Perspectivas

Suspirando por Felipe de Edimburgo

10/04/2021

Felipe de Edimburgo durante su visita a Venezuela, febrero de 1962. Imagen de Tito Caula. Archivo Fotografía Urbana

1. “El esposo de la reina es un catire bello”, exclamó tía Clarisa, siempre tan locuaz, en cháchara dominical casa de los abuelos Marte en San Bernardino. Se suponía que no debía estar yo escuchando esas confidencias de tías casadas y primas casaderas, con frecuencia espirituosas y subidas de tono. Debería estar jugando con los primos más pequeños en los jardines de la casa, modesta pero solariega. O hasta tenía permiso para ausentarme con los primos mayores, si quería tomar leche malteada o comer helado en la cercana Crema Paraíso. Así lo hacían en Riverdale los personajes de Archie, la historieta que tanto leía en aquellos años sesenta de mi infancia. Sin embargo, prefería yo quedarme a saborear la conversa femenil y vespertina, voceada sin tapujos en la habitación de costura de mi abuela Carmen, mientras el abuelo Alejandro y los tíos veían las carreras del 5 y 6 en el televisor del recibo.

Aunque a veces se evocara todavía la boda de Grace Kelly con Rainiero de Mónaco; o se comentara la estadía de la reina Juliana y el príncipe Bernardo en las Antillas holandesas, al hablar del “esposo de la reina”, ya entendíamos todos que se trataba de Felipe de Edimburgo. Por lo demás, si bien habían pasado algunos años, no se había olvidado la visita que hiciera este a Venezuela en febrero de 1962, cuando fuera recibido por el presidente Betancourt y hospedado por militares de alto rango.

Sin llevar su admiración a los suspiros de tía Clarisa, mamá sentía gran simpatía por el príncipe consorte y la familia real inglesa, la cual asociaba en mucho con la nuestra. Acaso algo del porte de Felipe vio mamá en el joven Almandoz Ramos que la cortejara por las calles de Candelaria, donde ambos residían y casaron en julio de 1947, poco después de hacerse público el compromiso real en Londres. Y a partir de la boda de Isabel en noviembre del mismo año, la familia Windsor creció casi al mismo ritmo y con la misma composición que la nuestra, con tres varones y una hembra.

2. Por sobre la majestad asumida desde la coronación de 1953, de la que atesoraba un recorte de periódico en el álbum familiar, era el rol de esposa y madre lo que más admiraba mamá en Isabel II. Así lo dijo en aquella tertulia dominical que debe haber sido alrededor de 1966, puesto que acababa de leer en El Nacional, como otras de las tertulianas, sobre el reciente estreno en Inglaterra del documental Royal Family. Fue la primera vez que se abrieron las puertas del palacio de Buckingham, mostrando la cotidianidad de los Windsor ante la prensa británica, iniciándose una azarosa exposición mediática, con luces y sombras hasta el siglo XXI.

Sin querer empañar la imagen familiar que tenía mamá de los Windsor, tía Clarisa advirtió que el documental de la BBC, el cual había visto ella en su último viaje a Londres, había sido encargado no solo para acercar la monarquía a los súbditos, sino también para disipar rumores de desavenencias en la pareja real. Al parecer el duque de Edimburgo – título otorgado por Jorge VI al futuro yerno – había encontrado difícil de llevar la vida de “consorte” tras la coronación prematura, sobre todo por no tener esa condición soporte legal. Tan pronto se supo de la muerte del rey en febrero de 1952, mientras su hija cumplía compromisos en Kenia, se rompió la relativa independencia de la joven pareja. La temporada más tranquila de esta había trascurrido en Malta, adonde fuera el oficial apostado por la marina británica. Y a esa carrera en ascenso, apoyada en logros durante la Segunda Guerra Mundial, hubo de renunciar Felipe, en “abnegado gesto de lealtad monárquica”, como algunos biógrafos han señalado.

Junto a las consabidas obligaciones de la reina, cuyo paso no debía ser igualado por el esposo, este hubo de luchar con la oposición del gobierno de Churchill a que los hijos mayores llevaran el apellido paterno. Y era en parte por eso que, según tía Clarisa, al regreso de una larga travesía hecha por Felipe con la armada – interpretada por la prensa como gesto de rebeldía y descontento – la reina decidió otorgarle el título de príncipe. “Ya era hora”, suspiró la tía, “porque es todo un príncipe azul en su uniforme naval”.

3. Algo sorprendida por los entretelones de la pareja real, mamá, quien nunca estuvo en Europa, bajó la mirada en la tertulia susodicha, como cediendo ante la evidencia londinense de tía Clarisa. Siguió empero admirando a los Windsor en la revista ¡Hola!, comprada por mi hermana Corina y leída más tarde por mamá, generalmente al despertar de las siestas. No solo en banquetes de estado y ceremonias en Buckingham, nos acostumbramos en casa a las imágenes del duque practicando polo y equitación en las inmediaciones de Sandringham; o paseando por Balmoral con su kilt de tartán. “Hermoseado con el pasar de los años”, como seguían suspirando las mujeres de la familia. “Y madura como los whiskeys”, añadió alguna vez tía Clarisa, mientras campaneaba un “copetín”, como ella llamaba a sus escoceses.

Por haberlo yo reducido a fotografías de ¡Hola!, completadas por una que otra imagen televisiva, me sorprendió, en mi adolscencia, encontrar el rostro del príncipe en afiches del Fondo Mundial para la Naturaleza. Era uno de los programas internacionales que, como el Duke of Edinburgh Awards, patrocinaba en pos de la juventud, los deportes y la vida silvestre. Desconocía entonces yo, que como muchos han resaltado después, el príncipe Felipe promovía labores precursoras del ambientalismo, las cuales supo combinar con su interés por la modernización tecnológica e industrial.

Vi esos posters a finales de los años setenta en la cartelera del Instituto Venezolano-Británico, ubicado en la Alta Florida, antes de ser absorbido por el British Council. Quizás por el culto casero a la familia real, desde niño me había atraído más el inglés británico que el estadounidense. Ello no me impidió llevar a las aulas la pronunciación gringa asaz escuchada en cine y televisión, así como en mis viajes adolescentes a Nueva York y Miami. Hasta que la profesora Peggy me advirtió en una clase que, si seguía pronunciando “wáter” con la “r” americanizada, “a lo Clint Eastwood”, en vez de acentuar la “t” abierta y sonora, me bajaría a nivel de “principiante”.

En otra clase donde fueron promocionadas las becas y charities del duque de Edumburgo, se continuó cotilleando sobre la familia real, ocasión inusual en un instituto que parecía ser por demás reverencial con la monarquía. Tuve la impresión de que el modo como Miss O’Connell se mofó de las gaffes y los desatinos del príncipe, ya famosos para entonces, camuflaba cierto republicanismo por parte de “Peggy la pelirroja”, como era motejada entre estudiantes. Incluso aludió a las supuestas infidelidades de “Philip of Mountbatten”, como lo llamó para acentuar el parentesco con su tío Louis Francis, último virrey de la India, quien lo criara desde niño. De este había tomado el “Greek-born prince” el apellido al devenir ciudadano británico, cuando comenzaba a cortejar a Lilibet – como llamaban familiares y allegados a la princesa – gracias a los buenos oficios de Lord Mountbatten para con su sobrino.

Ambos habían movido juntos algunos hilos internacionales del imperio desmantelado en la posguerra, no solo en Nueva Delhi – donde el virrey mostrara simpatías excesivas con Gandhi, a juicio de Londres – sino también cuando lord Mountbatten hubo de lidiar con la nacionalización del canal de Suez. Pero los supuestos devaneos socialistas del tío “no impidieron su asesinato a manos del Ejército Republicano Irlandés”, señaló miss Peggy en aquella clase que ha debido ser a finales de 1979. Porque todavía recuerdo su mirada tan intrigante como extraviada al referirse al magnicidio “acabado de ocurrir en agosto”.

4. Mientras estudiaba en Londres, a mediados de la década de 1990, mi landlord y yo conversábamos sobre la familia real cuando aparecía alguna noticia en la televisión o los tabloides, como casi siempre ocurría. No sé si era parte de su esnobismo senil, pero en su buena época de esquire, antes de devenir pensionado menesteroso “de alquilar para sobrevivir”, Míster Wheeler había frecuentado círculos de la gentry adonde eran invitados miembros de la familia real. Y en esas fiestas posh en Knightsbridge o Chelsea, la reina y el príncipe aparecían “ocasionalmente”, según mi casero, ante aquella selecta burguesía sin título nobiliario.

Como si continuara casi dos décadas después la cháchara de Miss O’Connell en el instituto de la Alta Florida, fue Mr. Wheeler quien me dijo que Felipe – hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, nacido en Corfú en 1921 – no había sido del todo bienvenido por los Windsor. En particular por la reina madre, cuando comenzó a rumorearse el noviazgo con Elizabeth. La abuela de Felipe, Victoria de Hesse, era nieta de la reina Victoria, y desposó al príncipe Luis de Battenberg, alto oficial de la armada británica, a comienzos de la Primera Guerra Mundial. Este fue empero obligado a renunciar en 1917, debido al clamor contra los alemanes, cuando Jorge V hubo de fundar asimismo la dinastía Windsor en sustitución de la Sajonia-Coburgo-Gotha. Y fue en esos tempestuosos años cuando los Battenberg cambiaron también su nombre a Mountbatten – traducción al inglés del original alemán – aseveró míster Wheeler para mi sorpresa. Porque hasta entonces creía yo que los venerados Windsor tenían prosapia más antigua.

Sin importar las credenciales nobles de Felipe, quien las tenía de sobra, lo que no satisfizo a Elizabeth Bowes-Lyon, reina consorte desde la abdicación de su cuñado Edward, en diciembre del 36, era la familia disfuncional y errante de la que provenía su futuro yerno. La madre de este, Alicia de Battenberg, había tenido problemas mentales, al parecer esquizofrénicos, llegando a ser internada en un asilo. Con las hijas mayores ya casadas en Alemania, el padre se desentendió de la crianza del hijo menor, educado, bajo la tutela del tío Montbatten, en férreos internados de Alemania y Escocia.

Ciertamente Felipe desarrolló una brillante carrera desde su graduación como cadete en 1939, combatiendo en la Segunda Guerra del lado británico, mientras sus cuñados, príncipes alemanes, lo hacían en el bando opuesto. En los maridajes nazis de las cuatro hermanas estribaba otra de las reservas de los Windsor para con el primo lejano, cinco años mayor que Lilibet. Pero era tarde: esta ya se había prendado del apuesto pariente que la escoltara durante una visita de la familia real al Royal Naval College, donde Felipe estudiara. Con heridas todavía abiertas por el conflicto terminado hacía poco, “las hermanas Battenberg ni siquiera asistieron a la boda, en noviembre del 47”, me comentó míster Wheeler un mediodía, entre sorbos de bloody mary

5. Por ser de mal gusto tomarlo al mediodía, según él, mi casero solía reservar el whisky para el evening, al menos dos horas después del consabido té con pasteles o tortas. Recibía entonces la visita de amistades con quienes jugaba backgammon o póker. Procuraba yo no interrumpir, a pesar de que con frecuencia Míster Wheeler me invitaba a departir. Y entonces aprovechaba yo para saborear las expresiones aburguesadas de su inglés.

Entre esas visitantes al apartamento de Knightsbridge destacaba Georgina Reeves, viuda pizpireta y otrora novia de “Tony”, como ella llamaba a mi casero, alargando las vocales con musicalidad. Acaso esa pronunciación tintineante hizo que la asociara con Petula Clark, a quien se parecía físicamente. Cuando una vez se lo comenté, Georgina me dijo que de joven, recién llegada de Manchester, había trabajado de corista en los teatros del Strand londinense. Tras aquellos años vodevilescos, había casado con un empresario bursátil que la instaló en una mansión de Belgravia, desde donde la introdujo en círculos aristocráticos. Se me antojó ese ascenso social – relatado por Míster Wheeler con la picardía del otrora novio venido a menos – análogo al de Victoria Sharp en Vanity Fair, novela cuya lectura tenía yo fresca todavía al promediar los años noventa. Y como la cortesana de Thackeray, la señora Reeves atesoraba esplendores y miserias de la nobleza británica, algunos de los cuales nos develó en tertulias vespertinas en Knighstbridge.

Aclarándome detalles que tenía yo confusos desde la infancia, Georgina precisó que la reina le había otorgado a Philip el título de “príncipe del Reino Unido” en 1957, ciertamente en respuesta al malestar del esposo por su opaco rol como consorte. La desazón de este había comenzado por no poder transmitir el apellido a los hijos, ya que tan pronto falleció Jorge VI, el gobierno de Churchill fue alertado por la reina María sobre el posible cambio de la casa de Windsor a Mountbatten. La cuestión sería zanjada en 1960 por Isabel II, emitiendo una orden que reconocía que sus descendientes varones no distinguidos con el título de príncipe o el tratamiento de Alteza Real, podrían llevar el apellido Mountbatten-Windsor.

Tal como se rumoraba por décadas, Felipe no era muy afín a Carlos, mientras que Ana, por su carácter y gustos deportivos, “parecía ser el hijo varón soñado por el príncipe”, en palabras de Georgina. La tirantez con el primogénito se acentuó más tarde por la supuesta intromisión de Felipe en el compromiso con Diana Spencer, pecado que Carlos siempre recriminaría al padre. Así lo reportaban los tabloides con frecuencia durante mis años londinenses, cuando las cuitas de la pareja eran vox populi. Ya para entonces Philip había incubado, según Georgina, cierta antipatía hacia su nuera, debido a la excesiva exposición de esta ante la prensa, inmiscuyéndola en intimidades de su matrimonio y de la monarquía en general. Recordé aquellas palabras de la viuda cuando vi, años después, la película The Queen, de Stephen Frears, donde la pareja real vocea, en confidencias de palacio, cómo ese peligroso juego de Diana con los medios prefiguró algo de su trágico final.

El distanciamiento de la pareja real con la nuera celebérrima era ya notorio en ceremonias y apariciones públicas desde 1992. Entonces la soberana admitió oficialmente la separación de los príncipes de Gales, entre otros acontecimientos de ese annus horribilis, como ella misma lo calificó. A la sazón Georgina vio una tarde a los Windsor en las carreras de Ascott, oportunidad en la que Diana, vestida de Armani, se mantuvo distante del palco real. Desde allí Isabel, acompañada por su madre y su hermana, ensombreradas y enguantadas todas, se caló los binoculares y vitoreó a los purasangres. “Es una de las pocas oportunidades en que mad’m pone de lado su flema”, comentó la súbdita con complicidad no exenta de reverencia.

Al retirarse del hipódromo, la reina y el príncipe se acercaron al público para saludar, ocasión que el señor y la señora Reeves aprovecharon para conversar con la pareja augusta. De chaqué y pumpá, “él lucía mucho más alto que ella”, hizo notar Georgina, secundada por Míster Wheeler, quien sacó a colación el origen danés de Felipe. “He’s a gorgeous Viking!”, exclamó al final ella arqueando las cejas, recordándome los suspiros de tía Clarisa en las tertulias de San Bernardino.


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