Literatura

Simpatía por el diablo

26/11/2020

Gran Café de Sabana Grande

La orden había sido tajante. Organizar un convoy el sábado por la mañana no era cosa de todos los días, aunque los únicos en el país que creían que se libraba una guerra eran ellos, Los Cazadores. Bueno, ellos y sus enemigos, los empecinados del Frente Américo Silva. De resto, la bonanza, la conga, el derroche y la riqueza.

Organizar un convoy, es decir, dos o más vehículos militares destinados a una misión y una ruta, era una de las tareas que más le desagradaban a Alberto. En primer lugar, debía reunir su pelotón, el cual fungiría de escolta de los cuatro vehículos designados para la misión, chequear el calzado, ropa y equipos del personal, verificar los FAL M61T1, culata plegable y la carga básica de munición. Luego, constatar el estado de los vetustos pero eficientes equipos de comunicaciones FM ANPRC-77 y asignar uno a cada vehículo; y finalmente chequear cada uno de los Camiones M-35, veteranos de la Segunda Guerra Mundial, que constituían la base del transporte de los batallones de cazadores.

Uno de esos vehículos, el de cabecera, estaba equipado con un altoparlante por haber sido usado el día anterior en una jornada de Acción Cívica y no había forma de quitárselo, por encontrarse el responsable de permiso por el fin de semana. Alberto, ligeramente contrariado, decidió dejar las cosas así y procedió a ordenar el llenado del tanque de gasoil de los vehículos. Adicionalmente, y usando a su favor uno de los viejos trucos de Otto “El Alemán”, comandante de la Brigada, asignó una ración de combate a cada soldado de la unidad por si tenía que responder a un ataque e iniciar una persecución.

Una vez terminada tan engorrosa tarea, Alberto se presentó ante su comandante, Eulogio Machado Serra, quien tenía poco tiempo de haber asumido el mando de los tigres del “Carvajal”. Buen oficial de guarnición, con experiencia como instructor en la Academia Militar, su estilo de comando contrastaba con el de Máximo, el comandante anterior. Este era más proclive a dejar la iniciativa en manos de sus subalternos, entendiendo la naturaleza de la guerra oculta que se libraba en el oriente del país. Machado, por el contrario, era detallista en exceso y le gustaba supervisar cada paso de los oficiales, en especial cuando se trataba del cumplimiento de misiones de combate, lo cual exasperaba a los oficiales que hacían ese tipo de guerra.

El aire acondicionado del despacho del comandante contrastaba con el bochorno del ambiente de aquella mañana en los llanos de Monagas. La fría corriente le dio de lleno a Alberto.

–Orden cumplida, mi teniente coronel. La unidad está lista.

–Bien, Alarcón, ¿chequeaste todo según el POV?

–Sí, mi teniente coronel.

–Tu misión consiste en desplazarte a Cocollar, vía Caicara-San Antonio de Maturín. Al llegar allí, recoger dos pelotones de cazadores que van destinados al Comando Operacional N°1, en Onoto. Después debes pasar por Barcelona, recoger un pelotón del Batallón Zaraza que tiene la misma misión. Vas a escoltarlos hasta su destino y regresar por la vía de El Chaparro- Aragua de Barcelona hasta aquí.La alimentación y alojamiento corre por las unidades involucradas. Es todo.

Alberto se retiró del comando farfullando maldiciones. La misión implicaba pasar dos días en carretera en plena zona de actuación del Frente Américo Silva expuesto a una emboscada, en especial en el camino de regreso, sin más apoyo que la instrucción y condiciones de combate que le había dado a su pequeña unidad. Menos mal que Lara Palma, su sargento, y los dos jefes de escuadra sabían lo que había que hacer.

Como no contaba sino con el apoyo de fuego de las armas individuales y previendo una desgracia, Alberto decidió tomar la iniciativa sin decírselo a su comandante. Extrajo del parque del batallón cuatro ametralladoras AFAG, calibre 7,62 mm con sus respectivas cajas llenas de cintas de munición, diez granadas de Fusil 32Z y veinte granadas M67, tipo ofensiva, de reciente dotación. Procedió a repartir el armamento entre las dos escuadras, colocando los afustes vehiculares para las ametralladoras en cada uno de los camiones.

Diez minutos después, los M35 –con su inconfundible sonido– partieron de las instalaciones del Fuerte Paramaconi, atravesaron Maturín rápidamente e iniciaron el recorrido de combate al pasar por el crucero de La Toscana. A partir de ese momento el convoy podía ser víctima de una emboscada. Alberto había repartido sus veinte soldados a razón de cinco por camión, armado cada uno con la temible AFAG y dos granadas de fusil por camión. Eso garantizaba suficiente volumen de fuego en caso de cualquier eventualidad. Ya se las arreglaría con el comandante cuando este se diera cuenta, pero prefería una reconvención o en el peor de los casos una boleta de arresto, a las que tan aficionado era su jefe, que quedar tendido en el asfalto con la nuca abierta por un disparo de gracia. El fantasma de Alberto Verde Graterol, el subteniente asesinado en 1969, rondaba siempre por la mente y los procederes de los tigres del “Carvajal”.

La ruta era tediosa y llena de peligros. Un descuido podía significar la muerte y tanto Alberto como los jóvenes bajo su mando lo sabían. El entrenamiento duro y constante, que Otto –alias El Alemán–  inculcaba a sus unidades daba frutos. Lara Palma, el sargento de pelotón ubicado en el último vehículo, controlaba al camión que tenía adelante y Alberto hacía lo propio con el que estaba detrás de él. Cada diez minutos los tres vehículos debían reportar a Alberto a través del radio, o antes si se producía alguna novedad. Los cuatro conductores habían sido seleccionados entre los choferes asignados a la Compañía de Mando, Apoyo y Servicios y todos tenían experiencia en carretera y entrenamiento de manejo defensivo para salir de la zona de matanza en caso de emboscada. Pero aun así lo más complicado era mantener la unidad del convoy. Adelantar un vehículo significaba momentos de tensión pues se rompía la secuencia de los vehículos y en caso de ataque los ocupantes del camión o carro civil involucrado quedaban expuestos al riesgo. Lo mismo ocurría cuando el convoy debía, por imperativos de la ruta, ir detrás de los pesados camiones que transportaban alimentos o materiales hacia Cumaná. Lo más difícil de esta guerra era que ella existía y la gente no lo sabía o fingía no darse cuenta.

Cuatro horas después el convoy ingresaba al Centro de Adiestramiento de Cazadores ubicado en Cocollar, una población montañosa y fría del estado Sucre. Asentado en las antiguas instalaciones del legendario Teatro de Operaciones N° 4, fungía como centro de entrenamiento para la guerra especial que se libraba en las llanuras y montañas del oriente del país. Idea exclusiva de Otto el Alemán, ante el cierre del viejo Centro de Adiestramiento de Cazadores de Roblecito, allí se reentrenaban las unidades con destino a las operaciones tácticas. Cada batallón entrenaba una compañía completa mientras otra estaba en operaciones, en tanto una más salía de permiso a fin de tomar descanso.

Al apearse del vehículo y dirigirse a la sede del comando, Alberto se encontró con algunos compañeros de promoción y veteranos de las operaciones contra guerrilleras. Luego se presentó ante el Comandante Quijada Ortiz, quien le indicó que a las 0500 horas el convoy partiría hacia Cumaná a recoger un pelotón del “Cedeño” y de allí a Barcelona a recoger otro del “Zaraza” con destino final al Comando Operacional de Onoto, en las polvorientas llanuras limítrofes entre Guárico y Anzoátegui.

A la hora indicada, el convoy partía hacia Cumaná. La ruta inicial estaba llena de acechanzas, pues habían ocurrido varias emboscadas en la zona. Al llegar a la llamada “curva del peligro”, Alberto colocó al convoy en posición de combate. A pesar de que en dos de los camiones venían dos pelotones completos al mando de Wilfredo y Hermógenes, más antiguos en grado, la responsabilidad del convoy seguía siendo de él. La amistad entre los tres oficiales, surgida de la camaradería en combate, allanaba cualquier obstáculo, celos o malos entendidos. Con las ametralladoras y granadas de fusil listas para repeler cualquier ataque, la ruta siguió sin problemas hasta Los Dos Ríos, población en que se relajó un tanto el apresto de guerra.

El camino entre Cumanacoa y Cumaná se hizo en tres horas de monotonía y alerta a lo largo de una carretera que bordeaba al río Manzanares hasta llegar a la “primogénita” ciudad del Continente. Allí las tropas desayunaron en el viejo cuartel ocupado por el batallón de cazadores Cedeño y de inmediato se agregó un pelotón de esa unidad para seguir la marcha motorizada.

El avance entre Cumaná y Barcelona distrajo a Alberto con los esplendorosos paisajes de Mochima. A pesar de ser una carretera elevada, al borde mismo del mar, con profundos desfiladeros y caletas de playas de ensueño, las emboscadas o sorpresas eran muy poco probables debido a la naturaleza del terreno. El olor a mar y la música de su reproductor de casete logró un efecto tranquilizador en el joven subteniente. Fleetwood Mac siempre invita a soñar y mucho más si se trata de la voz fuerte y arrulladora de Stevie Nicks.

Alberto evocó a su abuela la poeta: Marinés, la de ojos azules. No era una abuela convencional, de panes horneados, caramelos y cuentos infantiles. Era una fuerza telúrica hundida en la tragedia y en la desesperanza, que ocultaba medianamente detrás de una verborrea incontenible y de una actitud hiperquinética. Esperando tener una abuela tradicional, la suya no le gustaba. Quería una abuelita dulce y cariñosa. Años después entendería que ella, a su manera, lo era.

En sus escasos ratos de silencio sus ojos azules se transportaban –tristes– quién sabe dónde. Una tragedia familiar signó su vida. Un matrimonio deshecho de inmediato cuando se enteró de que la amante de su abuelo era la tía Carmen, su propia hermana. Desde ese momento, decían en la familia, cambió. A veces el dolor lleva ribetes de locura; nadie supo nunca la profundidad de sus laceraciones, pues hablaba mucho para no decir nada.

Marinés tenía, además, fama de vidente. A muchos les había pronosticado fortunas o desgracias, por eso le tenían miedo. Aun el padre de Alberto, recio e incrédulo, evitaba su presencia: cuando la abuela visitaba a su hija se iba al fundo y no regresaba hasta que ella se marchaba.

En el último permiso de operaciones, Alberto la encontró en la casa materna. Rasgaba una mandolina mientras miraba por la ventana, de espaldas a él. Alberto le pidió la bendición; ella se le quedó mirando con sus penetrantes ojos y dijo: “Alberto, cuando vayas por ahí donde andas, ten mucho cuidado con la sal; allí está la muerte. Mucho cuidado”. Se volteó y siguió tocando el instrumento. Alberto creyó escuchar un viejo valse criollo y siguió a su cuarto.

La imagen de su abuela, la vidente, la poeta, la ejecutante de mandolina, llenaba su mente como un río. “Cuidado Alberto, cuidado con la sal. La sal. Salero, salar, salina”. Aunque hablaban poco, el color azul profundo de sus ojos se le quedaba siempre fijo desde que era niño: la quiero, la admiro, no sé; mi abuela es tan rara. “La sal, Alberto, la sal”.

Alberto consultó su mapa y lo orientó con la brújula. Faltan aún dos horas de viaje (la sal, Alberto). Decide servirse un café del termo de campaña para despejar la mente en el preciso momento en que González, el soldado conductor, frena bruscamente para evitar arrollar a un perro. El líquido caliente cae sobre Alberto, quien se desahoga con imprecaciones de todo calibre y procede a quitarse las piezas de tela verdes. Saca del maletín la única franela de repuesto, una con la insignia de AC/DC –el grupo de rock australiano– que había comprado en Carnaby´s en su último permiso.

El viaje continuó –monótono– para un contrariado Alberto, cuando de pronto le asaltan de nuevo las palabras de su abuela: “La sal, Alberto, la sal”, y allí estaba el letrero: «Salistral 4 kms». Coño, pensó Alberto, ¡Salistral!, el lugar donde en 1972 hicieron una emboscada y mataron cuatro soldados del Campo Elías por la ineptitud y cobardía del capitán que mandaba el convoy, un tal Soriano López. Definitivamente, las tropas bajo su cuidado entraban en zona de peligro.

Alberto tomó el radio y avisó a los comandantes de pelotón que iban en los otros camiones. El convoy entraba en fase de contraemboscada, las armas cargadas, las ametralladoras pesadas en posición de tiro, las granadas de fusil con el cartucho propulsor listo, los músculos tensos. Alberto quitó la lona delantera del puesto del conductor para tener mayor visibilidad y ángulo de tiro y ordenó disminuir la velocidad. A él no lo iban a sorprender.

Justo al entrar a las curvas de Salistral, y en el momento de voltearse hacia la parte trasera del camión para dar las últimas órdenes, accidentalmente tocó el botón que abría el megáfono cuando en su reproductor se escuchaba el solo de guitarra de Keith Richards en «Simpatía por el diablo», el clásico de los Rolling Stones. No había tiempo para hacer nada; apuntó su FAL con mira telescópica hacia el lado derecho, con dos granadas listas cerca de su mano y esperó.

Nada, no pasó nada al salir de las curvas. Alberto apagó el megáfono y por radio ordenó la vuelta del convoy a situación normal. Su camisa y la franela habían secado; se las colocó de nuevo. El resto del camino lo hicieron acompañados de Sus Majestades Satánicas y Peter Frampton en vivo hasta llegar al polvoriento campamento de Onoto.

El regreso fue igualmente tedioso y lleno de alarmas. La ruta directa por Aragua de Barcelona era más corta, pero más peligrosa. El lunes a media tarde los camiones entraban a su base de Fuerte Paramaconi, en Maturín. Nada más llegar, a Alberto le esperaba una nueva misión de patrullaje. Esta vez cambiaría el calor de la costa por el frío de Las Guanotas, Teresén y Las Margaritas.

Años después, luego de recibir clases en la Central, Alberto caminaba errabundo y sumido en sus pensamientos por el bulevar de Sabana Grande cuando decidió sentarse a tomar algo en El Gran Café, ese ícono de la Caracas de entonces donde se reunía la fauna urbana: sifrinos, fumones, bohemios, ultrosos, poetas, prostitutas y, especialmente, la República del Este, ese grupo de bebedores eruditos que proponía desafíos intelectuales a los parroquianos. Allí se conversaba sobre cualquier tema mientras algún músico callejero, a cambio de algunas monedas, amenizaba las charlas versionando temas del momento.

Alberto logró sentarse a una mesa del fondo, pidió un capuchino y encendió un Camel, en tanto escuchaba una larga disertación sobre mitología griega hecha por uno de los integrantes del rocambolesco grupo. El mito de Sísifo, tan socorrido, le hizo perder el interés e intentó leer unos párrafos del libro que el profesor de Economía Internacional acababa de discutir en clase. Dos páginas después lo dejó de lado e intentaba escuchar una versión de Clapton cuando alguien, café en mano, le pidió permiso para sentarse a su mesa, pues ya no quedaba espacio en el local.

Mientras Adriano González León lloraba recitando en alcohólico francés un poema de Rimbaud, el desconocido le dirigió la palabra fijándose en el libro que Alberto tenía al lado de la taza:

–Paul Boccara. Capital monopolista de Estado, muy raro en manos de cualquiera, supongo que estudia –interpeló el desconocido al tiempo que se presentaba. –Mucho gusto, Asdrúbal.

–Estudio Ciencias Políticas en la Central, respondió Alberto.

De inmediato se enzarzaron en una conversación acerca del contenido del libro, el cual Asdrúbal demostró conocer a la perfección. Los dos hombres simpatizaron al momento. Una secreta empatía une irrevocablemente la raza de los guerreros, cualquiera sea su origen y condición.

–Disculpe, pero el cabello cortado casi al rape y sus movimientos lo delatan. Usted es militar y oficial.

–Así es, soy teniente del ejército.

–Bueno, respondió Asdrúbal como confesándose, yo también hice armas una vez. En la Central fuimos muchos jóvenes pendejos que creíamos que el cielo se tomaba por asalto. Estuve en Bandera Roja, en el Américo Silva, pero hace años que estoy pacificado.

De inmediato, la conversación tomó otros rumbos y del café pasaron a las cervezas. Los repúblicos del Este se habían marchado mientras Asdrúbal y Alberto hablaban de tácticas y técnicas de la lucha guerrillera.

De repente, Asdrúbal dijo:

–Pero la vaina más curiosa que me quedó de mis días de guerrillero, la vaina más insólita, me ocurrió un día en que con un grupo del Frente decidimos montar una emboscada en un lugar de la carretera que va desde Barcelona a Onoto. Yo estaba al mando. Teníamos la emboscada montada en el mismo sitio en que se le había hecho una al ejército unos años antes. Nadie podría pensar que la tiráramos en el mismo lugar. Eso hacía demasiado atractiva la posición. Un jeep de la Guardia Nacional pasaba todos los días a la misma hora por ese lugar y siendo un domingo las tropas estarían de permiso o descansando por lo que la persecución sería prácticamente nula. Estábamos listos cuando nuestro vigía nos anunció por señas la presencia de un convoy; di la orden de ocupar las posiciones perfectamente camufladas, pero cuando iba a ordenar el ataque veo cuatro camiones del Ejército como con cien cazadores apuntando a la colina, con las armas listas y en el primer camión un carajito parado en el puesto del acompañante del conductor con la boina verde, unos Ray-Ban, un arnés lleno de granadas y una franela de AC/DC apuntándome directamente con su FAL y sonando a todo volumen «Simpatía por el diablo» a través de un altoparlante. Dime tú, ¿a quién coño se le puede ocurrir enfrentarse a semejante loco? ¡De inmediato di la orden de retirada!

La estruendosa risa de Alberto sonó como matraca en medio del Gran Café mientras dos chicas de la noche, sentadas en un rincón, fumaban entre ambas un cigarrillo y se le quedaban mirando entre curiosas y divertidas.

Gracias, abuelita.

¡Te debo una Mick Jagger!

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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