Telón de fondo

Sin correos y sin república

18/02/2019

Habitualmente se considera que las dificultades para la construcción de la república, después de las guerras de Independencia, fueron provocadas por motivos políticos. Tales motivos fueron importantes, pero otros factores que en general se han subestimado, se convirtieron en una rémora para los planes del liberalismo que quería fundar la sociabilidad moderna que no nació en los campos de batalla. Entre tales factores destacó la desconexión de las diferentes regiones, incapaces de relacionarse para tratos de negocios o para un simple vínculo familiar por la ausencia de carreteras.

Hemos manejado el asunto en otros textos de nuestra columna semanal, pero ahora lo observaremos mediante el acercamiento a otra de las falencias fundamentales de nuestro siglo XIX: la carencia casi absoluta del servicio de correos. De seguidas se ofrecerán evidencias elocuentes sobre el asunto, que descubren un problema vital para el control de la incipiente ciudadanía y aún para la evolución de la vida cotidiana.

Lo que sucedía fuera de las fronteras lugareñas era un enigma que solo se desvelaba cuando unos estafetas irregulares llegaban con los paquetes del correo. A partir de 1831, abundaron las quejas sobre las dificultades que tenía el servicio por diferentes razones. La oficina de Barcelona, por ejemplo, justificaba entonces la imposibilidad que tenía de enviar la correspondencia por la proliferación de derrumbes en la vía, pero también debido a un movimiento de tropas que había desconocido al gobierno de Caracas y detenía a los mensajeros, aun cuando conducían misivas sin relación con los acontecimientos políticos.

En el mismo año se supo en la capital que el correo entre El Tocuyo y Trujillo no funcionaba debido a que el gobierno de la provincia no tenía como pagar cuatro pesos a los hombres que llevaban los paquetes. También por la falta de diez pesos reclamados por los «cargadores de papeles», se paralizaron los envíos que debían salir de Barcelona. Según una información proveniente de la posta de Valencia, en 1839 no se podía enviar el correo hacia San Carlos porque «nadie nos quiere contratar una caballería por el infernal camino de la costa, que en todos tiempos es casi insuperable a caballo y malo para los conductores a pie».

Algo semejante se informó desde Puerto Cabello cuando protestaron por las demoras del servicio dirigido a Maracaibo y coro: «Un conductor no puede llenar las dificultades que presenta el tránsito por un camino que, aparte de escabroso y casi inaccesible, se halla al presente inundado en su mayor parte, teniendo el mismo conductor de la valija que pasar de 27 a 28 bocas de ríos que en sus frecuentes avenidas hacen peligroso y tardío el paso, atravesando además sabanas y llanuras anegadas por el agua y lodo a medio cuerpo con la valija y ropa de su uso sobre la cabeza, sin otra seguridad ni apoyo que una larga vara con la cual viene sondeando para evitar una caída». Ante una pregunta de sus superiores por los retrasos del servicio, la oficina de Maracaibo dio una respuesta suscinta y contundente en 1839: «Todo viene por la falta de caminos y la falta de caudales».

Para justificarse ante los reclamos por «la muchas y largas dilaciones», el responsable del Correo en San Fernando de Apure dijo en 1834, con la mayor tranquilidad, que los encargados de los transportes solo querían trabajar «cuando tienen ganas, o si les pagan algo de especial». Una preocupación que tampoco se manifestó desde Barinas seis años más tarde ante una grave falta, cuando recibieron numerosos reproches porque no llegaban cartas a la capital. «Es que el empleado se pone a leerlas y muchas las quema después, lo que ha pasado ya como siete veces», señalo un informe que describió la abusiva conducta sin expresar siquiera una molestia por la violación de documentos privados.

En 1853, no pudo circular a tiempo la correspondencia recibida en un puerto vital para las novedades procedentes del extranjero, como La Guaira, por negligencia del Médico de Sanidad. El galeno pagado por el gobierno hacía las vistas a los buques cuando quería, a veces con dos días de retraso. Como de su diagnóstico dependía el desembarco de los pasajeros y la carga, «todo se para por la falta de cumplimiento de aquel hombre».

Así las cosas, ¿cómo se enteran en las poblaciones de provincia sobre decisiones gubernamentales, sobre las ideas que las apoyan o sobre las reacciones que provocan?, ¿cómo hace el gobierno para gobernar?, ¿cómo evita o controla desórdenes?, ¿cómo impide la formación de cacicazgos pueblerinos?, ¿cómo se establecen con propiedad los partidos políticos en las diferentes jurisdicciones del mapa?, ¿cómo circulan las ideas sobre la administración pública, o las noticias sobre la naciente vida cultural? La lista de preguntas puede ser infinita, pero las asomadas bastan para calcular los problemas de los líderes de la república que pretenden la creación de un establecimiento sólido y duradero. En la medida en que los nexos elementales de la cotidianidad se forjan con morosidad e intermitencia escandalosas, la sociabilidad de cuño moderno debe esperar mejores tiempos.


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