Sexo en texto (sobre “Lo erótico/lo pornográfico”, de Rubén Monasterios)

23/05/2020

Al célebre columnista humorístico norteamericano Art Buchwald le fue solicitado, en más de una ocasión, algún artículo sobre el tema de la pornografía. Nunca llegó a hacerlo y explicó por qué:

Cuando voy a escribir sobre un tema, me documento exhaustivamente para hablar con propiedad y conocimiento, igual quise hacerlo con el tema de la pornografía, y siempre se me ha presentado el problema que nunca he podido resolver, y es que al sumergirme en las distintas fuentes del mundo del porno, acabo masturbándome y agotado, y por lo tanto se me quitan las ganas de escribir sobre el tema.

Al yo querer hacer lo mismo –es decir, documentarme– me encuentro con que toda la documentación que necesito está superlativamente contenida en el libro de Rubén; exhaustiva, conspicua y profunda. No hay que recurrir a Wikipedia ni a la Enciclopedia británica, ni a El jardín perfumado, ni a Los 120 días de Sodoma del divino marqués; tampoco al Dr. Kinsey, fisgón estadístico, ni a las imposibles crobacias del Kamasutra ni a esos manuales –tipo «Hágalo usted mismo»– como lo son La mujer sensual o El hombre sensual y mucho menos a Cosmopolitan o Penthouse. Todo está aquí, en este esplendido libro que es un compendio de las pulsiones eróticas y sus múltiples variantes. 

A los voyeristas, entre la falsa distracción y el interés académico, los delata una expresión de golosa impaciencia a la espera de los placeres que les deparará la lectura. A ellos les sugiero –y a los de otras ramas relacionadas con el tema– que empiecen por el índice: allí encontrarán las señalizaciones para dar rápidamente con los capítulos dedicados a las íntimas desviaciones de cada quien.

Lo erótico/ lo pornográfico. Ensayos sobre la sexualidad y el amor, es un libro de ensayos, un amplio estudio, una obra definitiva sobre el tema, es el vademécum para explorar territorios desconocidos a los comunes mortales. Este trabajo es una decantación de una vasta obra sobre el tema que el autor iniciara hace décadas, cuando hablar de pornografía era peligroso además de políticamente incorrecto.

Títulos como El encanto de la mujer madura, El pájaro insaciable, El beso, Rosa luciferina, junto con estudios sobre el cómic pornográfico, textos de teatro específicamente porno, amén de una consistente cantidad de ensayos sobre la especialidad que son solo algunas de las obras que pertenecen a un caudal más rico y abundante y que llevan a este fascinante trabajo.

El sello, la marca de fábrica de la obra de Monasterios, en general, siempre ha partido de la transgresión como método creativo.

Nada más transgresor que hurgar intimidades y Rubén no se hace rogar: lo hace con naturalidad y desparpajo; sus escritos son de amplio consumo, es decir, grandes éxitos que tienen la trascendencia sociológica de rasgar ese velo espeso que envolvió y envuelve los territorios prohibidos de lecturas contraindicadas por la moral y las buenas costumbres.

El poliédrico Monasterios es autor de una notable obra que abarca desde tratados científicos hasta literatura erótica. Es autor de teatro, actor de teatro y crítico de teatro. Y si cubrimos las tablas con linóleo nos encontramos con un Rubén bailarín ambicioso pero incomprendido; esta injusta incomprensión lo movió a ser también crítico en venganza por los “favores no recibidos” en el arte de la danza.

Siguiendo con su musa favorita: Terpsícore, e inspirado por ella, se nos presenta también como cantante de indefinible tesitura y de vocalizaciones alternativas a cualquier escuela de canto. Humorista de trazos gráficos de calidad (recordemos que es un apasionado del cómic), también es escritor humorístico de personalísima y venenosa pluma, capaz de desbordarse hasta feudos rabelesianos.

Cronista cultural radiofónico desempleado y muy añorado. Marino como Simbad, libertino y bon vivant convencido e irredimible. Es decir, es un tipo de ambiciones renacentistas o, para decirlo en criollo, un hombre viajado.

No se diga más, con Rubén de capitán nos sentimos como si estuviéramos abordando un silencioso velero que nos conducirá como peregrinos laicos por la geografía de la sexualidad humana, con la sensación de ser pasajeros de un maravilloso crucero que navega en dos corrientes: la específicamente científica, a la que Rubén le da el hermoso título de «El amor a la luz de la ciencia», en el que nos presenta la oligarquía del pensamiento científico, como el insigne Krafft-Ebing que, como maestro en asuntos de perversiones, nos muestra su catálogo de fetichismo, sadismo y masoquismo. A Sigmund Freud, quien se nos aparece en sueños utilizando como médiums a un conspicuo coro de analistas argentinos que bajo el manto del doctor vienés se nos une y nos psicoanaliza. Al alquimista –onírico– agnóstico Carl Gustav Jung, y a tantos otros entrometidos que se deslizan en nuestras alcobas hasta atenazarnos la psiquis tratando de descifrar el complejo comportamiento erótico humano.

Y en contraste, flotando en rumbo paralelo, nos dirigimos a la corriente hedonística a la que Rubén le da otro magnífico título: «De la sexología a la ficción amorosa en alas de la imaginación». Imaginamos entonces a los grandes artistas que con sus obras nos invitan a circunnavegar los sinuosos parajes del cuerpo y del espíritu en sus creaciones.

Asomados al puente de ese imaginario crucero que viene a ser esta Opus mirabilis, vamos de puerto en puerto navegando por ensenadas y armoniosos promontorios, bordeando costas sensuales y afrontando los mares tempestuosos de las más variadas aberraciones; prosiguiendo luego por estelas que son como caminos que se borran continuamente hasta desembocar extasiados en un mar de olores y sensaciones que nos conducen a la mejor de las tierras prometidas.

Cual Ulises tropical, Rubén nos va descubriendo los lupanares de Pompeya y su explícita exposición de ilimitada y muy creativa pornografía. Los griegos y su liberación sexual «ante litteram» claramente ilustrada en su cerámica donde podemos, de manos de Dionisos, ver mujeres, hombres, animales, efebos, dioses todos juntos en las mismas bacanales. Las miniaturas árabes contenidas en Las mil y una noches que describen minuciosamente su gran invento erótico: el harén, lugar de perfumes e inciensos en el que se practica el intercambio de parejas con un solo hombre y muchas mujeres. ¡Oh!, la grandeza árabe!

La pintura gótica siempre dedicada a lo divino celestial y a veces subrepticiamente terrenal –véase la portada del libro–, o si quieren algo más hardcore miren en la página 341 a un cabrón sodomizando a una mujer, esculpida en el portal de una iglesia. El origen del mundo, el inquietante primer plano del famoso cuadro de Courbet sobre el Big Bang originado por un coito superlativo que dio inicio a la humanidad; pintura que dice más que cien sesiones con el mismísimo Freud. El gran Bernini desmintiendo la frigidez del mármol para mostrarnos esa extraordinaria escultura que ilustra El éxtasis de Santa Teresa, entregada a un divino y celestial orgasmo.

Y siguiendo por nuestros cauces mentales, nos topamos con el puritanismo victoriano mediante el acceso a una imponente literatura erótica por extensión y calidad. Período casto y puro en la superficie y extremadamente gozoso en los aposentos de las clases altas, donde prevalecía la práctica del llamado «vicio inglés», o sea, la flagelación, especialidad muy apreciada por los aristocráticos nalgatorios británicos, al igual que la sodomía y otras delicadezas.

Todo y más contiene este libro, y no podía faltar el ingrediente activo del arte de pecar: la censura. Como ejemplo el autor menciona al maestro Verdi y sus vicisitudes con la censura en el estreno de La Traviata. La glorificación de una escort de alto calibre era un tema osado e indigesto para exhibirlo en un teatro frecuentado por la burguesía veneciana; eran los días de la dominación austríaca en Italia. En cambio, en la era Berlusconi –también conocido como «período bunga bunga»– las escorts tuvieron el paraíso asegurado gracias a que el cavaliere era un gran degustador de esas costosas delicias.

Cuán tormentoso ha sido amarse. Siempre se han interpuesto entre los humanos restricciones de toda clase: las guerras, las diferencias sociales, las diferencias étnicas y sobre todas las religiosas; valga el ejemplo de la religión católica en cuanto a la persecución de los placeres de la humana carne, ejemplo extremo fue el reinado de Torquemada y la Santa Inquisición, quienes apreciaban mucho la carne en brasas de pecadoras y pecadores. La iglesia se empeñó con mucha dedicación en la misión de preservar la virtud de los demás, mientras ellos se gratificaban, intramuros, como los frailes y monjas de El decamerón de Boccaccio, y, extramuros, como en Los cuentos de Canterbury de Chaucer. Y así, de pecado en pecado, llegamos hasta nuestros días con el enorme escándalo de los curas pedófilos, que en épocas anteriores hubiera producido un cisma mayor que el de Lutero.

Parafraseando la Summa Theologiae de Santo Tomás, el autor sugiere que algún día se debería emprender la tarea de hacer una «Summa Erotológica», pero yo creo, sin dudar, que este libro es ya esa «Summa Erotólogica», comprimida y esencial.

Es mérito inmenso del doctor Monasterios haber logrado una síntesis perfecta en una gama de temas que se desarrollan en un arco de tiempo muy extenso y que abarca todas las épocas con sus particularidades geográficas, históricas y antropológicas.

En resumen, este libro tiene tres raras virtudes:

El de ser elogiado por los entendidos en la materia.

El de ser alabado por los curiosos en la materia.

Y el de ser glorificado por los practicantes de la materia.

La travesía por el imperio de los sentidos está por concluir. Leyendo y observando hemos aprendido mucho en el recorrido por los infinitos caminos de la sensualidad y sus variantes, nos hemos deleitado con los frutos prohibidos que dos o más cuerpos pueden ofrecer, aun a sabiendas de que Omne animal post coitum triste est.

Este texto tenía el doble propósito de rendirle homenaje al Monasterios autor y al Rubén amigo entrañable de toda una vida. Espero haberlo logrado, si así no fuera busco el perdón con el último verso de «El infinito» de Leopardi: «Y naufragar en este mar me es dulce».


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