Memorabilia

Sugestiones para un ensayo sobre la conversación

17/10/2019

[Al margen de su producción narrativa, en la que destaca Los viajes de Gulliver (1726), Jonathan Swift desarrolló una intensa actividad ensayística. Presentamos sus perspicaces ideas sobre el arte del diálogo, de la interlocución, de la buena charla]

Jonathan Swift por Charles Jervas. 1710

He observado que pocos temas obvios han sido tan escasa o, por lo menos, tan ligeramente tratados como éste; y, en verdad, conozco pocos que sean tan difíciles de tratar como es debido, y sobre los cuales parezca haber tanto que decir.

La mayor parte de las cosas perseguidas por los hombres en procura de la felicidad de la vida pública o privada, nuestro ingenio o desatino las han utilizado de tal manera que rara vez subsisten más que como ideas; un amigo verdadero, un buen matrimonio, una forma de gobierno perfecta, con algunas otras por el estilo, requieren tantos ingredientes, tan buenos en sus respectivas esencias, y tanta delicadeza al mezclarlos, que durante miles de años los hombres han desesperado de poder llevar sus planes a la perfección. Pero en la conversación es, o pudiera ser, de otro modo; porque aquí sólo tenemos que evitar una multitud de errores, lo cual, aunque es cosa de alguna dificultad, puede estar en el poder de todos, por falta de lo cual se reduce a mera idea, como lo demás. Por ello me parece que el camino más cierto para entender la conversación es conocer las faltas y errores a que está sujeta, y de ahí que cada cual se fije máximas, por medio de las cuales pueda ordenársela, porque requiere algunas aptitudes con que no han nacido la mayoría de los hombres, o que por lo menos no pueden adquirir sin gran genio o estudio. Porque la naturaleza le ha dejado a cada hombre la capacidad para ser agradable, aunque no de lucirse en compañía de otros hombres; y hay un centenar de hombres suficientemente calificados para ambas cosas, que, por culpa de poquísimas faltas, que pueden corregir en media hora, no son ni siquiera tolerables.

Me vi impelido a escribir mis pensamientos sobre este tema por mera indignación, pensando cómo placer tan útil e inocente, tan adecuado para cualquier período y condición de vida, y que está tan al alcance de todos los hombres, fuera tan descuidado y se abusara tanto de él.

Y en esta disertación será menester anotar tanto los errores que son evidentes como otros que rara vez se observan, porque hay pocos que sean tan evidentes, o reconocidos, como para que la mayoría de los hombres no pueda, en una u otra oportunidad, incurrir en ellos.

Por ejemplo: nada censura más comúnmente que el desatino de hablar demasiado; sin embargo, me es difícil recordar haber visto a cinco personas juntas sin que alguna de ellas no predominara en ese sentido, para gran constreñimiento y disgusto de los demás. Pero entre los que manejan multitudes de palabras, ninguno es comparable al conversador sereno y circunspecto, que marcha con sumo cuidado y atención, hace su prefacio, se extiende en varias digresiones, halla una sugestión que le recuerda otro cuento, que promete contar una vez acabado éste; vuelve regularmente a su tema, no puede recordar con prontitud el nombre de alguna persona y, agarrándose la cabeza, se queja de su memoria; mientras tanto todos los que lo escuchan, quedan en suspenso; al fin dice que no importa, y así prosigue. Y, para coronar el asunto, quizás hace pública una historia que los demás habían oído ya cincuenta veces; o, a lo más, alguna insípida aventura del narrador.

Otro defecto común en la conversación es la de quienes gustan hablar de sí mismos: algunos, sin pedir permiso, revisarán la historia de sus vidas; narrarán los anales de sus enfermedades, con los diversos síntomas y circunstancias que las rodearon; enumerarán los gravámenes e injusticias que han sufrido en la corte, en el parlamento, en el amor, o en la ley. Otros son más diestros, y con gran arte estarán alerta para enganchar su propio encomio: llamarán a un testigo que recuerde que ellos siempre predijeron lo que pasaría en este caso, pero que nadie quiso creerles; aconsejaron a ese hombre desde el principio, y le advirtieron las consecuencias a que se exponía, exactamente como ocurrió; pero él quiso salirse con la suya. Otros se envanecen de contar sus defectos; son los hombres más extraños del mundo; no pueden disimular; admiten que es una tontería; han perdido por eso una abundante cantidad de ventajas; pero, aunque les dierais el mundo, no podrían evitarlo; hay algo en su carácter que aborrece la falta de sinceridad y el constreñimiento; con muchos otros insufribles tópicos de la misma altura.

De tan enorme importancia es cada hombre para sí mismo, y tan dispuesto a pensar que también lo es para otros; sin que una vez se haga esta reflexión fácil y evidente, de que sus asuntos no pueden pesar en los otros hombres más de lo que pesan en él los de ellos; y él es bastante sensato como para ver que es muy poco.

Cuando se encuentran algunas personas, he observado a menudo que dos descubren, por casualidad, que se educaron juntas en el mismo colegio o universidad, después de lo cual los demás están condenados al silencio y a escuchar mientras esos dos se refrescan mutuamente la memoria con las picarescas travesuras y lances de ellos mismos y de sus camaradas.

Conozco a un gran oficial del ejército, que permanecerá sentado un rato guardando un silencio altanero e impaciente, lleno de ira y desprecio por los que están hablando; al fin, de repente, exige silencio, decide la cuestión de una manera breve y dogmática; luego vuelve a encerrarse en sí mismo y otorga la concesión de no hablar más, hasta que su humor vuelve a circular hacia el mismo punto.

Hay algunos defectos en la conversación a los cuales nadie está más expuesto que los hombres de ingenio, ni nunca más que cuando se juntan. Si han abierto la boca sin esforzarse por decir algo ingenioso, creen que todas esas palabras se han perdido: es un tormento para los oyentes, tanto como para ellos mismos, verlos pasar angustias por mostrar inventiva, y verlos en perpetuo constreñimiento, con tan poco éxito. Ellos deben hacer algo extraordinario, para conducirse como deben, y responder a su buena fama, porque si no sus fieles podrán sentirse desengañados y pensar que ellos son solamente como el resto de los mortales. He conocido a dos hombres de ingenio a quienes industriosamente se había reunido con el fin de divertir a sus acompañantes, ante los cuales hicieron un papel muy ridículo, proporcionando toda la diversión a sus expensas.

Conozco a un hombre de ingenio que nunca se siente cómodo si no le permiten imponerse y presidir: él no espera ni que lo informen ni que lo entretengan, y sólo quiere desplegar sus propias habilidades. Su ocupación es ser buen acompañante y no la buena conversación; y por ello prefiere frecuentar a quienes se contentan con escuchar y se declaran admiradores suyos. Y, en verdad, la peor conversación que recuerdo haber oído en mi vida era la del café de Will, donde los ingeniosos (como se los llamaba) solían reunirse antiguamente; es decir, cinco o seis hombres que habían escrito dramas, o por lo menos prólogos, o que habían participado en una miscelánea, iban allí y se entretenían unos a otros con sus frívolas composiciones, asumiendo un aire tal de importancia como si hubieran sido los esfuerzos más notables de la naturaleza humana, o como si el destino de los reinos dependiera de ellos; y acostumbraba seguirlos un humilde auditorio de jóvenes estudiantes de los colegios de abogados, o de las universidades, quienes, guardando la debida distancia, escuchaban a esos oráculos, y volvían a sus casas con gran desprecio por sus leyes y su  filosofía, las cabezas llenas de hojarascas que llevaba el nombre de urbanidad, crítica y belles lettres.

Por esos recursos, los poetas, durante muchos años, rebosaban pedantería. Pues la palabra, a mi entender, no se emplea con propiedad; porque la pedantería es imponer con demasiada frecuencia o inoportunamente nuestro conocimiento a la conversación común, y darle demasiado valor; definición según la cual los cortesanos o militares pueden ser tan culpables de pedantería como un filósofo o un teólogo; y el mismo vicio se presenta en las mujeres cuando son demasiado prolijas sobre el tema de sus enaguas, o sus abanicos, o sus porcelanas. Razón por la cual, aunque sea parte de la prudencia, así como de los buenos modales, incitar a los hombres a hablar de los temas en que están más versados, un hombre sensato difícilmente aceptaría, sin embargo, esa libertad; porque además de la imputación de pedantería, halla que eso nunca le sería de provecho.

La gran ciudad cuenta, por lo común, con algún actor, mimo o bufón, que es bien recibido en las buenas mesas; familiar y doméstico con personas de primera calidad, generalmente envían por él en todas las reuniones, para divertir a los concurrentes; contra lo cual no tengo objeción que hacer. Uno va allí como a un sainete o a una función de títeres; el único trabajo es reír con los demás, ya sea por inclinación o por cortesía, mientras este alegre acompañante hace su papel. Es un negocio que ha emprendido, y estamos por suponer que le pagan por su trabajo. Sólo me choca cuando en reuniones selectas y privadas, en que se invita a pasar una velada a hombres de talento y de saber, se admita que este bufón repase su círculo de trucos, impidiendo así el desarrollo de cualquier otra conversación, y confundiendo de esa manera tan vergonzosa los talentos de los hombres.

La burla es la parte más fina de la conversación; pero como es costumbre en nosotros falsear y adulterar todo lo que nos es demasiado querido, así hemos hecho con esto, convirtiéndolo todo en lo que comúnmente se conoce por retruque, o ser agudo; así ocurre cuando surge una moda costosa, que los que no están en condiciones de llegar a ella se contentan con alguna miserable imitación. Sucede ahora con la burla, que vilipendia a un hombre en la conversación, lo hace turbar y lo pone en ridículo, a veces para exponer los defectos de su persona o entendimiento; en todas esas ocasiones está obligado a no enojarse, para evitar la acusación de ser incapaz de recibir una broma. Es admirable observar cómo una persona diestra en este arte escoge un adversario débil, hace reír de lo que dice y sale delante de todos. Los franceses, de quienes tomamos el vocablo*, tienen una idea muy diferente del asunto, como la teníamos nosotros en la época más cortés de nuestros padres. Era burla decir algo que al principio pareciera reproche o reflexión; pero, por alguna vuelta de ingenio inesperada y sorprendente, acababa siempre en cumplido, y en provecho de la persona a quien estaba dirigida. Y por cierto que una de las mejores reglas para la conversación es no decir nunca nada que alguno de nuestros acompañantes pudiera razonablemente desear que no se hubiera dicho; ni hay cosa más contraria a los fines que persigue la gente al reunirse como separarse descontento de los otros o de uno mismo.

Hay dos defectos en la conversación que parecen ser muy diferentes y que, sin embargo, brotan de la misma raíz y son igualmente censurables; me refiero a la impaciencia por interrumpir a los demás y al disgusto de que nos interrumpan. Las dos finalidades principales de la conversación son entretener y ser útiles a quienes nos rodean, o recibir nosotros esos beneficios; todo aquel que tome esto en cuenta no puede caer fácilmente en ninguno de los dos errores que dijimos; porque cuando un hombre habla en compañía de otros, se supone que lo hace para bien de quienes lo escuchan, y no en el suyo propio; de manera que la discreción común nos enseñará a no forzar su atención, si no están dispuestos a prestarla; ni, por otra parte, a interrumpir a quien tiene la palabra, pues es el modo más grosero de dar preferencia a nuestro propio juicio.

Ciertas personas hay cuyos buenos modales no les permitirían interrumpir; pero, y ello es casi tan malo, descubrirán una abundante impaciencia y estarán alerta a que hayáis terminado, porque a ellos se les ha ocurrido algo que ansían comunicar. Mientras tanto, se hallan tan lejos de observar lo que pasa, que sus imaginaciones están volcadas por completo sobre lo que tienen reservado, por temor de que pueda deslizárseles de la memoria, y así limitan su inventiva, que de otra manera podría extenderse sobre cien cosas tan enteramente buenas, y que podrían introducirse con mucha mayor naturalidad.

Hay una especie de familiaridad chabacana que algunas gentes, practicándola entre sus amigos íntimos, han adoptado en su conversación común, y desearían que pasara como libertad o humor inocente, lo cual es experimento peligroso en nuestro nórdico clima, donde todo el poco decoro y cortesía que tenemos lo hemos forzado en nosotros, y estamos siempre tan propensos a caer en barbaridad. Esto, entre los romanos, era la burla de los esclavos, de la cual tenemos muchos ejemplos en Plauto. Parece haberse introducido entre nosotros con Cromwell, quien, prefiriendo a la canalla, hizo de ello una diversión de la corte, de la cual he oído muchos pormenores. Y, considerando que todas las cosas fueron patas arriba, era razonable y sensato; aunque formaba parte de la política de poner en descubierto, con el fin de ridiculizarla, una cuestión de honor que se iba al otro extremo, cuando la más pequeña palabra fuera de lugar terminaba en duelo.

Conozco algunos hombres excelentes para relatar cuentos, y que no carecen de abundante surtido, y que pueden sacar a relucir con oportunidad en cualquier ocasión; y, en atención a la lentitud con que actualmente se desarrolla la conversación entre nosotros, no es ese talento del todo despreciable; sin embargo, está expuesto a dos defectos ineludibles: la repetición frecuente y el pronto agotamiento; de manera que quien apreciare en sí este don, necesitará una buena memoria, y deberá cambiar con frecuencia de compañía para no descubrir la debilidad de su acopio; porque los así dotados rara vez tienen otros ingresos que los que les proporciona el surtido principal.

Los grandes oradores en público pocas veces resultan agradables en la conversación privada, ya sea natural su facultad, ya adquirida por la práctica, y a menudo aventurada. La elocución natural, aunque puede parecer paradoja, comúnmente surge de la esterilidad de inventiva y de palabras; por lo cual, los hombres que sólo tienen una provisión de nociones sobre cada materia y un conjunto de frases para expresarlas, nadan sobre la superficie y se ofrecen en cualquier oportunidad; de ahí que los hombres de mucho saber y que conocen el alcance de un idioma son generalmente los peores improvisadores, hasta que la mucha práctica los hace avezados y los anima, porque tantos asuntos, tal variedad de nociones y de palabras, los confunden de tal manera que no pueden escoger con presteza, y se sienten perplejos y enredados ante la magnitud de la elección; lo cual no es desventaja en la conversación privada, donde, por otra parte, el talento de la arenga, de todos, es el más insoportable.

Nada ha perjudicado más la conversación de los hombres que la fama de ingeniosos, para cuyo sostén nunca dejan de alentar a secuaces y admiradores que se enganchan para su servicio, en lo cual hallan méritos ambas partes, complaciendo a sus mutuas vanidades. Ello ha dado al primero tal aire de superioridad, y ha hecho tan pragmático al último, que a ninguno de los dos puede soportarse. No digo nada aquí de la sarna de discutir y contradecir, contar mentiras, ni de aquellos que se sienten perturbados por la enfermedad conocida como desvarío de los pensamientos, de tal manera que nunca están al corriente de la conversación; porque quien actúe bajo cualquiera de esas posesiones es tan inepto para la conversación como un demente del manicomio.

Creo haber repasado la mayoría de los errores de la conversación de que tenía noticia o recuerdo, salvo algunos que son meramente personales, y otros demasiado crasos que no necesitan refutación, como la charla lasciva o indecente; pero sólo pretendo discurrir sobre los errores de la conversación en general, y no sobre sus varios temas, lo cual sería infinito. Así vemos cómo la naturaleza humana está en su mayor parte rebajada por el abuso de esa facultad que mantiene la gran diferencia entre los hombres y las bestias; y qué poco provecho sacamos de lo que podría ser el mayor, el más duradero, y el más inocente, así como útil, placer de la vida. En cuyo defecto nos vemos forzados a resignarnos con los pobres pasatiempos de ataviarnos y hacer visitas, o con los más perniciosos del juego, la bebida y los amores viciosos, en que la nobleza y la burguesía de ambos sexos están enteramente corrompidos tanto de cuerpo como de pensamiento, y por los cuales han perdido todas las nociones del amor, el honor, la amistad, la generosidad;  de todo lo cual, llamándolo perifollos, se han estado riendo mucho tiempo fuera de sus hogares.

Este degenerar de la conversación, con sus perniciosas consecuencias sobre nuestros humores e inclinaciones, se ha debido, entre otras causas, a la costumbre surgida hace algún tiempo de excluir a las mujeres de toda participación en nuestra sociedad, fuera de ir al teatro o a los bailes y de dejarse cortejar. Para mí el más alto período de urbanidad en Inglaterra (y es de la misma fecha en Francia) ha sido el de la parte pacífica del reinado de Carlos I; pues por lo que leemos de aquellos tiempos, así como por los relatos con que antiguamente me encontrara, provenientes de hombres que vivieron en esa corte, los métodos que entonces empleaban para elevar y cultivar la conversación eran del todo diferentes a los nuestros. Varias damas que vemos celebradas por los poetas de entonces hacían reuniones en sus casas, reuniones en que las personas de mejor entendimiento y de ambos sexos se encontraban para pasar las veladas discutiendo sobre los temas agradables que pudieran presentarse; y aunque nosotros nos inclinamos a ridiculizar las sublimes nociones platónicas que ellos tenían, o que personificaban en el amor y en la amistad, yo pienso que sus refinamientos se fundaban en la razón, y que un granito de romance no es mal ingrediente para preservar y exaltar la dignidad de la naturaleza humana, que de no tenerla está propensa a degenerar en todo lo sórdido, vicioso y bajo que existe. Si no sirviera para otra cosa la conversación de las damas, bástenos saber que pondría freno a esos odiosos tópicos de impudicia e indecencias en los cuales la crudeza de nuestro genio nórdico está tan dispuesta a caer. Y por ello puede observarse en esos despiertos caballeros del pueblo, tan diestros para entretener a una máscara con antifaz en el parque o en el teatro, que en compañía de damas de virtud y de honor permanecen silenciosos y desconcertados, fuera de su elemento.

Hay algunos que creen comportarse debidamente y entretienen a sus acompañantes con el relato de hechos sin importancia, que no difieren en absoluto de los incidentes comunes de todos los días; esto lo he observado con mayor frecuencia entre los escoceses que en cualquier otro pueblo, pues se cuidan mucho de no omitir las más minuciosas circunstancias de tiempo o de lugar; género de conversación que sería difícil de tolerar si no lo aliviaran un poco la rusticidad de las expresiones y de las frases; así como el acento y los gestos peculiares de esa región. No es defecto en una reunión hablar demasiado; pero prolongar mucho la conversación sí lo es; porque si la mayoría de los que se reúnen fueran naturalmente silenciosos o cautos, la conversación flaquearía, a menos que uno de ellos la renovara con frecuencia, para empezar nuevos temas, siempre que no se demorare en ellos y diera lugar a respuestas y a réplicas.

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*Haillery en el original inglés.


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