Perspectivas

Serguéi Loznitsa, la guerra como si estuvieras ahí

Fotografía de SERGEI SUPINSKY | AFP

05/03/2022

Es probable que usted no haya escuchado hablar del cineasta ucraniano Serguéi Loznitsa. Ojalá que estas líneas sirvan para tenerlo presente de ahora en adelante. Valdrá la pena.

Nacido en Baránavichi, Bielorrusa, Сергій Володимирович Лозниця (que así se llama Serguéi Loznitsa en ucraniano) se muda –siendo niño– con su familia a Kiev y allí encuentra su espacio, lo que a la postre adoptaría como hogar. Loznitsa es bielorruso de nacimiento, de formación soviética (pues creció en ese contexto de la URSS) pero ucraniano por elección. Para él es inevitable hacer un cine político sobre su pueblo, sus tragedias, sus luchas, su gente, lo absurda que es la guerra que se empeña en rondar a ese hermoso país al que cada tanto a un megalómano se le ocurre ponerle las garras. Dicen que es el cineasta que mejor ha retratado el postsocialismo. Quien más ha ahondado con sus películas en las heridas y cicatrices que dejó la URSS tras su caída. Cuando hace largometrajes (todos ellos escogidos en la selección oficial de Cannes) nunca se sabe si estamos en presencia de una película de ficción o de un documental. Diría Godard que al final el buen cine es ese híbrido, esa criatura mestiza y fronteriza: «porque un buen documental acaba siendo siempre una película de ficción y una buena película de ficción acaba siendo siempre un gran documental». Y es que Serguéi hace exactamente eso, a partir de las imágenes que consigue por allí, sin necesidad de palabras ni de entrevistas, sin necesidad de meterle música. Para él todo es un juego de montaje. Todo está en tratar de observar la realidad de la manera más directa, auténtica y simple que se pueda. Como si pudiéramos calzarnos en los zapatos de la gente de a pie y esa gente resulta que tiene una cámara y simplemente nos asomamos a su día a día. Un día a día que es épico, íntimo, absurdo, entrañable y una locura: todo a la vez. Porque la cotidianidad es ese cúmulo, ese desorden, ese amontonamiento de sinsentidos; lo único es que hay que tener el coraje y la mirada para saber retratarla.

Serguéi Loznitsa. Fotografía de Petr Novák | Wikimedia

Loznitsa era un joven matemático (muy buen matemático, por cierto) que un día estaba paseando por la universidad y se dejó caer por el archivo audiovisual donde se proyectaban unas imágenes sobre la toma de Leningrado. Se quedó tres horas en silencio, de pie, asomado a esas imágenes: allí encontró un sentido que no acababa de hallar en las matemáticas ni en los programas de desarrollo de tecnología de punta en los que trabajaba. Al día siguiente pasó de nuevo por el archivo y pidió las imágenes y todas las películas hechas sobre ese episodio de Leningrado, la ciudad sitiada por lo nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Serguéi se dio cuenta de que todas las películas disponibles eran propaganda; básicamente todas –como es obvio imaginarse en el contexto de la URSS– tenían el mismo discurso: hubo una guerra, los malos nos invadieron, pero nosotros resistimos y ganamos porque somos buenos y somos más fuertes. Serguéi se preguntaba: ¿Por qué con este material nadie da una visión distinta? ¿Acaso tiene uno derecho a su propia mirada y a su propia voz? Porque ninguna de esas películas hablaba sobre la destrucción, sobre la muerte, sobre la gente de a pie que logró o no sobrevivir durante el sitio de Leningrado. Todo estaba manipulado por medio de un discurso, de una voz en off, de intertítulos que conducían al espectador para decirle: queremos que pienses esto y sientas esto mientras miras la historia. Por eso Serguéi decidió apuntarse a la carrera de cine y cinco años más tarde se graduó con honores. Quiso entonces hacer películas con material de archivo pero prescindiendo de la palabra, de la voz en off, de la manipulación textual que le indica al espectador qué ver, qué sentir, qué entender. Lo mismo con la música: tenía que prescindir de ella porque para él la música funciona como un comentario que refuerza un tipo de lectura: esto es triste o esto es épico, o esto es absurdo o ridículo o confuso. Y es que asegura Serguéi que cuando no utilizas apropiadamente el lenguaje cinematográfico se vuelve contra ti y te castiga.

Loznitsa desarrolla un concepto hermoso de cine y acuña una frase muy honesta para describirlo: »Quiero que el espectador reciba el pasado como un regalo, y que durante la película se sienta un habitante de ese momento histórico que no vivió. Es un regalo que lo sentirá en la piel». Serguéi asegura que creció en una cultura donde el pasado era un asunto único e incuestionable; así, revisitar las imágenes de los archivos le permitía construir otro pasado y, por lo tanto, un presente alternativo más congruente con lo que realmente ocurrió y ocurre. En ese proceso de reconstrucción de la memoria Serguéi intenta mantenerse lo más imperceptible posible. Si bien para él es imposible no hacer una película de contenido político ni prescindiendo de la propuesta autoral sí procura que no se sienta la voz de un director, de alguien que autoritariamente exige una lectura única y una posibilidad incuestionable de interpretación por parte del receptor.

No olvidemos que el cineasta además es matemático. Lo que le interesa, entonces, es trabajar en el ritmo de la película, en la duración de las escenas, en que sus filmes sean como un diagrama de ondas en las que estas se levantan armoniosamente, a veces más agudas en sus ascensos y descensos, a veces más calmas, con mayor longitud, siempre balanceadas, siempre buscando que durante esos minutos de proyección nadie se duerma, se aburra ni abandone las escenas. Aunque prescinda de ella, la música existe en el montaje, en el diseño de sonido, en ese juego de duraciones cuidadosamente calculados por el autor. Son muy curiosos los diagramas de barras que hace Loznitsa respecto de cuánto duran sus escenas y cómo son las ondas que marcan el ritmo de sus piezas. Una auténtica maravilla: el resultado del trabajo de un cerebro único formado a partes iguales por la matemática y el cine. Ahí radica la magia: ritmo en la imagen y ritmo en el sonido; un sonido que recrea el pasado desde el presente y en el que trabaja meticulosamente con su diseñador de sonido de manera que suene a como supuestamente sonaría esa época. Porque a veces el registro que consigue es solamente visual, sin sonido, o el registro sonoro está muy pobremente grabado, así que la parte acústica hay que imaginarla y crearla desde el hoy de manera que vaya armoniosamente con la imagen que vemos. Es un trabajo de hormiga y, también, una locura. Un patrón de ritmo, así lo llama Loznitsa.

Fotograma de Maidan (2014)

Para Serguéi Loznitsa filmar o recrear algo en un documental que no ha sido tomado de un archivo histórico y que no fue registrado por alguien que realmente estuvo ahí resulta una trampa. Es una traición al cine documental en el que cree. Así que hay que hacer la película con el material que existe, con lo que se consigue. Probablemente (piensa él) hay más material en otros archivos secretos, pero nadie le va a dar esos materiales a un cineasta independiente a menos de que le quede muy claro al Kremlin quién lo va a utilizar y para qué. Y que esa película será debidamente aprobada por el comité de censura ruso. Como es de esperarse, son varias las películas de Loznitsa que han estado prohibidas en Rusia. Porque hay lugares donde la revisión de la historia y su reescritura desde otras perspectivas te puede meter en aprietos.

Serguéi Loznitsa hace un cine que funciona como un rompecabezas donde las piezas son hechas por mucha gente distinta y con diversos materiales. Hay que buscarle la forma y hay que darle la vuelta para que las partes encajen, para que armoniosamente parezcan conformar un mismo tejido, una misma trama y se pongan al servicio de una narración a la que nunca no se le notan las costuras. Es algo así como hacer collage pero documental, una mezcla de retazos que se ensamblan y se ponen en movimiento. Como una máquina maravillosa construida a partir de fragmentos hallados por ahí y que lo único que tienen en común es que pertenecen al mismo momento histórico.

 

Desde 1998, cuando debutó como cineasta, hasta 2021, Loznitsa ha hecho un promedio de una película anual, a veces incluso dos. Es de los cineastas más prolíficos, agudos, peculiares e injustamente desconocidos que hay. También de los más incómodos para el militarismo y para esta necedad nacionalista que se empeña en aflorar por el vasto mundo.

«Quiero que mis películas impulsen a los espectadores a moverse hacia el propio conocimiento, la autoconciencia, estar alertas ante ciertos asuntos importantes que nunca antes habían considerado. Esto es lo más importante para mí».

En 2018 Serguéi Loznitsa abrió la sección “Un Certain Regard” del Festival de Cannes con su película Donbass, una pieza extraña a medio camino entre el humor negro y el documental de autor cuyas fronteras han sido estiradas por un maestro. Ahí recrea, en trece segmentos tomados de la vida misma, algunos de los eventos que han ocurrido en Dombas, la región donde desde hace años se enfrentan las fuerzas armadas ucranianas con las tropas separatistas y prorrusas del este de Ucrania. Todo lo que vemos en Donbass (la película) parece una exageración, parece una caricatura distorsionada de la realidad, uno cree estarse dando un baño de inmersión en un chiste trágico; pero cuando buscas los videos reales que están disponibles en YouTube y los comparas con las secuencias hechas por Loznitsa te das cuenta de que no hay exageración alguna. Que este mundo está plagado de payasos trágicos y de trágicos payasos. Y uno jura que la cosa es un sinsentido y hasta resulta graciosa porque está tan lejos; hasta que los payasos trágicos te tocan la puerta con otro pantone, pero igualitos en todo lo demás: con su delirio y su estupidez mezcladas con crueldad. La estupidez y la crueldad una vez se entremezclan se potencian, agarran coro y fuerza.

Entonces uno intuye que detrás de la risa y de la mueca de asombro que detona esa película hay cuerpos desmembrados, huesos sin enterrar, una casa, un hospital y una escuela que se borraron del mapa; el grito de niños huérfanos y el llanto de madres que se quedaron sin hijos (esa condición tan terrible que ni siquiera tiene nombre).

Fotograma de Donbass (2018)

 

En 2014 Serguéi Loznitsa hizo uno de los documentales más impresionantes de lo que va del siglo XXI: Maidan. Allí recoge y ensambla los eventos ocurridos en la Plaza de la Independencia de Kiev en 2013, cuando el pueblo ucraniano luchó día tras día, infatigablemente, contra las fuerzas represoras del gobierno hasta lograr la libertad. “Maidan” significa “independencia” en ucraniano. Estos eventos llevaron al derrocamiento, en febrero de 2014, del mandatario Viktor Yanukóvich, quien cumplía su tercer mandato en Ucrania desde 2002.

Caen bombas sobre Kiev, Odessa, Mariúpol y otra ciudades ucranianas mientras escribo estas líneas. Pienso en esa gente que una vez más muere, sufre, busca refugio, huye y tendrá que reconstruir sus vidas. Y pienso en la falta que nos hará que alguien ensamble esas piezas, eche el cuento, nos haga sentir que estuvimos ahí a ver si de una vez por todas aprendemos. Pienso mucho en ese regalo prodigioso a medio camino entre la magia y la realidad más cruenta que nos ofrece este ucraniano llamado Serguéi Loznitsa con su cine.


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