Sobre Tiempos feroces y otras consideraciones

27/08/2021

Imagen de la portada del libro Tiempos Feroces, editado por Kalathos ediciones

 

A propósito del último libro de Leonardo Padrón, Tiempos feroces, Enrique Moya echa un vistazo crítico a la crónica como elemento fundamental del periodismo, la historia y la literatura. También reflexiona sobre el rol del escritor como articulador del relato de una época y sugiere lecturas adicionales para tener una visión de los tiempos que corren.

 

Sensacional cuando salió en la madrugada
A mediodía ya noticia confirmada
Y en la tarde materia olvidada

Periódico de ayer, Héctor Lavoe

 

Si bien las metodologías de las ciencias sociales tardan largos periodos en cambiar sus técnicas de investigación, prácticas y costumbres, ya puede percibirse que, en poco menos de dos décadas, se han desarrollado formas endebles –en cuanto a garantizar la veracidad de las fuentes– de formular la verdad y, por tanto, puede que el relato a futuro de esta época se encuentre comprometido. Esto es, que los sucesos que marcan los hitos fundamentales de la civilización, y que quedaban para ser formateados y etiquetados a posteriori por los historiadores en exclusiva, hoy, por desgracia, están puestos en cuestión debido a la tecnología de las redes sociales, los buscadores de internet y las tergiversaciones que –“por razones dramáticas”– hacen los guionistas de Netflix o Hollywood sobre la verdad y los acontecimientos, paradigmas esenciales para que el relato de la Historia (con mayúscula) sea confiable.

En este espacio entre versión oficial, verdad objetiva, el hecho sucedido sin ningún género de dudas y el historiador, los periodistas quedan más o menos ubicados en la condición de relatores del cuento corto de la contemporaneidad, materia prima, entre otros elementos documentales, para posterior estudio e interpretación de la experticia historiográfica: “La noticia es el primer borrador de la historia” (News is only the first rough draft of history), es a Alan Barth, editor del Washington Post, a quien se le atribuye en primera instancia esta observación. Los pensadores franceses de la comunicación deducían que el rigor científico –la distancia crítica que otorga el paso del tiempo– no era exigible al periodista por la naturaleza misma de su oficio: registrar el día a día, relatar el corto plazo, por lo general sin espacio suficiente para ver el panorama completo que, en teoría, sí posee un profesional de la historia: “Historiadores de lo inmediato” (Historien de l’immédiat) en palabras de Paul Nizan, agudo analista del ejercicio periodístico en su libro Chronique de septembre y cita repetida por Jean-Noel Jeanneney en diversas intervenciones; no estaría de más añadir que, en el sentido opuesto, Jean-François Soule exponía la contradicción existente entre  “lo inmediato” y la historia, pues lo primero carece de lo que a la segunda le sobra: el factor paso del tiempo.

Aunque no quede claro si las expresiones de Barth y Nizan son halagos o reproches críticos de calado sobre una profesión llena de tensiones con los factores de poder y de malentendidos sobre qué es y qué no es la verdad, Camus definía al periodista de un modo casi poético: “historiador del instante” (historien de l’instant) o “del día a día” en otros textos. No podría asegurar si en el idioma francés existe la sutil cercanía entre “lo inmediato” de Nizan y “el instante” de Camus –que en español no son sinónimos lingüísticos, acaso solo semánticos en este caso en particular–, pero esta última acepción adquiere, al menos en nuestro idioma, la belleza de la perseverancia en la búsqueda la verdad antes del cierre del día informativo y de lo heroico que resulta una profesión –nunca tanto como ahora– ciertamente peligrosa: asesinatos de periodistas, cierres de periódicos, editores forzados al exilio, espionaje a la prensa de investigación, empresas periodísticas bajo el dominio de fondos de inversión, redes sociales direccionando la información de acuerdo a intereses políticos o comerciales, entre otras tribulaciones difíciles de adjetivar.

En una zona equidistante, no demasiado lejos de los oficios arriba mencionados, nos encontramos al escritor (y aquí incluimos al periodista de investigación con la crónica de largo aliento llevada al libro); la pluma que busca descifrar las claves de las disonancias contemporáneas y que no puede esperar décadas para contarla como suele hacerlo un historiador con olor a fichas y biblioteca, ni reseñarla como la crónica de sucesos en caliente que antes de terminar el día es “periódico de ayer/que nadie más procura ya leer”, según las certeras precisiones del salsero mayor Héctor Lavoe. El escritor como intérprete de la gran sinfonía nacional del día a día sin la presión de la hora de cierre de la rotativa; el cronista de aquello que la historia oficial omite o de aquello que rotula a conveniencia; el pensador que calibra la cotidianidad con el lenguaje infalible que reúne en una sola todas las dimensiones reales y simuladas de la existencia humana: la ficción. Y su herramienta ingeniosa e indiscutible, la escritura literaria. Sobre este tema es menester señalar una consideración de relevancia por parte de la crítica literaria: se recomienda al escritor no aventurarse en una novela sobre hechos en caliente para evitar una obra al vaivén de sucesos aún en construcción: todos los días la realidad se traga toneladas y toneladas de ficción, que luego van a conformar el vasto vertedero de la literatura fallida; recomienda evitar que el caos del momento desfigure el relato literario con el lenguaje vulgar, rudo, áspero, básico, en el que se expresan los acontecimientos en desarrollo: quien piense que en la Revolución Francesa y las dictaduras latinoamericanas –idealizadas por los historiadores y apologistas de las gestas nacionales– no se gritaron miles y millones de fils de pute, connards o “hijos de puta”, “cabrones” porque no aparecen en los libros de historia, es que no ha leído la desgraciada odisea del Jean Valjean de Víctor Hugo o la crudeza narrativa del escritor venezolano José Rafael Pocaterra en Memorias de un venezolano de la decadencia, crónica sobre un periodo de la historia venezolana que parecía difícilmente repetible; pero que, desde fechas tales hasta hoy, vamos por el cuarto encore.

Es así como llegamos a Tiempos feroces, último libro de Leonardo Padrón, segunda parte de su libro de crónicas anterior, Se busca un país. El título de su libro resume en dos palabras el signo de los tiempos. Padrón añade al hecho noticioso y al apunte histórico una tinta distinta: no se trata solo del lenguaje literario –que es lógico esperar en un escritor de su experiencia y alforja intelectual–, sino de la sensibilidad del autor de estas crónicas ante los hechos en bruto que acaecen en esta época maligna de la historia de su país, Venezuela. Howard Zinn hace notar en su A People’s History of the United States que la historia es básicamente la historia del poder, y que en el gran relato universal los verdaderos héroes –las mujeres y hombres de a pie o, en el decir de Padrón, “personas cuyo oficio los vuelve invisibles”– no aparecen por ninguna parte. Y es a estos héroes anónimos a quienes la gran Historia de Venezuela va a omitir a los que Padrón da voz en Tiempos feroces. Pues si Padrón entiende de algo es de la psicología de villanos y héroes, de galanes y traiciones, de amantes apasionados y amores perdidos, de odios y entregas más allá del sacrificio, pues ha tenido primero que contarlo en la ficción para luego encontrárselos en la realidad: El hombre del papagayo (nombre que en Venezuela se usa para cometa o volantín) ya tiene su nombre en la historia; Marcelo Crovato, abogado de buen hacer, desde ahora tiene un pedacito de la inmortalidad nacional asegurado; la pasión interruptus de Maryelis y Jolguer ha sido registrada para que amantes del futuro constaten que el coito amoroso en la Caracas de principios de siglo xxi, poseía similares peligros que en cualquiera de las urbes hoy en guerra. Y si bien al historiador y periodista se le exige imparcialidad, distancia crítica –esto es, hacer a un lado emociones, opiniones prejuiciadas y simpatías ideológicas– ante los hechos, aquí Padrón se abstrae de tal objetividad para participar de las conmociones y pesadumbres de los entrevistados para darnos una visión de primera mano acerca de lo que sucede no solo sobre el terreno, sino en el alma misma de los protagonistas de una realidad que detona todos los contextos. Se palpa en las páginas de este libro esa calibración de la temperatura en las zonas más inesperadas de la climatología del alma nacional, donde vivir o morir han perdido su característica cardinal de antónimos. Por eso Tiempos feroces es y será no solo una fuente para leer en el futuro sobre estos años, sino un relato humano esencial sobre las personas de un país herido por la estupidez y la ideología. 

Del libro de Padrón surgen interrogantes y planteamientos que seguro los historiadores futuros podrán interpretar mejor… o peor. He aquí, de todos modos, un adelanto expresado en potencial: podrían elaborarse teorías, y versiones diversas de tales teorías, sobre cuándo comenzaron los tiempos feroces de Venezuela. Porque puede que la Venezuela de las últimas dos décadas sea rezago, una consecuencia a destiempo de la Guerra Fría, tiempo en el cual Venezuela era una burbuja paradisíaca de libertades y lugar de acogida para miles de personas que huían de guerras y dictaduras auspiciadas por ambos bloques en otros continentes y países vecinos. Puede que el chavismo tendríamos que haberlo padecido en épocas de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, el primer mandato de Rafael Caldera o el primero de Carlos Andrés Pérez, cuando los tiempos feroces devoraban otros países de la Europa Oriental, África, Asia, Centroamérica, el Cono Sur de este hemisferio y las vecinas Colombia, Cuba y Brasil. Puede que obnubilados por la riqueza petrolera no hayamos puesto la debida atención a las advertencias del fundador de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), Juan Pablo Pérez Alfonso, sobre ese excremento prehistórico sinónimo de codicia y riqueza fácil, al punto de que el venezolano, en su eufórico rol de “tá barato”, se convirtió en relevante actor económico de una ciudad electoralmente decisiva de los Estados Unidos de América: la república étnicamente variopinta y latinoamericanamente anómala de Miami. Puede que de modo inconsciente nos alegraran esas guerras lejanas, pues a partir de ellas nuestro petróleo era considerado, si bien no de mejor calidad que el de un Medio Oriente en conflicto, al menos sí seguro y puntual: como bien lo expresaría con fina ironía el historiador, editor e intelectual Jorge Olavarría en una edición de la revista Resumen: “Por Alá, una guerra más”. Puede que este comunismo de marxistas que obviamente no han leído a Marx se proponga adrede y de forma cruenta imponer consignas encalladas en el tiempo, en un lugar que no conocía el extremismo político; puede que carezcan de la educación política e intelectual para no ver la contradicción existente entre lo que significa perseguir un ideal e imponerlo mediante la opresión y el balazo mortal. 

Tiempos feroces genera un sinfín de las mismas preguntas que se hacen los analistas europeos de la realidad geopolítica: ¿en verdad terminó la Guerra Fría o solo se trata de un interregno, como sucedió en la Primera y Segunda Guerra Mundial, y que la revisión crítica de los historiadores contemporáneos ya definen en esencia como la misma guerra con una pausa de cerca de dos décadas para rearmarse? ¿Y por qué no, si los antagonistas de la Guerra Fría siguen siendo los mismos y ahora, pasadas un poco más de dos décadas, más poderosos y mejor armados?

De ser así, puede que lo que sucede en Venezuela sea apenas una pausa, un aviso a navegantes, de épocas aún más rabiosas por venir.

En tiempos en los que la frontera que separa barbarie de civilización es una línea apenas perceptible, es menester escudriñar otras lecturas que complementen el panorama de lo expuesto por Padrón en Tiempos feroces. No son todos los libros que tendrían que estar, pero he aquí algunas sugerencias sobre los temas esenciales que preocupan al mundo:

Una crónica de la periodista francesa Anna Erelle, En la piel de una yihadista, narra en primera persona la historia de cómo adolescentes europeos atienden el llamado de los terroristas para luego ser violados y asesinados una vez llegan a la guerra en Siria; toca la fibra, el desgarro y el sufrimiento de los padres de estos chicos relatado por la periodista. Anna Erelle es su seudónimo, pues una fatwa del extremismo islámico la ha sentenciado a muerte en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo.

Los señores del narco, de la escritora y periodista mexicana Anabel Hernández: crónica con nombres y apellidos de los militares y gobernantes de México y las millonarias fortunas producto del comercio de estupefacientes y las decenas de miles de asesinatos que han cometido por encargo de los señores del narco las fuerzas gubernamentales mexicanas. Anabel Hernández está amenazada de muerte y vive en un lugar desconocido de Europa.

En Depredadores, Ronan Farrow relata su investigación sobre uno de los depredadores sexuales más peligrosos de los Estados Unidos, Harvey Weinstein, y de la cultura de abusos sexuales y violaciones de altos directivos de los medios de comunicación y otras empresas. Farrow ha sido víctima de espionaje y sigue bajo amenaza.

Un libro esencial para entender la dinámica peligrosa e incompetente del poder es el escrito por John Bolton, asesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos en tiempos de Donald Trump, The Room Where It Happened: A White House Memoir (La habitación donde sucedió, en su versión al español). Su crónica perfila retrato bastante cínico y preciso del capricho y los excesos con los cuales se tomaban decisiones en la Casa Blanca de Trump, sin importar siquiera si estas pudieran afectar la vida de millones personas. El libro de Bolton trae a la memoria, por cierto, al escrito en 1978 por el general Vernon Walters –sí, el mismo herido de un balazo dirigido a Richard Nixon en su visita a Caracas en 1958–, Silent Missions (Misiones discretas en su versión al español), sobre cómo Ronald Reagan preguntaba a sus asesores sobre cuántos millones de norteamericanos muertos serían políticamente aceptables, en caso de que él decidiera en ese instante acabar con la Unión Soviética usando armamento nuclear: copia al carbón de los planteamientos en la administración Trump sobre bombardear Corea del Norte con misiles atómicos de última generación, según señala el libro de Bolton.

Vivimos en Tiempos feroces, ciertamente. Se solicitan cronistas de comprobada solvencia y optimistas con ideas propias.


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