para abordar los temas de trascendencia. No fue fácil debido a que uno de ellos, la Sociedad Patriótica de Caracas, provocó alarmas por el tono escandaloso de las reuniones, por la exagerada admisión de mujeres y, para mayor preocupación de los patricios más antiguos, porque recibió en su seno a un grupo de tertulianos pardos. El experimento provocó demasiadas ronchas, hasta el extremo de aconsejar la prohibición de semejante tipo de congregaciones, sin pensar que no dependería de los recelos de la tradición, sino de la Guerra a Muerte, que se llenaran de paciencia los contados hablachentos para sentir la hora del retorno. La posibilidad de comenzar lo que apenas fue un amago cuando se declara la Independencia se da después del triunfo de Carabobo contra los restos del ejército español, cuando la tranquilidad permite mirar con pausa los escombros de la guerra.

Después de la desmembración de Colombia, la necesidad de fundar una sensibilidad cosmopolita, el desafío de blanquear a la sociedad para que pareciera moderna y pujante, machacó la necesidad de que, realmente por primera vez, los negocios se ventilaran en público. Por lo menos en el regazo de las clases que tuvieran elementos para hacerlo sin pasarse de la raya. Costó mucho, se debió invertir mucha tinta en publicidad, se debieron repartir múltiples textos, pero poco a poco la gente salió de sus casas para pisar terreno resbaladizo, para destapar temas, para atreverse a opinar, para inaugurar el desafío de las discusiones, mas también para lucir su galas y sus maneras burguesas de vivir, hasta crear un hábito capaz de resistir las violencias de la época. Surgieron así, por fin, los cafés y las logias que hablaban con la ventana abierta.

Nuestro siglo XIX ha tenido mala prensa. La mayoría de los manuales solo advierte caudillos ignorantes y campesinos pobres y sumisos. Presentan un panorama de ignorancia que solo podía conducir al menoscabo de la sociedad, si no a su destrucción plena. Los campos de sangre y penuria llenan las páginas de los textos ocupados en la reconstrucción de un tiempo que se mira con desdén, como etapa digna de vergüenza y de olvido. Estamos ante interpretaciones tendenciosas, debido a un hecho palpable: Venezuela no se suicida entonces, ni la matan sus depredadores. Espera, quizá desde una ilusión vana, la llegada de tiempos mejores. No son la única tabla de salvación, pero las tertulias promovidas hasta la fatiga se convierten en realidad para crear círculos de lectura en cuyo interior se divulgan las producciones que los venezolanos escriben por primera vez, y que pretenden llegar a espacios más amplios a través de los periódicos y los libros. Además, se tratan los problemas del día, hasta llegar a plantearse la necesidad de formar asociaciones incipientes con el objeto de encauzarlos partiendo de la óptica de quienes los enfrentan: hacendados, comerciantes, propietarios grandes y medianos, abogados, artesanos, médicos, grupos de estudiantes, personas caritativas…

A esas reuniones en las que la gente se siente cada vez más cómoda asiste Fermín Toro para leer sus opiniones, de las cuales saldrá un ensayo primordial para el entendimiento de las contradicciones de entonces. También acude Cecilio Acosta, quien, aparte de repetir lo que ha redactado en sus cuartillas, ofrece noticias sobre la vida cultural de la Nueva Granada que le envía su corresponsal, Manuel Antonio Caro. O Juan Vicente Gónzález, un hombrón que, aparte de las trifulcas provocadas por su encendido temperamento, pontifica sobre las virtudes del poder civil. O Antonio Leocadio Guzmán, a quien los contertulios escuchan versiones sobre la vida política de Europa mientras trata de formar un partido de oposición. O Tomás Lander, para hablar sobre la necesidad de un poblamiento racional del territorio. O José María Vargas, quien no topa con mejor ocurrencia, para asombro de quienes lo escuchan, que considerar el trabajo como remedio para los males del contorno. O Manuel Antonio Carreño mezclando disertaciones de hacienda pública con el comentario de las últimas mazurkas y con la necesidad de saludar a los mayores en la calle. O José Martí, cuyos elogios de un librito de epopeyas escrito por Eduardo Blanco quedan sembrados en la sensibilidad colectiva. Se hace habitual allí también la compañía de los embajadores de España, quienes ponen a circular los impresos de moda en Madrid y novedades sobre el crecimiento del temido liberalismo.

La lista de las tertulias que parecen dislocadas y de los tertulianos ilustres del siglo XIX es extensa. Ahora se ofrece apenas una muestra, con el objeto de señalar cómo, gracias a ellas y a ellos, se fomenta una costumbre de discernimiento y un principio de organización a través de los cuales permanece viva la llama del republicanismo de orientación liberal que no pueden liquidar los caudillos y los dictadores. Pero, en términos principales, de las conversaciones se pasa al taller de la imprenta para que aparezcan volúmenes fundamentales sobre los problemas más acuciantes, novedades influidas por el pensamiento de Europa y de los Estados Unidos, y la edición de órganos tan importantes de difusión cultural como El Cojo Ilustrado y La Opinión Nacional, susceptibles de testimoniar la persistencia de un civismo opuesto a la barbarie y a la sangría de las matanzas civiles.

Si se considera que los venezolanos no habían publicado nada hasta la fecha, o se habían aventurado con poca cosa en letras de molde que tuvieran nombre y apellido, estamos ante un hecho digno de especial memoria al cual no se ha concedido la importancia que merece. Contra la corriente, sin apoyo oficial, porque no había presupuesto para semejantes pretensiones; o generalmente contando con la animadversión de los mandones, se establece un mundillo de autores y libros sin cuya presencia no se puede pensar en el establecimiento de la república del futuro. Tampoco en la forja de una literatura y de un pensamiento nacionales, desde luego.

En 1895 se publica el Primer Libro Venezolano de Literatura, Ciencias y Bellas Artes, una enciclopedia insólita que describe la obra de figuras fundamentales de nuestra cultura, formadas en el hábito de la deliberación que aquí se ha referido. Así, por ejemplo, después de 1830, aparte de los mencionados: Rafael María Baralt, Francisco Javier Yanes, Feliciano Montenegro, Felipe Larrazábal, Arístides Rojas, Luis López Méndez, Ildefonso Riera Aguinagalde, Juan Antonio Pérez Bonalde, Francisco Guaicaipuro Pardo, Abigail Lozano, Diego Bautista Urbaneja, Nicomedes Zuloaga, Lisandro Alvarado y muchos otros ignorados o subestimados.

¿Por qué importan ahora? Aunque en ocasiones debieron congeniar con los detentadores del poder, o ejercer cargos públicos para sobrevivir, hicieron el trabajo sin apoyo oficial y pasando infinitas penurias. Fueron la contracorriente mientras se aclimataban el personalismo y las militaradas. Fueron la luz en pugna con un desfile de oscuranas que parecía interminable. Llegaron a ser una modesta feria de palabras y libros capaz de anunciar que la posteridad se ocuparía de convertir sus anhelos en realidad. Si a la sociedad de nuestros días le hace falta un relato, algo del pasado histórico que conceda fundamento a sus luchas, puede encontrarlo en los salones de unas peñas antiguas que han pasado inadvertidas. En ellas está la raíz de los empeños de la actualidad, desde el punto de vista de la creación intelectual, de la actividad literaria y de la fundación de agrupaciones privadas o sectoriales que se deben considerar como base del republicanismo venezolano.


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