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El recuerdo de los hechos aislados suele ser improductivo. Tales hechos deben relacionarse con la época de la que forman parte, y tal vez después sirvan como testimonio de conductas susceptibles de memoria. Partiendo de esta advertencia, hay sucesos que se deben evocar porque pueden funcionar, desde su aparente pequeñez, como vínculos con una manera de entender los negocios públicos alrededor de la cual abundan los anhelos y los tropiezos de la posteridad. De allí la intención de referir la reacción del presidente Carlos Soublette ante una vicisitud poco conocida: la asonada de 10 de marzo de 1845.
La sociedad está entonces sensiblemente dividida por la lucha de dos banderías que no ahorran esfuerzos en la demostración de su recíproca hostilidad. La unanimidad de los fundadores de la república se ha hecho trizas por diferencias en el manejo de la economía, debido a las cuales aparece una organización capaz de penetrar en los sectores populares y de ofrecer argumentos que procuran cambios severos en la administración pública: el Partido Liberal, fundado en 1840. Con un órgano de prensa especialmente pensado para lograr el favor de las multitudes, El Venezolano, y con activistas que no descansan en la divulgación de sus mensajes, se logra la hazaña de disminuir la influencia del hombre fuerte de la época, José Antonio Páez, y de mostrar a sus partidarios como figuras de una oligarquía nefasta.
En 1845 las luchas se vuelven enconadas debido a que los liberales se hacen de seguidores en todo el país, hasta el extremo de llegar a la meta, impensable en la víspera, de controlar concejos municipales de importancia, entre ellos el de Caracas. A través de procedimientos judiciales, los seguidores de Páez impiden que sus rivales se posesionen de muchos de los cuerpos deliberantes que antes manejaban ellos a sus anchas, para que el abismo de las diferencias se vuelva más profundo. En medio de campañas de prensa que se vuelven cada vez escandalosas, sobra el pasto para los rumores y comienza una escalada de vicisitudes que terminan con los liberales y los godos cogidos de las greñas. En el centro de la enrarecida atmósfera gobierna el general Carlos Soublette, prócer de la Independencia, antiguo colaborador de Bolívar y ahora íntimo del hombre fuerte. Por eso las miradas se vuelcan hacia su despacho cuando sucede una algarada que puede provocar la multiplicación de la violencia.
En Calabozo se lleva a cabo un juicio por conspiración, sobre cuyos resultados circula un rumor que inflama los ánimos. Se asegura que el juez de la causa, un magistrado de tendencia oficialista, ha ordenado la prisión de Antonio Leocadio Guzmán por complicidad con los conspiradores. Es una mentira sin paliativos, una invención redonda, pero se vende como traducción fiel de los hechos para que comience un movimiento masivo. Guzmán es el fundador del Partido Liberal y su líder más relevante, títulos capaces de originar una actitud tumultuaria. Un grupo de liberales, quizá dos centenares de ellos, se echa a las calles de la capital y comienza a insultar a la autoridad. Recorre los sitios céntricos clamando venganza por el atropello y lanzando insultos contra Páez. Cuando el gobernador Ustáriz es informado de los acontecimientos se dirige a la oficina del general Soublette, para solicitar su consejo. El historiador González Guinán relata así el episodio:
El Gobernador, al darse cuenta del tumulto, se dirigió a la casa de gobierno, lo impuso del suceso y le pregunto, General, ¿qué debemos hacer en estas circunstancias? Y el Presidente le contestó: Eso mismo te pregunto, Mariano; tu eres el Gobernador y yo no soy sino el Presidente de la República.
El tumulto, que algunos consideran como una peligrosa asonada, termina frente al domicilio del jefe del Estado, quien oye los gritos sin inmutarse hasta cuando los manifestantes se retiran en medio de vociferaciones. El Juez de Primera Instancia, después de que se ha capturado a los cabecillas de la manifestación, resuelve llamarlo a declarar. Veamos la repuesta del presidente:
Penoso me es que estando en el ejercicio del Poder Ejecutivo se me llame como testigo a declarar en una causa criminal; mucho más no siendo, como en mi concepto no es, necesario mi dicho para la averiguación de un hecho público y notorio. Alguna duda tengo de que sea arreglado este proceder; pero como no hay declaratoria en el particular y deseo mostrar mi respeto al Tribunal, procedo a cumplir su disposición.
Estaba en la casa de mi habitación la noche del 10 de marzo último cuando, a poco más de las nueve, oí gritos tumultuarios no muy distantes, que continuaron por diversas partes, ya más lejos, ya más cerca, hasta que a eso de las diez de la misma noche llegó una partida de gente al frente de mi casa, y en el corto momento que permaneció allí dio varios gritos, de los cuales solo recuerdo dos, a saber: ¡Muera la tiranía!, ¡Vivan los libertadores de Venezuela!, y luego siguió en dirección al Sur. Ignoro que los hombres que formaban esta partida estuvieran armados.
El Partido Liberal se apresura a criticar a los agitadores, de cuyas acciones se desvincula, y prefiere no hacer mayores comentarios en su periódico. Solo critica la apatía del gobernador Ustáriz frente al tumulto, sin opinar sobre la conducta del primer mandatario. Tampoco la prensa del gobierno hace comentarios sobre la reacción del presidente, pese a lo que importa como evidencia de equilibrio cívico en unas horas tan desapacibles.
Debido a esas omisiones ha convenido ahora la reconstrucción de la vicisitud. En una situación cercana a la guerra civil, ¿no presenta a una figura del poder como encarnación del respeto a la opinión pública y a los jueces?, ¿no muestra a uno de los fundadores de la nacionalidad como paradigma de una moderación ejemplar?, ¿no permite que reflexionemos, desde la evocación de un gesto minúsculo a primera vista, para que un caso poco conocido se mida y celebre con la vara republicana que la posteridad echa en falta?
Elías Pino Iturrieta
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