Fotografía de Juan Barreto para AFP
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Eduardo trataba de abrirse paso con la moto entre los carros. Eran las 8:00 de la mañana y el tráfico estaba congestionado. Iba con Roberto, un compañero del trabajo.
–Cómete la flecha –dijo Roberto.
–No, vale –respondió Eduardo.
–Dale, huevón, cómetela.
–Coño, no quiero.
–¡Métete, métete!
–Coño…
Eduardo giró a la izquierda sin ver a otro motorizado que se acercaba a toda velocidad en sentido contrario. El motorizado frenó en seco, maniobró entre dos carros para no caerse y se paró unos metros más adelante. Se bajó de la moto y encaró a Eduardo:
–¿Qué te pasa, mamagüevo? ¿No ves que te estás comiendo la flecha? –se quitó el casco y comenzó a acercarse.
Eduardo nunca se había comido una flecha. Roberto se bajó y se apartó. Eduardo y el motorizado empezaron a discutir, rodeados por un círculo de mirones. El tránsito se detuvo.
–A mí no me pasa nada, pajúo –respondió Eduardo, mientras se quitaba el casco y dejaba caer la moto en el pavimento.
–¿Quieres que te dé unos coñazos? –reviró el motorizado.
Eduardo midió a su contrincante: era más viejo y más bajo que él pero se veía fuerte. Si Eduardo le pegaba primero, podía sacarle ventaja. En el barrio donde creció, quien pegaba primero pegaba dos veces.
Eduardo trabajaba en una tienda de iluminación. Era jueves y en toda la semana no había vendido ni un bombillo. Ganaba por comisión; si no vendía, no comía. Aquel apuro era para buscar un repuesto y reparar la brequera de la oficina. Se quemó esa mañana por un corte de luz. Después de arreglarla, debía escaparse a su casa para buscar la bolsa CLAP. Mamá no tenía fuerzas para cargarla y le pidió que llegara antes de las 10:00 de la mañana para que no se la llevara otro vecino. Además, tenía que lidiar con Daniela, su novia. Desde que Daniela se mudó a Medellín cuatro meses antes, peleaban todas las noches por Skype. “¿Por qué no te has venido, Eduardo? ¿Te quieres quedar en Caracas, Eduardo? ¿Qué estás esperando para irte de Venezuela, Eduardo?”.
¿Qué estaba esperando? Terminar la carrera. Eduardo tenía 32 años y estudió Arquitectura en la Universidad Central de Venezuela. Estuvo matriculado nueve años. Como trabajaba mientras estudiaba, inscribía pocas materias cada semestre y reprobó Diseño varias veces. Nunca tenía el proyecto listo para el día de la entrega. Le faltaba pasar Diseño 9 y presentar la tesis para graduarse.
–¡Tú no me vas a caer a coñazos, huevón! –le dijo Eduardo al motorizado y lo empujó.
–¿Tas cagao? –respondió el motorizado. Y le devolvió el empujón.
Los peatones comenzaron a gritar. Mientras Eduardo y el motorizado se insultaban, cinco agentes del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) veían la pelea desde una camioneta al otro lado de la vía. Se acercaron pistolas en mano.
–¡Quédate quieto que vas preso! –le dijo un policía a Eduardo, apuntándolo a la cara.
–¿Por qué me vas a meter preso? –respondió Eduardo sin intimidarse.
–Por alteración del orden público. Ustedes son unos pasaos, no respetan a la autoridad –dijo el agente que apuntaba al motorizado. Los policías vestían chalecos negros, unos identificados con el logo del CICPC, otros no.
Al ver el cañón de la pistola de frente, Eduardo recordó una de las muchas veces que lo habían apuntado con un arma para robarlo. Era domingo, cerca de las 7:00 de la noche. Iba de copiloto en el carro de un amigo. Esperaban a un tercero frente al edificio donde vivía en la avenida Victoria. De pronto, un hombre agarró a Eduardo por un brazo, metió la cabeza por la ventana y le puso una pistola en la cara: “¡Quédate quieto!”. Eduardo tiró el celular en el piso del carro y trató de quitarle la pistola. Si le disparaba a esa distancia, lo mataría. Lo empujó fuera del carro, su amigo arrancó y escaparon. Varios proyectiles perforaron la carrocería.
–¡A la camioneta! ¡Muévanse! –dijo uno de los policías.
Los otros cuatro rodearon a Eduardo, Roberto y el motorizado.
–No voy pa ningún lado. Primero, no estoy haciendo nada malo. Segundo, no voy a dejar mi moto aquí, así que ve a ver qué haces –respondió Eduardo.
–¿Tú me estás malandreando? ¿Quieres que te caiga a tiros aquí? –dijo el policía.
–No te estoy malandreando, pero no voy a dejar mi moto aquí.
Roberto y el motorizado caminaban hacia la camioneta del CICPC. También los apuntaban. “¡Métanlos presos!”, gritaban los peatones.
–Necesito seis testigos para que declaren –dijo un policía a los curiosos.
–Yo soy testigo, yo voy a declarar –se ofreció uno.
–Tienes que venir a la comisaría con nosotros.
–Ah, no, ni de vaina. No tengo tiempo para eso.
Los mirones desaparecieron y el tráfico volvió a circular.
–Móntate en la moto que vamos a CICPC Chacao –le dijo el policía a Eduardo, apuntándole más abajo de las costillas.
–Mosca, chamo. Mira que si se te escapa un tiro… –respondió Eduardo.
–Maneja, que ése no es tu peo.
Cuando Eduardo metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves de la moto, el policía le puso la pistola en la cara. Eduardo levantó las manos y aclaró que no estaba armado.
Arrancaron. Cada vez que maniobraba para esquivar un hueco, Eduardo sentía el cañón de la pistola en la espalda. Llegaron a la comisaría, le ordenaron dejar la moto en un estacionamiento y lo esposaron con las manos hacia atrás. Daniela lo había esposado a la cama muchas veces, pero era la primera vez que lo hacía un policía. Se sintió como un criminal que había robado o matado a alguien.
–¿Éstos son los que radiaron que estaban peleando? –preguntó un policía viejo que estaba parado en la entrada.
–Estos mismos son –respondió el oficial que escoltaba a Eduardo. Roberto y el motorizado también estaban esposados.
–Mételos en la cárcel por sinvergüenzas.
La antesala
Eduardo se acercó al motorizado:
–¿Cómo te llamas?
–Jaime.
–Discúlpame, Jaime. Te metí en un peo.
–¿A quién se le ocurre comerse esa flecha? Es pa caerte a coñazos.
–Si los dos hubiésemos reaccionado de otra manera, esto no estaría pasando.
Jaime era mensajero e iba al centro de Caracas a recoger una encomienda. Ahora su moto estaba confiscada por la policía, al igual que la de Eduardo. Si no cumplía el mandado, perdería el trabajo. La moto era el sustento de su familia.
Eduardo, Jaime y Roberto entraron a una oficina y entregaron sus cédulas.
–Se metieron en tremendo peo –dijo el policía que anotaba los datos–. ¿Qué van a hacer ahora? Están presos y no van a salir de aquí.
–Estábamos peleando y no pasó nada. Ya me disculpé con el señor y lo arreglamos. ¿Nos podemos ir? –respondió Eduardo esperando ablandar al funcionario.
–Pero es que ustedes estaban alterando el orden público y le faltaron el respeto a la autoridad. Nosotros estábamos ahí y ustedes nos ignoraron.
–Yo no tengo nada que ver en ese peo –terció Roberto–. Estaba acompañándolo a él. Estábamos apurados y le dije que se comiera la flecha.
–¿Y de paso se comieron la flecha? –atajó el policía.
Le quitaron las esposas a Roberto y lo dejaron ir. Tenía un primo en el CICPC que habló para que lo soltaran. Eduardo y Jaime se quedaban. Eduardo le entregó sus pertenencias a Roberto: unos billetes, las tarjetas de crédito, un celular inteligente y otro analógico que usaba en la calle. Los apagó para ahorrar batería. Eduardo le pidió a Roberto que no llamara a Mamá. No quería preocuparla. En un rato estaría de vuelta en la oficina.
Jaime no levantaba la cara ni hablaba. Eduardo lamentaba el mal rato que le había ocasionado. Pagaría la multa de los dos cuando llegara el momento. Un policía ordenó que los llevaran a la antesala.
Esposaron a Eduardo y a Jaime juntos y los llevaron a un cuarto sin ventanas. Eduardo no podía definir si olía a mierda o a gente sudada que había estado junta mucho tiempo. O a las dos cosas. Chiripas, gusanos y ciempiés se movían en el piso y las paredes. Salían de los huecos del salpicado de cemento. Esos bichos no estarían ahí si hubiesen frisado, pensó Eduardo. Le tenía fobia a los insectos. Los sentaron en un banquito de cemento de unos 40 centímetros de ancho, esposados a un tubo. Una muñeca estaba amarrada, el otro brazo quedaba libre. La esposa de Eduardo estaba tan apretada que debía sostenerla con la otra mano para girar la muñeca.
Cuando cerraron la puerta de metal de la antesala por primera vez, Eduardo y Jaime pensaron que morirían de calor. Cuando un policía la dejaba abierta por descuido o caridad, desde el banquito de cemento veían la entrada de la comisaría y la luz de la calle. Del otro lado veían el pasillo de los calabozos que quedaba al fondo, oscuro y sin ventanas. Frente a las celdas había un televisor. Estaba puesto Venevisión. La programación ayudaba a los presos a calcular la hora. “¡Llegó el relevo!”, gritaron.
–¿Qué hacen aquí? ¿Qué hicieron? –preguntó un preso desde la oscuridad.
–Estábamos peleando –respondió Jaime.
–¿Se entraron a coñazos?
–No, sólo nos empujamos.
–¿Y los metieron presos por eso?
–Sí, aquí estamos.
–¡Verga, qué bolas! –dijo otro detenido desde el calabozo–. Estos policías están locos. Meterlos presos sólo por eso.
Eduardo estaba asustado, pero sabía que no debía mostrarlo. Jaime le contó que vivía en un kilómetro lejano de la carretera vieja de El Junquito y tenía un hijo adolescente. Esperaba hacer 800.000 bolívares ese día para redondear el mercado de la semana. Por eso necesitaba la moto. Eduardo gastaba más que eso cuando salía a tomar cervezas con sus panas. Estaba avergonzado.
Tres horas más tarde, los policías engancharon a otro detenido al mismo tubo. Se llamaba Rodrigo y parecía menor de edad. Dijo que lo habían agarrado porque no tenía cédula. Mientras conversaban, Eduardo recordó a un malandro que lo atracó una vez al salir de la UCV. Rodrigo tenía una cicatriz de bala en una pierna.
Cerca de las 4:00 de la tarde, un policía le entregó a Eduardo unos trozos de pizza y un refresco. Compartió la comida con los demás en la antesala; suponía que la había traído Roberto. En la comisaría no había agua potable ni corriente, así que los familiares de los presos debían llevar provisiones. Cuando terminaron el refresco, Rodrigo le pidió a Eduardo que le prestara la botella de plástico para orinar. La dejó llena y tibia en la antesala cuando quedó libre.
A las 7:00 de la noche, un policía entró a la antesala y les preguntó si querían llamar a alguien por teléfono. Jaime pidió hablar con su mujer. Eduardo no quiso llamar a nadie. Mamá tenía 75 años y vivía en El Cementerio. No tenía carro y no había efectivo en los cajeros para tomar un taxi. Moriría del susto si se enteraba de que su hijo estaba preso. Llamar a Daniela no era una opción, estaba en Colombia. Si oía que Eduardo estaba preso, tendrían otra discusión sin fin. Mil veces le dijo que no se metiera en problemas antes de salir de Venezuela. Si no le hubiese entregado el celular a Roberto, habría escrito por el grupo de WhatsApp donde estaban sus mejores amigos, los que habían emigrado y los que aún estaban en Caracas. Más le valía salir solo de aquel enredo.
Eduardo y Jaime pasaron a una pequeña sala donde les hicieron fotos de frente y de perfil, con un cartel que decía “Lesión”. Les untaron los dedos con tinta y dejaron sus huellas dactilares en varias planillas.
–¿Por qué este cartel dice “Lesión” si yo no he lesionado a nadie? –preguntó Eduardo.
–Chamo, quédate quieto y firma tu vaina –respondió un policía.
–Pero no entiendo…
–¡Dale, coño! Es tarde. Nos queremos ir.
La búsqueda
Eran las 9:00 de la noche y Mamá no había tenido noticias de Eduardo en todo el día. Siempre avisaba si iba a llegar tarde o si dormiría en casa de un amigo. Como vivían en una calle peligrosa, Eduardo regresaba antes de las 7:00 de la noche, cuando cerraba el estacionamiento privado donde guardaba la moto. Dejarla en su edificio era un riesgo. Una vez entraron a su apartamento y robaron computadoras, impresoras, consolas de videojuegos, televisores, ropa y zapatos. Ningún vecino escuchó cuando reventaron las cerraduras. Nadie vio cuando sacaron los aparatos.
Mamá compró aquel apartamento con la liquidación de 20 años de trabajo como operadora en la CANTV, entre los setenta y los noventa. Quedó sorda del oído derecho por el ruido que hacían las máquinas con las que conectaba las llamadas nacionales e internacionales. Pidió indemnización, pero nunca se la dieron. El padre de Eduardo no ayudó con su crianza, así que todo el dinero que hacía Mamá era para pagarle un buen colegio a Eduardo. Cuando él dijo que quería estudiar Arquitectura en la UCV, Mamá se asustó. Había escuchado que era una carrera muy cara. Eduardo avanzó en los semestres y ella empezó a soñar con verlo de toga y birrete en el Aula Magna.
Mamá llamó varias veces a los dos teléfonos de Eduardo y no caían. No era extraño, nunca tenían batería. Pensó en llamar a Agustín o a Ramón, sus amigos de la infancia que todavía vivían en Caracas. Sus números estaban anotados en alguna libreta. Sonó el teléfono de la casa y Mamá brincó:
–Aló.
–Soy Agustín. ¿Cómo le va? ¿Sabe algo de Eduardo?
–Mijo, qué bueno que me llamas. No he sabido nada de él en todo el día.
–Lo estoy llamando desde la tarde y no me cae. Apenas sepa algo, la llamo.
Eduardo había quedado en instalar un sistema de iluminación en casa de un amigo de Agustín en la tarde. No apareció. Cuando no alcanzaba a guardar la moto en el estacionamiento, se quedaba en casa de Agustín o Ramón hasta el día siguiente.
Agustín le avisó a Daniela que no sabían nada de Eduardo. En el chat de los amigos dijo que estaba desaparecido y discutieron tres posibilidades en orden de riesgo: Eduardo estaba preso, herido o muerto. Se distribuyeron tareas. Agustín y Ramón, que estaban en Caracas, lo buscarían en la policía y en la morgue de Bello Monte. Quienes estaban en el exterior llamarían a hospitales y clínicas.
El papá de Agustín trabajaba como gerente en una clínica que pagaba a policías del CICPC para que resguardaran al personal de la guardia nocturna. Le pidió a sus amigos policías que “radiaran” los datos de Eduardo a ver si estaba en alguna comisaría. Descartaron tres al este de Caracas, pero faltaba verificar el resto de la ciudad. Agustín llamó a un primo que era ayudante forense en Bello Monte y le dio el número de cédula de Eduardo. Respondió que sólo habían recibido malandros tiroteados.
Si no había noticias de Eduardo a las 6:00 de la mañana del día siguiente, Agustín iría a la oficina donde trabajaba para preguntar qué sabían de él.
El calabozo
Eduardo y Jaime regresaron a la antesala y los policías cambiaron de turno:
–¿Estos carajos qué hacen aquí? –preguntó uno de los policías que iniciaba la ronda nocturna.
–Ésos se quedan –contestó uno que salía.
–Pero no pueden dormir ahí.
–Mételos en el calabozo.
Eduardo no podía creerlo. Iba a dormir en la cárcel por discutir en la calle. Lo desataron del tubo y le dijeron que se quitara la correa. Debía llevarse al calabozo la bolsa con los restos de pizza y la botella llena de orina.
–Esto no es mío –dijo Eduardo sobre la botella. Tenía más de 12 horas sin ir al baño.
–Agarra tu mierda y tráetela –respondió el policía.
Caminaron por el pasillo oscuro y el policía abrió una reja. Entraron a un cuarto de tres por tres, iluminado por un bombillo de bajo vatiaje. Eduardo no distinguía caras, pero calculó que había unas 15 personas. El olor a mierda y gente junta era más intenso que en la antesala. No había ventanas.
–¿Quién es el que está llorando? –dijo un preso.
–Nadie está llorando –respondió Eduardo.
–¿Quiénes son los peleones?
Eduardo y Jaime entendieron que todos sabían quiénes eran.
–Bueno, chamo, usted está en la cárcel. ¿Has estado en la cárcel? –le preguntó el preso a Eduardo.
–No.
–Primero que nada, no se duerme. Segundo, estás robao. Quítate los zapatos, las medias y los lentes.
Eduardo siguió la instrucción. El preso acercó los lentes al bombillo para verlos mejor. Tendría unos 20 años. Era blanco y tenía un lunar en el mentón.
–Esos lentes no te van a servir –dijo Eduardo.
–Cállate la boca, ése no es tu peo. Tas robao, te dije ya.
Un preso corpulento intervino:
–Chamo, usted no se puede dejar robar así, ¿oyó? Si no, está jodío. Usted tiene que pelear por sus cosas.
Eduardo no sabía si intentaban provocarlo o sólo bromeaban. Les dijo que se quedaran con lo que quisieran. Tenía miopía, así que veía bien de cerca aunque no tuviera lentes.
–¿Qué es eso? –preguntó el preso con los lentes de Eduardo puestos. Señaló la bolsa con restos de pizza y la botella.
–Esto es basura que el policía me dijo que me trajera.
–La botella. ¿Es refresco?
–No, es de un chamo que estaba esperando en la antesala con nosotros. Meó allí.
Varios presos que estaban sentados en el suelo se levantaron y se pusieron en guardia.
–¡No toques a nadie con esas manos así! Deja ese pote ahí y ve al baño. No toques a nadie. Si tocas a alguien, te cortamos aquí mismo. Te matamos.
–No voy a tocar a nadie. Dime qué hago, no sé qué hacer –dijo Eduardo sorprendido por la reacción.
A ese preso le decían El Niño y era el líder del calabozo. Le dijo a Eduardo que nadie tocaba a nadie en una celda. Asignó a otro preso para que lo acompañara al baño y le echara agua en las manos con una botella de refresco que quedó de alguna visita. Eduardo tampoco podía tocar esa botella hasta que tuviera las manos limpias.
Un muro separaba el baño del resto del calabozo. No llegaba al techo. En el baño no había luz ni poceta, sólo un hueco en el piso. Mientras orinaba frente a la pared, Eduardo distinguió una fila de bichos grandes que se movían. Salían de un hueco del cemento salpicado. Imaginó que tenían dientes y lo morderían si no salía pronto de allí. Estaba descalzo.
–Pilas con los bichos, chamo. Pican duro. Más de uno se ha enfermado por eso aquí –dijo el preso mientras le echaba agua en las manos a Eduardo.
Las tres celdas compartían una manguera, pero no había agua corriente. El preso le explicó a Eduardo que tenían muchas botellas de refresco llenas de agua. Unos 80 litros, calculó. Era la única forma de sobrellevar contingencias como la de aquella noche: otro preso tenía diarrea.
Eduardo no sabía que los detenidos que llevaban más tiempo en aquel calabozo se sentaban al fondo, pegados al muro del baño, mientras que los recién llegados se quedaban cerca de la reja. Encontró un espacio junto al muro y se sentó.
–Tú no vienes a descansar aquí. Estás preso, estás castigao. Móntate en la moto –dijo El Niño.
–¿En la qué?
–¿No sabes qué es la moto? Explícale ahí –dijo El Niño al preso corpulento.
–Chamo, encarámate en el muro del baño. Móntate ahí como si fuera una moto, con una pierna de un lado y la otra del otro.
Eduardo se raspó los pies y las manos con la superficie corrugada de la pared. Se sentó en el tope y empezó a cabecear. El Niño prometió golpearlo si caía por quedarse dormido. Eduardo trató de mantenerse erguido, aunque le dolía la cabeza, el cuello y la espalda.
Durante tres horas escuchó a los presos quejarse: todo estaba tan caro que sus mujeres no tenían dinero para llevarles comida. Decían que quitarle ceros al bolívar era una devaluación disfrazada. Sentado en aquel muro, se enteró de que uno de los presos tenía dos años encerrado en aquel calabozo, sin traslado ni juicio. Lo soltaban los jueves para que estirara las piernas en la calle. Otro llevaba dos meses preso por robar una Prestobarba en Farmatodo. Unos eran sospechosos de robo, otros de secuestro. Ninguno habló de asesinato, pero algunos habían estado presos con condenas largas.
Cuando Eduardo estaba a punto de quedarse dormido, lo llamó un preso:
–Chamo, bájate de esa vaina. Tengo diarrea y no me vas a ver cagando.
Apenas Eduardo se bajó del muro, El Niño le dijo que si estaban presos por pelear, les darían cuchillos y tendrían que matarse peleando. Jaime bajó la cabeza y Eduardo respondió que él no iba a matar a nadie. Los empujaron al centro del calabozo, los rodearon y comenzó un interrogatorio bajo advertencia de que si mentían, los cortarían.
–¿Tú qué haces? –le preguntó El Niño a Eduardo.
–Estudio Arquitectura.
–¿Dibujas planos y tal?
–Es lo que más hago.
–Entonces tú eres un cráneo –dijo el preso corpulento.
–Pero si dibujas planos, ¿puedes dibujar cualquier cosa? –insistió El Niño.
–Sí.
–Este mismo es.
–¿Cómo?
Al día siguiente había visita. Eduardo no vio de dónde sacaron papel y un bolígrafo negro. Levantaron a un preso que dormía en uno de los bancos de concreto para que Eduardo se sentara y movieron el bombillo para que tuviera más luz.
–Vas a dibujar grafitis, chamo. Grafitis con el nombre de mis hijos. Si dibujas mal, te rajamos –dijo El Niño.
Los demás presos asintieron; también querían dibujos para sus esposas e hijos. Hicieron fila dentro de la celda para organizar los turnos.
–Toma tus lentes, chamo. ¿Cómo es que te llamas tú?
–Eduardo.
–Con esos lentes te pareces al mago de las películas. Te pareces a Harry. Es más, ahora te vas a llamar El Harry.
Le devolvieron los zapatos sin las medias. Le dieron agua potable y le ofrecieron botellas de plástico llenas de agua corriente para cuando quisiera ir al baño. Eduardo recordó las portadas que hacía en sus cuadernos de bachillerato para diferenciar las materias. Temeroso de no cubrir las expectativas de El Niño y los demás presos, Eduardo dibujó el primer nombre: Yender.
–El Harry lo que dibuja es lacra. Yo también quiero un dibujo. Pero al mío no le vas a poner lo mismo que le pusiste a él –dijo el preso que tenía diarrea.
Eduardo inventó tramas y diseños para nombres y frases: “Yuberly”, “Yerlin”, “Te amo”, “Juntos por siempre”, “Pronto nos veremos”, “Gracias por no abandonarme”.
Un preso le pidió que escribiera dos veces “Eres la mujer de mi vida”. Un dibujo era para la esposa que lo visitaría al día siguiente. El otro para una amante que vendría la semana próxima. Canciones de salsa baúl sonaban en una radio que encendieron a medianoche. Cantaban los coros. Algunos contaban anécdotas de sus hijos. Eduardo le hizo a El Niño quince dibujos con variaciones de los nombres de sus mujeres e hijos. Cuando ya no había nombres que escribir, le pidió que dibujara pistolas y granadas. Agobiado por el dolor de cabeza, Eduardo escuchó en la radio que eran las 5:00 de la mañana.
–¿Qué pasó, Harry, estás cansado?
–Sí.
–Duérmete ahí. Agarra el pote de agua y dale coñazos contra el piso varias veces.
–¿Para qué?
–Ésa es la almohada. Ablandas el plástico con los coñazos. Como el pote está lleno de agua, te sirve para recostarte.
Un preso puso un trapo en el piso para que Eduardo se acostara encima. Se arropó con su camisa y durmió pendiente de no quedar en el medio de una pelea entre los presos.
La oficina
Agustín llegó a las 8:00 de la mañana a la oficina de Eduardo. Roberto le abrió la puerta.
–Hola. Me llamo Agustín, soy amigo de Eduardo. ¿Saben algo de él? Está desaparecido desde ayer.
–Eduardo está preso.
–¿En dónde? ¿Qué pasó?
–Está en CICPC Chacao. Cometió una infracción en la moto y se lo llevaron preso.
–¿Y por qué no nos avisaron?
–Yo iba en la moto con él. Me pidió que no le dijera nada a nadie.
–¿Por qué no mandaron a un abogado ayer para sacarlo?
–Porque iba a estar preso una noche y ya. Hoy sale.
–¿Cómo que una noche y ya? ¿A ti te meten preso todos los días?
Roberto le entregó a Agustín la cartera y los teléfonos de Eduardo. Agustín regresó a casa y empezó a llamar. Le dijo a Mamá y a Daniela que Eduardo estaba preso por cometer una infracción de tránsito; informó por el chat de los amigos en WhatsApp; pidió a su papá que le preguntara a los abogados de la clínica qué debían hacer ahora; le dijo a Ramón que llamara a un pana abogado a ver qué decía. El pana dijo que enviaría a un pasante de su firma al CICPC para averiguar qué estaba pasando. Advirtió que la diligencia tendría costo.
Los tribunales
Un policía llamó a Eduardo y a Jaime, abrió la reja del calabozo y le entregó a Eduardo una bolsa de plástico con tres empanadas y un jugo. Le dijo que comiera rápido, se iban a tribunales. Eduardo abrió la bolsa, sacó una empanada, le dio la mitad a Jaime y las otras a El Niño para que las repartiera. El policía empujó a Eduardo y a Jaime para que salieran de la celda.
–Tranquilo, Harry, tú vas a salir rápido de esto. Eres un estudiante y mira lo que te hacen, te ponen preso con nosotros –dijo El Niño mientras el policía cerraba la puerta.
–El Harry dejó las medias –dijo el preso corpulento.
Los policías llevaron a Eduardo y a Jaime a la antesala y los esposaron de nuevo al tubo. Durante dos horas discutieron si estaban o no en la lista de traslados a tribunales. Finalmente, los policías le aclararon que sí, pero antes debían revisarlos en la medicatura forense en El Llanito.
Esposaron a Eduardo y a Jaime con las manos hacia atrás y abordaron una Grand Cherokee que tenía poco espacio en la maleta. Se sentaron encorvados para no pegar las cabezas del techo y salieron hacia El Llanito. Los transeúntes los veían a través de las ventanas. Eduardo hubiese querido taparse la cara con las manos.
Un médico en El Llanito le preguntó a Eduardo qué había hecho. Le explicó que lo habían presentado por lesiones. El médico le dijo que se quitara la ropa y se agachara.
–Pero tú no tienes lesiones –dijo el doctor.
–Ajá, estoy preso porque no tengo lesiones.
–Ah, verga.
Eduardo y Jaime escucharon a un policía contar que acababan de trasladar a un hombre que le quemó la cara y las manos a su hijo porque derramó la sopa. Otro policía respondió que en la cárcel iba a saber lo que era candela.
Volvieron a la antesala de la comisaría. Una hora después, los llamaron para ir a tribunales en las torres de El Silencio. Esta vez los trasladaron en un camión parecido a un “Rinoceronte”, un vehículo que se usa en la contención de protestas. Iban dentro de una bóveda de metal, dividida por una lámina. Había cuatro puestos de un lado y cuatro del otro. Los detenidos se sentaban sobre una superficie de unos 20 centímetros de ancho, con las rodillas enterradas en la lámina. Los esposaron a un tubo que les pasaron por encima. Como no había ventanas, la cabina tenía un ventilador porque estaba sellada.
Sacaron a cuatro detenidos del camión cuando llegaron a los estacionamientos de las torres de El Silencio. Eduardo, Jaime y dos presos más esperaron horas dentro del vehículo hasta que unos policías abrieron la puerta y los bajaron.
Los esposaron y los llevaron a un pasillo alargado donde había celdas. Un guardia nacional anotó sus nombres y les dijo que pasaran a una sala donde se quitaron la ropa. Los revisaron y volvieron a vestirse. Los esposaron contra la pared y los encerraron en una celda de cinco por cinco. Había unas 40 personas. Esta vez las paredes estaban frisadas y pintadas, pero no había bombillos. Veían con la luz que se filtraba desde el pasillo. Al igual que en la comisaría, el baño sólo podía usarse si alguien asistía con el agua para lavarse las manos.
El pasante de abogado averiguó que a Eduardo lo trasladaron a los tribunales. Agustín y Ramón se fueron a El Silencio. Llamaron a Mamá y quedaron en esperarla allá. Cuando los tres se encontraron en la entrada, cada uno llegó con un abogado. El de Mamá ejercía derecho mercantil, era un amigo que iba como apoyo. Uno de los otros dos tenía diligencias que hacer, así que se quedó el que cobraba más caro.
Durante las horas que estuvieron en aquella celda, Eduardo y Jaime conocieron a un hombre que vivió con una cédula falsa durante 16 años. Otro había matado a un policía. Otro estaba imputado por secuestro. Unos se saludaron con alegría. No se veían desde que estuvieron presos en El Rodeo. Todos asintieron cuando uno dijo que salía de la cárcel quien tuviera mucho billete y una familia que luchara por él. Eduardo pensó que prefería estar en la comisaría que en El Silencio.
Un guardia nacional abrió la puerta y llamó a Eduardo y a Jaime. Los esposaron uno al otro por las muñecas y les dijeron que se presentarían ante el juez en el piso cinco. Mientras caminaban por el pasillo, esposaron a un muchacho herido a la muñeca que le quedaba libre a Eduardo. Subieron sótanos, mezzaninas y pisos por las escaleras. El muchacho sangraba, parecía tener un brazo roto. Los guardias los empujaban para que caminaran más rápido.
–Chamo, no me empujes. ¿No ves que estoy esposado a un carajo que está coñaceao? –dijo Eduardo.
–Camina y cállate –respondió el guardia.
El muchacho le contó a Eduardo que trabajaba como obrero para un hombre que no le pagó la quincena. Como tenía hambre, entró a su casa y le robó comida de la nevera. Cuando el hombre se dio cuenta, mandó a darle una paliza y llamó a la policía.
Al llegar al piso cinco, Eduardo vio a Mamá, Agustín y a Ramón. Mamá comenzó a llorar y Eduardo solo alcanzó a decirle que estaba bien. Que Mamá lo viera así era el peor momento de su vida. Entraron a una oficina, les quitaron las esposas y esperaron media hora más.
Una muchacha se asomó y les preguntó si querían abogado público o privado. Jaime respondió público. Eduardo dijo privado. No sabía cuánto le costaría, pero ya los presos le habían advertido que si no pagaba, no saldría de ahí. Aquella decisión fue una feliz coincidencia. El abogado que llevaron Agustín y Ramón esperaba que Eduardo eligiera la defensa privada para tomar el caso. El muchacho ensangrentado no tuvo fuerzas para responder.
Media hora más tarde, Eduardo y Jaime se presentaron ante el juez con sus respectivos defensores. Contaron lo sucedido y los abogados pidieron el sobreseimiento del caso. El cargo era “lesiones genéricas en riña”.
–Hoy es viernes. ¿Yo estoy aquí todavía por este caso? Vamos a cerrar esto –dijo el juez.
–Solicito libertad plena sin antecedentes –dijo el abogado de Eduardo.
–Adelante.
El tribunal decretó “libertad sin restricción”. Eduardo y Jaime salieron a las 5:30 de la tarde. Eduardo abrazó a Mamá, a Agustín y a Ramón. La familia de Jaime también estaba afuera. Eduardo se disculpó con ellos y le dio su teléfono por si podía ayudarlo a retirar la moto del CICPC. Nunca pensó que recuperar la moto le tomaría más de un mes. Invirtió sus ahorros en pagarle al abogado y a la policía para que no trasladaran la moto a un estacionamiento en Turgua. Si llegaba allá, la perdería.
Ya en casa, Eduardo se dio una ducha larga con agua caliente y tomó la decisión. Se iría de Venezuela.
–No puedo estar aquí, Mamá. Mira todo lo que me ha pasado. Si me quedo, me van a matar. ¿Puedes entender eso?
–Sí, lo entiendo. ¿Pero no te vas a graduar? Con todo lo que luché para que fueras universitario.
–Perdóname, Mamá. No lo logré aquí, pero me graduaré en otro lado.
–Es mejor que te vayas.
–Que me vaya no, que nos vayamos. Primero me voy yo y luego te vengo a buscar.
***
Nota: Los protagonistas de esta historia pidieron que sus nombres se mantuvieran en secreto por temor a represalias del CICPC o del Poder Judicial venezolano. Las identidades fueron cambiadas.
Valentina Oropeza
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