Fotograma de Cobra Kai
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Dice Robert Hughes que, así como en el siglo XV nuestros antepasados estaban obsesionados con la creación de santos y en el XIX con la creación de héroes, en el siglo XX «lo estamos nosotros con el reconocimiento, la alabanza y, cuando es necesario, la fabricación de víctimas».
La frase pertenece a su libro La cultura de la queja, de 1993, que recoge una serie de conferencias que había dictado el año anterior en la Biblioteca Pública de Nueva York. En ellas, Hughes advierte una patología que, para el momento, le parecía un asunto doméstico de la sociedad estadounidense (de ahí el subtítulo de la obra: «Trifulcas norteamericanas»). Me refiero a esa inclinación sensiblera, lacrimosa y demagógica por el sufrimiento, que caracteriza el espíritu de nuestros tiempos.
Lo que a principios de los noventa era una discusión interna de los norteamericanos, para las primeras décadas del siglo XXI se ha transformado en una visión de mundo ampliamente compartida. Pues la máxima aspiración que ofrece el mundo de hoy a los jóvenes es la de convertirse en víctimas. Reales o imaginarias, pero víctimas al fin. Es el camino más corto a la fama y al abrazo cibernético de miles de desconocidos. Representa, también, un currículo apetitoso para la industria del entretenimiento. «Con poco talento pero con una infancia atormentada, puedes llegar muy lejos», parece ser el mensaje. James Rhodes sería el ejemplo perfecto.
En este contexto, los roles de víctima y victimario no se han invertido sino que es la propia tensión antagónica de la vida la que da la impresión de haber desaparecido. Ya en la historia de David contra Goliat se nos enseñaba que el débil puede derrotar al más poderoso usando la inteligencia como una herramienta para superar nuestras limitaciones. En los últimos años, sin embargo, amparados en las bondades del estado de bienestar, en la ramificación de un aparato legal que acompaña la proliferación de las susceptibilidades (cada año aumenta el número de delitos y fobias en los que podemos incurrir sin siquiera darnos cuenta) y en los tribunales populares de las redes sociales, David ha vencido a Goliat sin necesidad de enfrentársele. Solo le basta brindar un «testimonio» de los agravios que le ha infligido (si se puede sustentar con hechos comprobables es mejor, aunque no es indispensable) para sepultarlo. La espada y el brazo entrenado han cedido su lugar al teléfono inteligente y el pulgar veloz sobre la pantalla.
Se puede argumentar que este nuevo arte de la guerra a distancia fue el que de alguna manera contribuyó a la caída del grotesco y abominable Harvey Weinstein (o, en el ámbito militar, del general iraní Soleimani, convertido en papilla con un dron teledirigido). Es cierto. Sin embargo, por cada Harvey Weinstein también cae un genial e inocente Woody Allen.
Más allá de esta discusión, alguien con los pies en la tierra pudiera preguntarse qué tiene que ver, a fin de cuentas, toda esta discusión hollywoodense con la vida real. Yo diría que, además de que en los dos casos citados hay personas de carne y hueso involucradas, y del impacto del movimiento #MeToo que se origina en las redes sociales y que las excede, existe el innegable efecto que el cine y la televisión continúan ejerciendo en la conformación del imaginario de millones de seres humanos en todo el planeta. Un efecto que funciona en ambos sentidos. Desde la pantalla a la vida real, como lo expresó el fenómeno de los «Blousons noirs», esas pandillas de patoteros vestidos con chaquetas de cuero, que se desplazaban en motocicleta por la Francia de los cincuenta y sesenta, como consecuencia del éxito de la película The Wild One (1953) con Marlon Brando. Y desde la vida real a la pantalla, como lo demuestra la retirada del clásico Lo que el viento se llevó del catálogo de HBO. Decisión que no puede comprenderse sin tener en cuenta el sacudón social que provocó en Estados Unidos el asesinato de George Floyd el 25 de mayo de 2020 a manos de la policía y captado por la cámara de un teléfono celular.
Por todo esto es que a mediados de este pandémico y nada celeste año recibí con tanta emoción el que a mi parecer fue el gran acontecimiento serial de 2020: Cobra Kai. Las dos primeras temporadas fueron transmitidas en 2018 y 2019 a través de Youtube. En 2020, la serie pasó a manos del gigante Netflix y allí se convirtió en un verdadero fenómeno global. Para el 1 de enero de 2021 está anunciado el estreno de la tercera temporada. Paso ahora a hacer algunas consideraciones sobre esta serie que me permiten afirmar que el nuevo año comienza de la mejor manera posible.
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Cobra Kai, como ya se sabe, es una continuación de la historia de Karate Kid, treinta y cuatro años después de ese 19 de diciembre de 1984, cuando Daniel Larusso derrotó a Johnny Lawrence con la patada de la grulla. Esa arma secreta que el maestro Miyagi le enseñó a Daniel San en una playa solitaria de California. Toda la serie se articula, entonces, como las secuelas dejadas por aquel golpe.
Para Larusso, fue su golpe de suerte. En el sentido de que le cambió el destino y lo condujo a ser el exitoso empresario y hombre de familia que es en el presente. Para Lawrence, en cambio, fue uno de esos golpes tan fuertes en la vida…yo no sé. Y el inicio de una prolongada decadencia.
Con su soberbia actuación como Johnny Lawrence, William Zabka ha dado cuerpo y arrugas a uno de los grandes bullys contemporáneos. El bully, el matón que se aprovecha de la debilidad de los otros, es un personaje clave para entender las transformaciones de la masculinidad que se han dado de forma paralela, pero menos evidente, a las conquistas de la nueva ola del feminismo. Cambios que van desde un enfrentamiento contra los Goliat de la psique, como le sucedió al mafioso Tony Soprano cuando buscó los servicios de una psiquiatra, así como contra los Goliat de la realidad exterior, tal y como sucedía en Bully Beatdown, el show de televisión real donde bullys reales recibían palizas de peleadores profesionales de la UFC. El punto medio en este proceso de deconstrucción y reconstrucción de la testosterona matonil lo representa Johnny Lawrence.
La clave de este personaje es el lugar desde donde se construye: la nostalgia. Lawrence es la personificación de un trauma: física y mentalmente, permanece atado a esa noche de diciembre de 1984 donde lo perdió todo: la posibilidad de reconquistar a Ali (Elizabeth Sue) y el campeonato juvenil de Karate. Ambos «trofeos» arrebatados por el bueno de Daniel Larusso. Desde entonces, solo ha estado malviviendo en un pequeño apartamento de una zona depauperada de Los Ángeles, haciendo trabajos de albañilería y embruteciéndose cada noche frente al televisor, borracho, viendo viejas películas de los años ochenta. La prisión mental en la que se encuentra es tal que, en todo el tiempo transcurrido, no sólo sigue viviendo en la misma ciudad, sino que ha permanecido ajeno a los cambios a su alrededor. No tiene un Smartphone, no tiene internet, no sabe qué es Facebook. Johnny Lawrence es una versión alcoholizada de Rip van Winkle. Se ha quedado dormido por más de treinta años, atrapado en un sueño que oscila entre la amargura de la derrota y el embeleso por los años dorados de su juventud. Un tiempo estancado, donde circula un aire viciado y que encontrará una válvula de escape en el nuevo vecino que ha venido a despertarlo de su letargo: el adolescente Miguel Díaz. Este hijo de inmigrantes, víctima de los bullys de turno, lo llevará a reconectarse con lo más auténtico de su ser: el karate.
Es entonces cuando decide convertirse en sensei y abrir un dojo. Lo bautiza con el nombre de Cobra Kai y hace suyos los lemas que su terrible maestro, John Kreese, le enseñó cuando él era un muchacho: «Golpea primero. Golpea fuerte. Sin piedad». Tres lecciones que lo ayudaron a dejar de ser un pussy para convertirse en un bully y que eventualmente lo condujeron al fracaso absoluto. ¿Por qué aferrarse entonces a aquello mismo que ya una vez lo destruyó? Porque Johnny Lawrence con lo único que cuenta es con su pasado y, como suele sucederle a quienes viven anclados en él, lo concibe como un bloque compacto. Una totalidad. O, mejor aún, como un camino recto en el que las desgracias fueron desafortunadas desviaciones casi siempre provocadas por otros. Esas piedras que en la versión que nos contamos a nosotros mismos de nuestras vidas solo tienen la función de obstaculizarnos, de chocar contra nuestros deseos, para apartarnos de la meta.
Esta lectura no se nos impone de entrada, por supuesto. Va emergiendo a medida que nos familiarizamos con el rencor que anega la existencia de Johnny Lawrence. Su resentimiento ha fosilizado una parte importante de sus emociones, impidiéndole sanar. Sin embargo, el resentimiento también ha mantenido inalterables ciertos rasgos de su personalidad que con el paso del tiempo se han revestido de una nueva nobleza y dignidad. En un ambiente reblandecido, donde cada quien busca un diagnóstico y una ley bajo la cual ampararse, Johnny Lawrence nos recuerda que hay todo un mundo ajeno a las normas, las leyes y el deber ser de la moral y las buenas costumbres. Vastas zonas de imprevisibilidad, en la sociedad y en los corazones, en las que solo contamos con nosotros mismos.
Así, Lawrence logra convertir a un batallón de muchachitos debiluchos y atemorizados, víctimas de bullying y de acoso escolar, en sujetos que han aprendido a hacerse respetar, expandiendo sus virtudes latentes, como le sucede a los personajes de Miguel o de Aisha. Hay otros alumnos, más atormentados, como Hawk, que no sabrán manejar la confianza y la fuerza ganadas sin convertirse ellos mismos en lo que más temieron y odiaron alguna vez: en verdugos.
No obstante, el alumno más problemático de Johnny Lawrence es Johnny Lawrence. Aunque sus enseñanzas y su forma de ser han beneficiado a muchos, Johnny ha sido incapaz de redimirse. De arrancar de su corazón ese nudo conflictivo que lo hace reaccionar como el niño llorón y el adolescente matón que en el fondo todavía es. En esta contradicción anida la complejidad del personaje y es lo que lo conecta con su némesis, Daniel Larusso. Pues si algo deja claro una serie como Cobra Kai es que ningún hombre puede convertirse en el padre de sí mismo.
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Es, sin duda, el rasgo constante de todos los personajes masculinos importantes en la serie: Johnny Lawrence, Daniel Larusso, Miguel Díaz, Robby Lawrence, todos definen su masculinidad en relación directa y conflictiva con la figura paterna.
En Karate Kid se nos presentaba a Daniel y a su madre recién mudados a Los Ángeles. El padre ya ha muerto y ellos deben irse del difícil barrio de Newark, en New Jersey, para encontrar mejores oportunidades de vida. En su nueva residencia, Daniel conoce al señor Miyagi, quien se convierte en un padre para él (en parte, porque la tragedia del propio Miyagi es haber enviudado cuando su esposa estaba embarazada. Él es, a su vez, un padre frustrado).
En Cobra Kai se nos cuenta por primera vez la historia de Johnny, cuyo padre biológico no está. No se sabe si murió o si nunca estuvo presente. Lo cierto es que es criado bajo el amor absoluto de una madre que para sobrevivir económicamente se casa con un hombre millonario y déspota que martiriza y humilla al niño. Para huir de la opresión del padrastro, Johnny se inscribe en la original escuela de karate Cobra Kai y cae en las manos del sensei John Kreese, un excombatiente del ejército y experto en artes marciales, que será un modelo aún más nefasto para él. Así se configura la tragedia de Lawrence, quien a diferencia de Larusso, no encontró un padre sustituto que lo ayudara a transformar la rabia y el miedo en emociones constructivas. Es tanto el daño que Lawrence no puede evitar perpetuar el complejo paterno al devenir él mismo un padre ausente. Atormentado por sus fracasos y por la reciente muerte de su madre, Johnny no se ocupará de Robby, su hijo, quien no tardará en comportarse como un raterillo juvenil.
Por su parte, Miguel tampoco cuenta con su padre, ya que la madre y la abuela han decidido escapar de su Ecuador natal, para alejarlo del ambiente criminal en que aquel hacía su vida. Al ser vecinos y al salvarlo de la paliza que los bullys de su colegio le estaban propinando, es natural que Miguel busque en Johnny un padre sustituto. Lo que introduce el verdadero giro shakespeareano en la trama, es que Robby Lawrence termine convirtiéndose en alumno de Daniel Larusso y encontrando en el archienemigo de su padre biológico su respectiva figura paterna de reemplazo.
¿Cuál puede ser el resultado de este juego de paternidades ausentes, sustitutas e intercambiables? Como en los dramas de Shakespeare, en Cobra Kai todo oscila constantemente entre la tragedia y la comedia.
Hacia el final de la segunda temporada, el choque entre las dos escuelas de karate, Cobra Kai y Miyagi-Do, se ha salido de control. Ya no es una batalla que Lawrence y Larusso puedan dirigir desde el tatami y con discursos inspirados. El terrible desenlace de la batalla campal en la secundaria, que ha dejado a Miguel al borde de la muerte y a Robby en la cárcel, les recuerda a ambos que los tiempos han cambiado. Y que si bien es cierto que los jóvenes de hoy, con sus llantos y reclamos, le dan forma a una sociedad victimista e infantilizada, también son capaces de hacer cosas que dejarían al mismísimo John Kreese temblando de miedo. Comprar armamento de guerra por internet y descargarlo sobre sus compañeros de clases, por ejemplo.
Pero esto solo lo sabremos cuando veamos la tercera temporada. Falta muy poco. Es mejor callarse y aguardar en formación. No vaya a ser que entre el sensei Johnny Lawrence y nos agarre desprevenidos:
–¡SILENCIO!
Rodrigo Blanco Calderón
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