Perspectivas

Súbitas flores para la incertidumbre: sobre “Las paces”, de Rafael Cadenas

17/12/2022

El casi sorpresivo premio Cervantes a Rafael Cadenas, después de alegrarnos, ha pasado a darnos un poco qué pensar. Más allá de los fáciles panegíricos y las descalificaciones o exaltaciones hiperbólicas a las que somos tan dados, lo que parece haber ocurrido no es un fenómeno de simple provincianismo cultural ni producto de ese complejo de inferioridad de las periferias ante los grandes centros metropolitanos, como lo señala cierta crítica literaria.

En las condiciones de fragilidad y vulnerabilidad de nuestro actual momento, de pronto se nos revela, y tan nítidamente como pocas veces, con este evento súbito, una posibilidad histórica y moral de concebirnos y de mirarnos a nosotros mismos, como una muy particular anagnórisis. Todo ello atisbado en lo que sugiere y simboliza una obra poética que es puesta, de pronto, bajo el foco de atención del mundo hispanohablante. Es como una enérgica actualización ritual, la «presentificación» de lo que solo era, hasta entonces, una simple y latente alegoría verbal que ahora se visibiliza de un modo desacostumbrado y se incorpora en nosotros para hacerse más real.

No es casual que eso haya ocurrido, precisamente, con el trabajo poético de Cadenas, que tan magníficamente recoge esta hermosa edición ecuatoriana [Rafael Cadenas, Las paces. Antología poética (1958-2016), Otavalo (Ecuador), El Ángel Editor-El Taller Blanco Ediciones, 2021. Prólogo: Arturo Gutiérrez Plaza; Epílogo: Néstor Mendoza]. Esta repercusión tan especial y cargada de afectividad, tiene mucho que ver, sin negar el valor propio de la obra, con las peculiaridades de nuestra tradición poética en la cual se inscribe y que tan bien representa. Una tradición, mirada desde una cierta perspectiva, condicionada por una doble instancia. Por una parte, inicialmente escasa, inestable o problemática, que alcanza sus mejores cotas tardíamente; y, por otra, y al mismo tiempo, atravesada por una fuerte temática del desamparo hasta nuestros días, con sus paradójicas tensiones de recuperación y renovación, de transmisión y transformación. Se trata de una obra peculiar dentro de una tradición también muy peculiar, que mutuamente se reflejan.

Una breve digresión sobre el asunto nos obligaría, si leemos dicha tradición desde puntos de vista menos habituales, a pensar cómo, desde Andrés Bello, esta se enfrenta a sus primeras exigencias y privaciones, a ciertas insuficiencias y ausencias persistentes.

«La literatura creativa venezolana nace a la sombra de la Silva», dice Juan Liscano en 1973. Con Bello, nuestra tradición poética intenta fundarse desde la novedad de un mundo insuficiente o desde una incierta novedad que quiere inventariarse con eficacia, pero, al mismo tiempo, marcada por cierta imposibilidad. Todo lo cual lo obliga a reescribir incesantemente su gran poema «América», como si, detrás de las cultas y elegantes enumeraciones de un catálogo doblemente novedoso, se ocultara una inquietante introspección, tal como se revela en sus cuantiosos y proliferantes borradores. El inventario nominativo de otra naturaleza y de una nueva realidad (también política), con los cuales intenta componer ese proyecto, que también llamó «El campo americano» o sencillamente las «Silvas americanas», tiene, para Bello, el sentido de una necesidad de afirmación reiterativa, casi infructuosa y letánica de una pertenencia agónica y difícil.

El poema «América», que nace, no lo olvidemos, de la experiencia profunda de la condición del exiliado, pervive en sus borradores y en los «fragmentos» publicados, como un esbozo de un proyecto nunca concluido: nacido bajo los ánimos de la utopía de una nueva América, este poema homónimo fue también el esbozo de una posibilidad y de un puro deseo de escritura. Y los restos o el saldo de esta incesante reescritura de la incertidumbre, constituyen la base en que se fundamentó y creció la poesía venezolana.

Esa misma línea de una condición incierta la podemos seguir encontrando, sin mucha dificultad, en los grandes hitos de nuestra poesía, una poesía que no casualmente dedica tantas elegías a la casa ausente o precaria, o al padre o a la madre perdida, aun después de alcanzar tardíamente, a mediados del siglo XX, cierta estabilidad estructural.

Siempre desde una inicial insuficiencia estructural, o desde la persistente temática de una dolorosa ausencia fundamental, como ocurre, luego, en «Adiós a la Patria», de Baralt («¡Todos yacen perdidos,/ que ausentes del hogar en tierra extraña!»); en «El canto fúnebre», de Maitín («Sin objeto, sin plan y sin camino,/ alrededor de mi desierta casa,/ vago de senda en senda y sin destino»); de nuevo en «Vuelta a la patria», de Pérez Bonalde: «Madre aquí estoy: desde el destierro vengo/ a darte con el alma el mudo abrazo». O, en ese canto de nostalgia por el deseo incumplido de regresar a la tierra natal que es la Silva criolla, de Lazo Martí («¡…Procura, oh, Bardo sin ventura, que cese al fin tu dilatada ausencia!»), donde el «bardo amigo», alter ego del yo poético, dice uno de sus críticos, es una evocación tácita de Odiseo perdido otra vez en busca de su Ítaca.

El caso de José Antonio Ramos Sucre, solitario y suicida, erigido casi unánimemente en la aislada figura precursora de nuestra poesía moderna, es aún más significativo en este mismo sentido.

La fortuna de Ramos Sucre, dice Gustavo Guerrero, no es única, aunque sí resulta paradigmática dentro de una literatura insular, hasta la que llegan, por ráfagas, las más diversas influencias, pero que solo empieza a formar una verdadera tradición nacional moderna ya entrado el siglo XX.

Y esto sin mencionar las nuevas modulaciones temáticas de la incertidumbre en Mi padre el inmigrante, de Vicente Gerbasi, o de las Elegías, de Palomares, o más recientemente, en las apelaciones líricas por un lugar extrañado o perdido, que reaparece en muchos momentos de la poesía de Alejandro Oliveros, Luis Alberto Crespo, Armando Rojas Guardia, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Harry Almela, Jacqueline Goldberg o en la última antología de Arturo Gutiérrez Plaza precisamente titulada: El cangrejo ermitaño. Y, esto, solo por nombrar algunos.

Esta reiteración da pie a uno de los ensayos más sugerentes que he leído, de Gustavo Guerrero, titulado significativamente «La flor y el abismo: tradición de la poesía venezolana», con el cual coincidimos plenamente. Aquella insuficiencia inicial y esta fijación nuestra, expresada en la metáfora recurrente de la orfandad o de una especie de intemperie y desarraigo, ha sido, nos dice Guerrero, a la vez una desventaja, pero también una gran oportunidad. Esto último, porque «las nuevas generaciones gozan de una amplia libertad y no se ven obligadas a expresar una suerte de Geist», que resultaría, en ese caso, limitativo y negativamente constreñidor. Pero, al lado de esto, también, esas mismas generaciones «tienen que hacer obra en la desherencia». Otro de nuestros grandes poetas se refiere al mismo tema. Dice Montejo en uno de los poemas («Poeta expósito») de Trópico absoluto: «Poeta expósito, errando a la intemperie,/ mi único padre es el deseo/ y mi madre la angustia del huérfano en la tierra».

Los versos de Memorial, que, justamente, se han hecho tan célebres, expresan el estado de esta tradición, como dijimos, con entera plenitud: «Florecemos en un abismo». «No es casual ‒agrega Guerrero‒ que aparezca en las páginas de uno de nuestros autores más representativos, de un poeta que ha hecho justamente de la marginalidad y el despojamiento la materia de su ética y su estética».

Esta doble situación de una insuficiencia inaugural y una más duradera obsesión temática respecto a cierta incertidumbre de sí misma de nuestra tradición poética, no digo que sea exclusiva de la poesía venezolana. Quizás sea, por el contrario, en lo que respecta a sus temas, uno de los tópicos fundamentales de otras tradiciones y, en general, de toda la poesía moderna occidental. Pero en la poesía venezolana tiene un particular y sostenido modo de expresarse, una riqueza significativa que la convierte, no en un defecto, sino en una peculiaridad muy nuestra. Javier Lasarte, en una antología de poesía venezolana que reúne textos de entre los años 1967 a 1990, tituló muy elocuentemente su excelente estudio introductorio para caracterizar este período como: «Los reinos de la pérdida».

En realidad, y a pesar de la persistencia de esta veta profunda de la orfandad y la intemperie en nuestra tradición, el siglo XX venezolano se cierra, como sugerimos, con la obra cumplida de una generación brillante como fue la llamada generación del 58, junto a otras figuras más recientes que han continuado construyendo una obra igualmente valiosa. El mismo Montejo lo afirmaba en el balance que intenta en su ensayo «Valija de fin de siglo…»:

No creo, nunca he creído, que nuestro Parnaso fuese excelso: pero pienso que, dentro de la tentativa de habitar plenamente en el siglo, nuestra poesía, con sus logros y caídas, puede decirse que ha cumplido con su palabra, una palabra que acompaña siempre la forma de nuestra afectividad y la redefine.

Pero no hay, quizás, una obra que encarne con tanta propiedad y tan plenamente, en primer lugar, el esfuerzo por fundar un legado más sólido y genuino, y, luego, esta vocación de resistencia y de lucha moral y estética, por sostenerse en este desamparo, como, quizás, la de Rafael Cadenas, que llega incluso a tematizarla ampliamente y a convertirla en metáfora central en todo el recorrido de la misma. Esa peculiar «afectividad» nuestra, como en el resto de sus compañeros de generación, esa rememoración de un desamparo, de una caída o de una sostenida lucha contra nosotros mismos, alcanza plena expresión en ella y se vuelve allí un lugar claro, palabra iluminada, energía moral, legado sólido y horizonte firme para las nuevas generaciones.

La enorme tensión entre ética y estética, entre vida y arte, es, quizás, lo que ha terminado por ubicarla en el centro mismo de la atención de muchos, en un momento particular y excepcionalmente difícil para el país. Hay en ella una recia voluntad de hacer conciencia y rehacerse frente a los esenciales problemas que nos son inherentes como venezolanos. Y de la vulnerabilidad que vuelve a acecharnos, tal como nos lo revelan los últimos y decepcionantes acontecimientos históricos: la amenaza de nuevas guerras globales, las pandemias, los nuevos totalitarismos, el deterioro de las democracias.

Es una tensión que le da a esta poesía una dinámica múltiple y variada, de una experiencia genuina del mundo y de la vida. La mueve una urgente necesidad de examinarse a sí misma, de buscar el verdadero rostro del sujeto moderno, de la crítica al exceso egotista y a la ominosa voluntad de poder. Poesía que reúne angustia y gratitud a un mismo tiempo, rectitud y desengaño, fragilidad y fascinación, resistencia y voluntad de lucidez: es decir, un «otro temple», como lo llama María Fernanda Palacios, con un verso del propio Cadenas: «Sin embargo, concluido el viaje,/ sentimos que en nosotros/ ‒ya no rehenes de la esperanza‒/ había nacido/ otro temple».

Este otro temple, como conquista pura de la vida, es el resultado del largo proceso de una obra de más de sesenta años de labor constante. De la insistencia en una escritura ante la cual se inclina con el fervor de un amante, pero, al mismo tiempo, desde la inseguridad y la incertidumbre, desde la entereza y el ánimo de lucha como las evidencias humanas más básicas y más irrenunciables.

Desde Una isla hasta sus últimos libros, se comienza a labrar, en un lento y áspero proceso de sustracciones y despojamientos, un laborioso «inestilo», como lo llama él mismo, forjado, según María Fernanda Palacios, en «una manera más nítida, más elocuente, de poner a raya las claves dogmáticas con que los predicadores y vendedores de ilusiones reducen y absolutizan a menudo los surcos que abren las palabras de Cadenas».

Una isla es, así, un poco como el improbable, inacabado y, a la vez, irrenunciable poema de Bello («El campo americano»), un libro no exento de las mutaciones y transformaciones que marcan toda su obra posterior y, en cuyo destino, se reflejan y anticipan las variaciones del trayecto poético mismo de este autor. Constituye un libro consecutivamente «tachado», marcado por una provisionalidad significativa que, a cada cierto tiempo, y en cada nueva reaparición antológica, en su incesante postergación, resurge retrospectivamente como un libro nuevo, el libro desconocido de Cadenas cuya relativa novedad revelaría, paradójicamente, los antecedentes y los gérmenes más esenciales de su poesía.

Una isla es, por tanto, un libro único y extraordinario que se rehace y cuyo tema es la invocación y evocación de un reino perdido, un libro genésico. Un libro proteico y abierto: el primero y, al mismo tiempo, también quizás el último, no siempre igual. Libro que establece un «comienzo» y un «origen» marcados por la provisionalidad: «Isla, mi respiración, el que desheredaste para que se sostuviera con su memoria, te invoca».

Pero, como veremos, la indecisión o la naturaleza inconclusa del mismo como obra no clausurada ‒que lo mantiene siempre abierto en su posibilidad‒ puede estar estrechamente unida a los temas y motivos que lo originan. Además del tema de la condición del exilio como una condición ontológica de la existencia (pero, también, en un lugar de enunciación), el del mito de los orígenes, el del centro paradisíaco o el de un estado primordial perdido, el de «un país imposible», relacionados, a su vez, con los límites e, incluso, con la imposibilidad de la palabra para recuperarlos: «País mío, quisiera/ llevarte/ una flor sorprendente».

Podríamos atrevernos a decir que, en Una isla, en tanto lugar de un exilio y la primera experiencia de un destierro, está constituido por un impulso poético original que se fundamenta, no en la actitud mítica de la salida, a la manera de Rimbaud, sino, más bien, en el retorno, como forma específica del exilio hölderliniano, y marcado por el afán de reconstruir una unidad perdida, como ocurre en el caso del legendario poeta alemán.

En la mayor parte de este libro pareciera concebirse la escritura como objeto sustitutivo de la pérdida, como si hubiesen «esencias intemporales cuya representación puede facilitar el arte» (Blanchot). Pero no deja de sobreponerse una tensión entre el deseo nunca satisfecho de un «ahora» constante y la posibilidad de la escritura para colmar esa falta. Esta otra tensión es la que se pone en evidencia en el libro siguiente, operando nuevos modos y nuevas estrategias de escritura. Tensión que hace de la escritura ya no un «lugar» definitivo, sino un límite, una posibilidad siempre sujeta a nuevas exploraciones.

Largo poema en prosa constituido por 31 partes, Los cuadernos del destierro (1960) es el primer libro publicado de Rafael Cadenas. Es un libro en cuya prosa, de tono narrativo, se cruzan los rasgos genéricos de la crónica, el diario, el autorretrato lírico, la memoria personal, la confesión y la escritura autobiográfica parodiados y ficcionalizados por el libre impulso de una imaginación exaltada.

En cierta forma, se pudiera afirmar que constituye un intento de reescritura de algunos temas y motivos de Una isla (una especie de palimpsesto reasumido), junto con la aparición de otros tópicos nuevos, si no fuera por la presencia de una distinta actitud y una nueva modalización del sujeto poético y de la escritura misma. Esta vez, en efecto, uno de los cambios fundamentales va a consistir en el surgimiento de un nuevo posicionamiento ante la escritura exigida por una nueva experiencia de sí mismo y la urgente necesidad de nuevas formas expresivas: la aparición hipertrofiada de un yo como sujeto en crisis expuesto, a la vez, a través de una imperiosa «abreacción lírica», como objeto de revisión y transfiguración. Y a las formas extremas de un lenguaje en cuyos límites cuestiona sus propias posibilidades, oscilando entre la memoria y la imaginación, entre la evocación y la figuración onírica. Es un poema sin parangón en la literatura hispanoamericana, solo comparable, quizás, más que con Cuaderno de un retorno al país natal, de Aimé Cesaire, con el Altazor, de Huidobro, en tanto ambos son ‒aunque diferentes en intensidad vital, el tono enunciativo y la voluntad formal‒ un viaje vertiginoso en el lenguaje (protagonista esencial) a través de las derivaciones de un sujeto caído.

Con Falsas maniobras da otro hondo viraje. Y ya vemos que su trayecto avanza, no en línea recta, sino en una espiral cuyos círculos concéntricos, ninguno igual a otro, no repiten las formas, sino que las amplían mientras incorporan nuevos materiales y recursos, profundizando más en unos o elevando y simplificando otros. Falsas maniobras (1966) sería, en todo caso, y como ya se ha dicho, un libro bisagra entre dos etapas: la etapa de los libros mellizos Una isla y Los cuadernos, y lo que representarán Intemperie y Memorial más adelante.

Los juegos de la autoconciencia contrastan con la implacable severidad que anima al sujeto que habla en el nuevo poemario. Comienza, así, un ceñimiento verbal que luego se hará más radical, y una conciencia de la escritura más crítica, aguda y exigente. El irónico título, dice uno de sus críticos, «expresa la conciencia que el poeta ‒o su yo poético‒ tiene de la retórica, de la maquinaria y la maquinación literaria», es decir, de la literatura como experiencia y como institución literaria susceptible de revisión crítica. Este recelo de la palabra aparecerá más claramente en Intemperie y Memorial. Pero esta nueva etapa, en la que destacan nuevos rasgos y, fundamentalmente, un nuevo ethos de la escritura, va estar acompañada con el inicio de un proceso reflexivo manifestado en la publicación o la escritura de textos híbridos o de tono ensayístico.

Nos referimos a textos como Literatura y vida, «Juventud, historia y cambio», «Irreflexiones» o el más extenso de Realidad y literatura. En todos ellos se expresa, a través de un proceso exploratorio de rechazos y asentimientos, una reflexión propia que quiere disminuir el predominio de toda intención sistematizadora o reductiva más propias de la razón argumentativa y que nunca apunta a certezas concluyentes y cerradas. Hay una nueva necesidad de integridad y de autenticidad a la cual se ajustan esta ampliación y, simultáneamente, el nuevo ascetismo verbal: «Que cada palabra lleve lo que dice./ Que sea como el temblor que la sostiene…».

Se trata de allanar y desbrozar ese nuevo espacio de la escritura para ganar en lucidez y precisión y para que el habla del cuerpo, siempre reticente, fluya por fin. Las formas de su escritura se acercan a las maneras de una escritura inmediata. En razón de su búsqueda de escritura espontánea ‒cercana a los «day-to-day notations» del Williams Carlos William de Kora in Hell‒ la inclinación a la escritura fragmentaria (ya iniciada en Una isla) aquí se hará más evidente y se estabilizará en los próximos libros: escritura aforística de la instantaneidad cuyo objeto es siempre la búsqueda, como pulsiones repetitivas, de un presente intemporal.

Pero hay que agregar que la escritura fragmentaria, como casi todos los recursos de que echa mano, no responde a un capricho de Cadenas, sino que constituye su forma más connatural, que más se ajusta a los temas y a una experiencia tan singular del mundo y de las cosas. Constituye, además, la forma propia de las huellas dispersas de una memoria, resto recuperado de fortuitas epifanías del presente o expresiones de los fragmentos de un yo en pugna. La discontinuidad y el estilo fragmentario, al eludir una experiencia del mundo sobre estructurada, se abre a la espontaneidad, es decir, a estas formas de la memoria que surgen de la ruptura representativa de una continuidad temporal.

Con la aparición de Amante (1983) se inicia otro cambio importante, una tercera etapa quizás, en donde, este mismo libro, sirve, también, de enlace o puerta de acceso a la nueva fase que representan los próximos libros: Gestiones, Sobre abierto, y En torno a Bashó y otros asuntos. El lenguaje se hace más limpio y ceñido y el exiliado es ahora un «merodeador»: «Soy/ el que observa,/ registra,/ anota,/ (no tengo/ otra tarea)./ ¿Quién podría/ en estos tiempos,/ entre tantos escombros?// Me he puesto a tu servicio,/ ignoto merodeador». Esta depuración del lenguaje ya era anunciada en los conjuntos «Nupcias» y «Zonas», ambos del libro Memorial. Pero Amante es, probablemente, gracias a su brillo, su concisión y su conmovedora sencillez, uno de los libros estructural y orgánicamente más sólidos de la obra de Cadenas.

Sin embargo, es en los siguientes (Gestiones, Sobre abierto, En torno a Bashó y otros asuntos e, incluso, con Contestaciones), y tal como ocurrió en otras etapas, en donde se van a radicalizar los nuevos rasgos. La transparencia de las frases y el tono reflexivo que bien saben ubicarse en el triple umbral indefinible de meditación, prosa del habla cotidiana y revelación poética. Dice acertadamente sobre ello Luis Miguel Isava:

En este proceso, todo rastro de sensorialidad desaparece del poema, que se convierte a menudo, en una meditación, una reflexión de una extraña cualidad que se podría denominar como abstracción alegórica: un tipo de abstracción verbal que rehúye la conceptualidad explícita y se reviste de un cierto léxico que en realidad constituye un complejo de significaciones. («Los sesenta: seis poetas…», Nación y literatura).

Pero no parece que toda sensorialidad vaya a desaparecer del todo: en ellos, el cuerpo sigue hablando, pero se ha aplacado: su voz se ha contenido.

Es, finalmente, un recorrido que va de la exuberancia verbal y sensorial a la brevedad y el atisbo. De la expansiva (y maravillosa) efusividad verbal a una concentración unitiva de la palabra que tiembla como el inmenso cielo sobre la superficie de un menesteroso estanque. La dramática tensión ente ética y estética, no diré que haya cesado o desaparecido, sino que pareciera, ahora, equilibrarse y serenarse como, al cabo, se serenan las aguas más profundas.

Si la tradición es, como decía Eliot, el medio dinámico que sostiene a un autor y hace posible su lectura eficaz, también la obra viva que se inserta en ella, no solo la revivifica, sino que estimula el modo en que toda ella debe ser releída. Y así como las flores del mal de Baudelaire son absueltas por su propia belleza, esta recia y genuina asunción de orfandad e incertidumbre, terminan por hacer surgir las más puras flores en el abismo.

El legado que se incorpora a ella es una obra donde vida y poesía se corresponden. Nada más conmovedor y alentador que la honestidad cumplida, en una época de tanto declive moral. Nada más alentador que la posibilidad de conocer que esta correspondencia es posible. Legado que, para todos nosotros, necesitados como nunca de un lugar verdadero, de una Heitmat menos dura y rasgada, aparece como una solidez nueva, una tierra ganada a las sequedades. Un recio sostenerse, que es una herencia en la que nos reconocemos ahora, menos desabrigados.

Por eso, leer los poemas de esta antología es hacer una experiencia de reconocimiento propio. Es sentir que también en nosotros se cumplen las mismas batallas y conquistas, que también nosotros ganamos un poco de tierra a las sequedades, y que un país verdadero sigue siendo posible. Y en medio del actual desvalimiento, nos entregamos «una flor sorprendente».


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