Testimonio

Soy enfermera y por esto salgo a protestar

Fotografía de Alfredo Lasry

04/07/2018

Tengo 36 años, 15 de ellos como enfermera de Emergencias en el Hospital de Niños J.M. de los Ríos. Ser enfermera fue un sueño de niña. Jugaba a poner inyecciones a las muñecas o a escuchar el corazón de los niños. Cuando me gradué de bachiller tenía dos carreras que me gustaban: Comunicación Social y Enfermería. Mis padres, aunque se esforzaban, no podían pagarme la carrera de periodista en una universidad privada, así que decidí ser enfermera.

Estudié cuatro años de TSU en el Colegio Universitario de Enfermería que está en San Martín, que es público, y luego año y medio para la licenciatura en la extensión de la Universidad Rómulo Gallegos del estado Vargas. No fueron años fáciles. Justo cuando comencé, se cayó el viaducto de la autopista Caracas-La Guaira y todos los días tenía que hacer una travesía desde mi casa en Agua Salud hasta la universidad por una trocha. Me gradué justamente cuando habilitaron el puente otra vez. Cuando ya no lo necesitaba.

Cuando estudias Enfermería haces pasantías antes de comenzar a trabajar. Yo las hice en el hospital Vargas y el psiquiátrico de Los Chorros, entre otros centros. Apenas terminé los estudios, en el año 2003, empecé en el J.M. de los Ríos en el turno nocturno. Ahí había de todo. Era el hospital con más recursos de los que conocía. Éramos relativamente bien remunerados. En aquel entonces pagaban bonos y el dinero rendía. Recuerdo que salía los fines de semana con mis amigas y ayudaba a mantener a mis padres junto a una de mis hermanas.

En esa época, Enfermería era una profesión buscada. Pagaba muy bien. Como trabajamos por turnos, se podía laborar en varios sitios y ganar un buen salario. En 2005 me casé. Mi esposo trabajaba en el Servicio Panamericano de Protección. Hacíamos mercado con nuestros tickets de alimentación y nos sobraba dinero. Todos los fines de semana salíamos a comer en la calle.

Tres años después, en 2008, tuve a Cristian, mi primer hijo. Le pudimos comprar absolutamente todo. Era alérgico a una marca de pañales, pero encontrábamos otra. Le dábamos leche, fórmulas, tenía coche. Tuvo todo nuevo. No le faltó nada. En 2012 llegó el segundo, Moisés. Ya escaseaban algunas cosas, no era tan sencillo como la primera vez. Pero con esfuerzo conseguimos lo necesario y también tuvo la posibilidad de tener fórmula y pañales. Todo.

En mayo de 2017 nació Ezequiel. Mi tercer hijo. Ya era imposible darle lo básico. Mi hijo toma leche del CLAP porque no le puedo comprar otra. Usa pañales desechables solo cuando va al pediatra o es estrictamente necesario. Para el día a día le pongo pañales de tela, que lavo a mano y cuelgo en mi balcón para secarlos antes de reusarlos. No podemos comprarle cosas nuevas. Su papá y yo seguimos casados, vivimos juntos, pero ya no somos pareja. Ezequiel vino “coleadito” y no lo esperábamos. Yo me volví “un ocho” cuando llegó. Le doy gracias a Dios que no fue ahorita, que no hay fórmulas. Las que hay cuestan 6 millones y duran dos o tres días. No las podría pagar.

Cuando nació, le hicieron el perfil neonatal por el talón y todos los valores salieron bien. Un mes y medio después, a Ezequiel le diagnosticaron una cardiopatía. Una comunicación interventricular y una persistencia del conducto arterioso. Son dos ductos que están abiertos y comunican los ventrículos izquierdo y derecho en el corazón. Eso debe cerrarse después de nacer. En su caso no pasó. Para corregirlo, debían hacerle una cirugía o un cateterismo.

A los cuatro meses, la pediatra notó que el bebé bajaba la cabecita. No era normal. Revisé los resultados del perfil neonatal y estaban bien, pero recordé que le habían hecho otro examen sanguíneo en un centro privado. Yo no había buscado los resultados porque ya tenía bien los del talón.

Los busqué y estaban alterados. Me alarmé. Mi hijo tenía hipotiroidismo. No sabemos por qué el otro examen salió bien, pero suponemos que los reactivos del hospital estaban vencidos. El hipotiroidismo es una condición que puede causar retardo mental y problemas de crecimiento si no se trata a tiempo. Mientras más tarden en diagnosticarlo, mayor es el riesgo.

Ezequiel debe tomar Euthyrox diariamente desde los cuatro meses. Una parte del tratamiento la pedí por el Ministerio de Salud, que ya me lo ha dado dos veces. Amigas que han estado en Colombia me han mandado pastillas. Aquí en Venezuela no se consigue, es súper costoso cuando encuentras personas que lo venden. Lo trataba con un endocrino en una clínica, pero las consultas subieron de precio y lo empecé a llevar al J.M. de los Ríos. Cada tres meses debo hacerle un perfil tiroideo. El precio aumenta todo el tiempo. En el Hospital de Niños lo hacían, pero ya no. Se lo hago en centros privados. El último me costó 17 millones. Los pagué con la tarjeta de crédito, su papá me dio la mitad.

El 14 de febrero de este año me dieron la noticia de que uno de los ductos en su corazón se cerró. El médico lo consideró un milagro, porque eso no ocurre por sí solo después de los siete meses de vida. Le quitaron el tratamiento, ahora solo necesita controles anuales.

El problema ahora es la terapia. Mi hijo está hipotónico. Sus músculos son débiles y necesita terapia para endurecerlos. Tiene 13 meses, ya debería pararse solo y dar sus primeros pasos. No puede. Necesita fisioterapia. Antes lo llevaba todos los días a un centro público en San Bernardino, pero su terapista se fue del país. Los que quedan son pocos y es un rollo atenderlo. Tiene tres meses sin recibir la terapia. Hay que hacerla para que pueda empezar a caminar.

Como tengo 15 años en el hospital, soy una de las enfermeras que gana más. Mi sueldo es de 5 millones de bolívares, incluyendo los cestatickets. La primera quincena de junio cobré 1 millón 400.000 bolívares. El último me sube un poquito más porque me pagan un bono por tener dos niños pequeños. ¿Qué hago yo con 1 millón 400? Ni para un jugo, que cuesta 1 millón 900. Tengo compañeras que cobran 400, 500, 600 mil bolívares en una quincena.

Yo no me he muerto de hambre, o mis hijos no se han muerto de hambre, por mi papá. Él tenía un microbús, que tuvo que vender en 2015 porque no podía comprarle cauchos ni repuestos. Con ese dinero montó un abasto que queda en la planta baja de mi casa. Compra su mercancía y nos da un poco de charcutería, de carne o pollo. Comemos gracias a él. A nosotros también nos ayuda mucho la caja del CLAP, que entregan en la comunidad. Cuestión con la que no estoy de acuerdo, porque yo crecí en una Venezuela donde podía comprar lo que quisiera y la marca que quisiera, pero actualmente eso es lo que nos está ayudando.

En vez de ir mejorando, como que vamos para atrás. En lugar de seguir ayudando a mis papás, son ellos los que me mantienen.

La vida como enfermera

Hace tiempo que no hago cosas para mí. Antes iba al gimnasio o salía con mis amigas. Ya no puedo hacer nada de eso. Tengo un absceso en la boca y una muela partida, pero no me puedo pagar el odontólogo. A veces me dicen que para poder cuidar a mis hijos primero tengo que cuidarme yo. ¿Cómo hago? O compro pañales o voy al dentista.

Los zapatos de enfermería cuestan 32 millones. Los míos no están muy buenos. Después de tener a mi primer hijo, los pies se me hincharon mucho y compré un par de zapatos plásticos en la calle a un buhonero. Esos son los que utilizo desde hace diez años. Para mantener mi uniforme, hago magia. Muchas veces uso lavaplatos para lavarlo, no me alcanza para pagar un jabón de ropa.

Soy alérgica a los analgésicos. Una vez, en la guardia, un compañero me asustó mientras preparaba una jeringa con ketoprofeno. Di un respingo y me cayó una gota en el ojo. Traté de no prestarle atención y seguí trabajando. Mi ojo se hinchó, se me cerró la glotis. Tuvieron que trasladarme de emergencia a la clínica Arboleda y me dieron reposo. Eso fue hace más de 8 años, cuando teníamos seguro HCM. Desde 2010 no tenemos. A mí me pasa algo ahí y no sé qué voy a hacer.

Mi turno es de 7:00 pm hasta las 7:00 am, con descanso a las 2:30 am. Trabajo tres días a la semana. En un día que tengo guardia, me paro a las 7:00 de la mañana para servir el desayuno, visto a los niños y me voy en metro a Bellas Artes y agarró un autobús para llevar a mi hijo del medio al colegio en San Bernardino. El papá lleva al mayor a su colegio. Regreso en bus y metro a casa. Cuido al bebé. Al mediodía otra vez agarro metro y autobús al colegio de Moisés, lo busco y regresamos. A las 2:00 pm me llega el otro –lo trae el papá–, comemos. En la tarde hacemos tareas y cuido al bebé. A las 5:00 pm ya tengo que empezar a arreglarme porque a las 6:00 pm en punto debo estar saliendo.

Después de un año de reposo pre y postnatal, no sabía que en la noche los autobuses no funcionaban. La primera noche estuve hasta las 7:30 pm en la avenida Sucre esperando camioneta. Me tuve que ir en metro, tarde y caminando. Ahora me voy directamente en metro hasta Bellas Artes y de ahí camino al J.M. Como estoy en horario de lactancia materna pudiera entrar a las 8:30 de la noche, pero igual me voy temprano porque me da miedo caminar de noche sola. San Bernardino es peligroso.

Llego al hospital y descanso la primera hora. Cuando me integro, ayudo a las compañeras con los pacientes que recibieron y administro tratamientos, que comienzan a las 10:00 de la noche. A la 1:30 am me voy a descansar. Ya no me toca trabajar pero debo seguir en el hospital por cualquier emergencia. Yo no lo hago porque tengo un niño pequeño, pero algunas de mis compañeras se redoblan y trabajan corrido hasta el final del turno, las 7:00 am. No hay personal. La mañana siguiente me paro a las 6:00 am, me visto y llego a casa a buscar al niño, para irme de nuevo en metro y bus hasta su colegio en San Bernardino. Regreso a casa a cuidar al bebé. Así es mi rutina. No descanso en el día. Tampoco en los que no trabajo.

Siempre que decaigo, mis hijos son los que me levantan. Hay que atenderlos, hacerles la comida, no los puedo dejar solos. No me queda más que guerrear con ellos y por ellos. Sobre todo Ezequiel, el más pequeño. Yo siempre pienso que si me pasa algo, con sus enfermedades, ¿qué va a hacer él?

–Mamá, quiero comerme un cereal.

–No puedo hijo.

–Mamá, quiero un jugo.

–No hijo, no puedo.

Así son muchas de las conversaciones que tenemos todos los días mis hijos y yo. Estoy cansada de decirles que no a todo, hasta por lo más sencillo.

He participado en tres de las cinco protestas que han hecho mis compañeras en el Hospital de Niños. Las mismas que han hecho en otros 18 hospitales de Caracas y en otros 20 estados del país. En una de ellas protesté con mi hijo en brazos, porque tenía una tos y no se lo quería dejar así a mi mamá, pero tampoco quería dejar de protestar.

Yo protesto porque quiero un sueldo digno. No un CLAP. Al hospital nos llegó la caja de comida por primera vez por la manifestación y ni siquiera sabemos si hay que pagarlo o lo descontarán en nómina.

Yo protesto por un sueldo con el que no tenga que abstenerme de darle cosas a mis hijos. No quiero seguir diciéndoles que no. Ellos no entienden. Lloran. Yo les explico que no me alcanza. Les explico y les explico. Pero son niños.


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